La felicidad tardía

**Felicidad Tardía**

Hoy he vagado sin rumbo por esta ciudad desconocida hasta llegar a la estación. Las piernas me pesaban del cansancio y el ánimo no podía estar más bajo. Venía con tanta ilusión, jamás pensé que acabaría así, escapando como un gato asustado sin haber hecho nada malo.

Encontré un banco libre en la sala de espera y me senté. “Descansaré un poco y luego preguntaré por el billete. Cinco minutos no cambiarán nada. Menos mal que no compré el de vuelta antes… Planeaba quedarme una semana, pero en fin…”

Cuando noté que las piernas me respondían de nuevo, me levanté, colgué la bolsa deportiva (que ahora pesaba como un saco de ladrillos) y me acerqué a las taquillas. Mientras esperaba, observaba el ajetreo de la estación y pensaba en qué haría si no hubiera plazas. Pero la taquillera me dio un billete. Eso sí, el tren saldría dentro de tres horas. No importa, lo importante es que tenía billete. Volvería a casa.

Guardé el billete y el DNI en el bolsillo de la chaqueta. Al mirar atrás, mi banco ya estaba ocupado. Salí hacia los andenes. Junto a la pared del edificio también había bancos. En una de las vías, un tren de cercanías esperaba listo para partir. La pantalla electrónica de la sexta plataforma mostraba la hora de salida y el destino. Todos los pasajeros ya estarían dentro, porque los bancos cercanos estaban vacíos.

El olor a creosota, polvo del tren y humo de cigarrillos se mezclaba con el tufo a alcohol y sudor. Ni el aire fresco lograba disimularlo. Miles de personas pasaban por aquí cada día, incluidos vagabundos y borrachos.

Me senté en un banco desde donde veía todas las pantallas y los andenes, dispuesto a esperar mi tren. Repasaba en mi mente la conversación con el nieto de Galina, buscando las palabras correctas que en su momento no supe decir.

—¿Está libre? —oyo una voz juvenil a mi lado.

Levanto la vista y veo a un hombre joven, trajeado, con una pequeña maleta de ruedas.

—Claro, siéntese —digo, haciendo espacio aunque había sitio de sobra. Noto que ahora los demás bancos también están ocupados.

El hombre se sienta en el otro extremo, afloja la corbata y coloca la maleta a un lado.

—¿Viene de viaje de negocios? —pregunto, con ganas de conversar, de escuchar una voz humana.

—No, regreso de uno —responde con reticencia, mirándome de reojo.

—Yo también vuelvo a casa —suspira.

—¿También por trabajo? —pregunta con escepticismo.

—No. Vine de visita. Pensaba quedarme una semana, pero no ha salido bien —bajo la cabeza.

—¿Te han echado? —pregunta con cierta compasión.

—Algo así. Ahora espero el tren a Santander. ¿Y usted?

—Mala suerte la nuestra, nos toca esperar. Yo también me voy antes de lo planeado. Tuve que cambiar el billete.

—¿En qué vagón va? —pregunto, curioso.

—En el once.

—Entonces iremos juntos. ¿No dirá que es el compartimento cinco?

—Justo el cinco —responde desconfiado, sacando el billete para confirmar. Lo guarda y da una palmada en las rodillas—. Vaya coincidencia. ¿Acaba de comprar el billete ahora? —me mira con más atención. Al fin y al cabo, viajaremos juntos un buen rato.

—Sí.

—Yo debía irme en dos días, pero mi mujer llamó: mi hija está enferma. No se atreve ni a decir el diagnóstico, sólo llora. Así que tuve que cortar el viaje y volver.

—Hubiera sido más rápido en avión —comento.

—La verdad es que les tengo miedo. El tren es más tranquilo.

En ese momento suena su teléfono. Lo saca y contesta. Yo aparto la mirada, señal de que no escucho.

—Hola. Sí, ya estoy en la estación… Tenía esperanzas… Yo también te echo de menos. No llores, intentaré escaparme a verte… —Escucha un rato, mirando al frente—. Vale, te llamaré si algo cambia. Hasta luego, cariño. —Cuelga y guarda el móvil. Su expresión ha empeorado.

—No finjas que no entiendes —rompe el silencio de repente—. No me juzgues, viejo. No sabes nada —de pronto me tutea.

—No te juzgo. No es asunto mío —respondo.

—Eso está bien. Por mi hija haría lo que fuera. Pero mi mujer… Me enamoré como un crío. ¿A ti nunca te pasó? —Se gira, esperando una respuesta.

—Claro que sí, como a cualquiera. Pero nunca le fui infiel a mi mujer. Cuando te casas, asumes una responsabilidad. ¿Y si ella hubiera sido la infiel? ¿Cómo se sigue viviendo así? —confieso con honestidad—. Así que lo del viaje de negocios era una fachada.

—Eres listo. Vengo aquí cada seis meses, me libero el alma —su mirada se nubla—. Y así puedo seguir viviendo.

—¿Cuántos años tiene tu hija? —pregunto.

—Doce. ¿Y tú? ¿De dónde vienes? ¿Tu hijo te puso de patitas en la calle? —pregunta con cierta malicia.

—Mi hijo vive en Barcelona con su familia. Me llama constantemente para que me quede. Pero ¿para qué? Tienen su propia vida. No quiero estorbar.

—Haces bien —asiente.

—Mi mujer murió hace tres años. Me casé con ella por despecho, para olvidar un amor. Cuando murió, quise seguirla. No soportaba la soledad. O quizá sí la amaba, pero no lo supe. El amor es complicado. En fin, aquí sigo. Si no remueves el dolor, duele menos —comparto mi descubrimiento.

—¿Viniste a ver a familiares? —pregunta.

Así es el ser humano. Cuando nos duele algo, la tragedia ajena nos distrae. Y nuestro propio sufrimiento parece menos terrible.

—No, pero vine a ver a la persona más importante para mí —respondo.

—Cuéntame. Tenemos tres horas por delante. Me llamo Javier —extiende la mano.

—Antonio.

Nos estrechamos las manos.

—Oye, mi mujer, Elena, me ha preparado pollo asado y empanadas. Cocina muy bien. ¿Quieres que vayamos por unas cervezas? —propone, como si fuéramos viejos amigos.

—No bebo. Y tampoco tengo hambre. Sí quieres, tú come —le aconsejo.

—Tienes razón. Cuenta —se acomoda en el banco, cruza las piernas y rodea sus rodillas con las manos.

—¿Qué quieres que te cuente? —empiezo—. En el instituto me enamoré de una chica. Perdía la cabeza cuando la veía. Pero ella ni se fijaba en mí. Nunca me atreví a confesarme. Luego me fui a la mili. ¿Sabes? Hasta pensé en desertar, me volvía loco de celos.

Mientras servía, ella se casó. Con mi mejor amigo. Cuando volví, ya tenía una hija. Quise hablar con él, pero me soltó: “¿Será tuyo el niño?” Me hirvió la sangre. No pude contenerme y le di un buen puñetazo.

—¿Era tuyo? —pregunta impaciente.

—Ya te dije que nunca estuve con ella. Ni siquiera la besé. La amé desde lejos —le lanzo una mirada seria—. Sufrí mucho. Me mordía los labios hasta sangrar cuando los veía juntos. Me desviaba kilómetros para no pasar por su casa. Pensé que al casarme me—Ahora lo único que importa es que estamos juntos, después de tanto tiempo —susurro, mientras el tren arranca y la estación se desvanece en la distancia, llevándonos hacia un futuro que nunca creímos posible.

Rate article
MagistrUm
La felicidad tardía