«Mi madre vive a mi costa» — esas palabras me helaron la sangre. Aún hoy no puedo olvidar aquel día en que leí el mensaje de mi hijo, que me dejó el alma encogida. Mi vida en nuestro piso de Valladolid dio un vuelco, y el dolor de sus palabras sigue resonando en mi pecho.
Hace muchos años, mi hijo Javier y su mujer, Beatriz, se mudaron conmigo apenas casados. Juntos celebramos el nacimiento de sus hijos, compartimos sus enfermedades y primeros pasos. Beatriz estuvo de baja con el primero, luego con el segundo y el tercero. Cuando ella no podía, yo cogía días libres para cuidar de mis nietos. La casa se convirtió en un torbellino: cocinar, limpiar, risas infantiles y lágrimas. No había descanso, pero me resigné a ese bullicio.
Esperé la jubilación como una liberación. Marcaba los días en el calendario, soñando con paz. Pero aquella tranquilidad duró solo seis meses. Cada mañana llevaba a Javier y Beatriz al trabajo, preparaba el desayuno a los niños, los vestía y los acompañaba al colegio. Con la más pequeña, paseábamos por el parque, luego volvíamos a casa a preparar la comida, lavar la ropa, limpiar… Por las tardes, los llevaba a clases de música.
Mis días estaban medidos al minuto, pero siempre encontraba un rato para mi pasión: la lectura y el bordado. Era mi refugio, mi rincón de calma en aquel caos. Hasta que un día recibí el mensaje de Javier. Al leerlo, me quedé paralizada, sin creer lo que veía.
Al principio pensé que era una broma cruel. Más tarde, Javier admitió que lo había enviado por error, que no era para mí. Pero ya era tarde: sus palabras me quemaron el alma: «Mi madre vive de mi dinero, y además gastamos en sus medicinas». Le dije que lo perdonaba, pero no pude seguir viviendo bajo el mismo techo.
¿Cómo pudo escribir eso? Yo gastaba hasta el último céntimo de mi pensión en la casa. La mayoría de mis medicinas me las recetaban gratis por mi condición de jubilada. Pero sus palabras me mostraron su verdadero sentir. No grité, no armé escándalo. En silencio, alquilé un pequeño piso y me marché, diciendo que estaría mejor sola.
El alquiler se llevaba casi toda mi pensión. Me quedé casi sin nada, pero pedirle ayuda a mi hijo ni se me pasó por la cabeza. Antes de jubilarme, compré un portátil, a pesar de que Beatriz me decía que «no sabría usarlo». Pero lo logré. La hija de una amiga me enseñó.
Empecé a fotografiar mis bordados y subirlos a las redes. Pedí a antiguos compañeros que me recomendaran. En una semana, mi afición empezó a dar sus primeros frutos. Eran cantidades modestas, pero me dieron seguridad: no me hundiría, ni mendigaría el cariño de mi hijo.
Al mes, una vecina me pidió que enseñara a bordar y coser a su nieta, a cambio de un pago. La niña fue mi primera alumna. Luego llegaron dos más. Los padres pagaban bien, y poco a poco, mi vida se enderezó.
Pero la herida sigue abierta. Casi no hablo con la familia de Javier. Solo nos vemos en reuniones familiares, y cada vez menos. Ahora vivo sin ataduras, con mi tallercito donde enseño a bordar a quien quiera aprender. A veces, en la quietud de la noche, me pregunto si él recuerda todo lo que hice por ellos. Pero ya no duele tanto. La vida sigue, y yo también.