La felicidad regresa al corazón

La alegría volvió a instalarse en su alma.

Ariana notaba desde hacía tiempo cómo su marido, Miguel, se llevaba la mano al costado izquierdo, donde está el corazón. Intentaba disimular, acariciándose un poco y luego apartaba la mano, mirando de reojo para ver si su mujer se daba cuenta. Pero ella ya le había preguntado varias veces:

—¿Te duele otra vez, Miguel? Deberías ir al médico del pueblo.

—Pasará, a veces me ocurre, ya se me quitará —respondía él siempre con las mismas palabras.

Llevaban nueve años viviendo juntos en el pueblo, adonde habían llegado después de terminar la universidad. Miguel había estudiado agronomía, y ella, magisterio. Pero Ariana nunca ejerció, porque a su marido le encantaba el campo y tenían un corral lleno de animales: dos vacas, ovejas, un cerdo, gallinas y patos. Todo requería cuidado, así que ella se quedaba en casa, ocupándose de todo. Miguel trabajaba como técnico agrícola.

Ariana había sido criada por su abuela desde los trece años, pues sus padres murieron jóvenes, atrapados en un incendio en su casa. Ella, por suerte, había pasado esa noche en casa de su abuela. Miguel era del mismo pueblo. Tres años después de casarse, su padre falleció de un infarto, y casi dos años más tarde, su madre también murió.

Así se quedaron solos, Miguel y Ariana. Todo iba bien, pero no tenían hijos. Ambos esperaban y rezaban, y ella lloraba por las noches, pidiéndole a Dios que les diera un hijo. Pero el tiempo pasaba, y nada.

Una mañana, después de desayunar, Miguel se preparaba para ir al trabajo cuando, de nuevo, se agarró el pecho. Antes de que su mujer pudiera reaccionar, él cayó al suelo. El corazón se le había parado. La ambulancia llegó rápido, pero ya era tarde.

Después del funeral, Ariana lloró mucho, sumida en su dolor.

—Me quedo sola a los treinta años. ¿Por qué la vida es tan injusta? Amaba tanto a mi marido, y Dios me lo quitó. Me lo quitó todo. ¿Qué hice para merecer esto?

Por las mañanas, entraba en el establo, ordeñaba las vacas y lloraba.

—¿Para qué quiero yo todo este ganado? Lo hago por obligación, porque da pena dejarlos sin comer, hay que darles de comer, ordeñar a las vacas… —lloraba, a veces incluso sollozaba, pensando que nadie la escuchaba.

Pero sí la escuchaba Teresa, su vecina, la subdirectora de la escuela del pueblo, que un día se acercó a visitarla.

—Ariana, te oigo llorar. Te entiendo. Véndelo todo, ¿para qué lo quieres tú sola? Sé que en el pueblo vecino falta una maestra de primaria. Podrías presentarte. En nuestra escuela ya están todas las plazas cubiertas, pero allí solo es la primaria; los mayores ya vienen aquí. Solo son cinco kilómetros. Así estarás entre gente, te distraerás. Acepta, tú eres maestra.

—Gracias, Teresa, gracias. Tienes razón… —asintió Ariana.

Durante el verano, Ariana vendió todos sus animales y, para septiembre, ya estaba instalada en el pueblo vecino. Allí se convirtió en la simpática señorita Ariana Martínez, a quien alojaron en una casa grande. Ella la limpió a fondo, lavó las ventanas y dejó todo reluciente.

—Bueno, aquí empieza mi nueva vida —se decía en voz alta—. Solo que la valla está caída y la puerta no cierra bien, habrá que arreglarlo.

Pidió ayuda, y le dieron los listones de madera para la valla. Pero el trabajo lo tendría que hacer ella.

—Carmen —llamó a su vecina, que estaba en el patio tendiendo la ropa—, ¿sabes a quién podría llamar para que me arreglen la valla? Tengo el material, ya me lo trajeron.

Carmen se secó las manos en el delantal y se acercó.

—Aquí tenemos un carpintero, un manitas, pero es borracho. No hace nada sin su botella. La culpa es de su mujer, Verónica. Desde que se casaron, los dos se emborrachan juntos, ella lo arrastró. Antes no bebía, era un buen chico. Tienen dos niñas, de cuatro y dos años, pero las quitaron de su custodia hace medio año. No vayas tú, si veo a Miguel, le digo.

—Gracias, Carmen.

Al día siguiente, la vecina volvió con noticias:

—Hoy vi a Verónica cerca del bar. Vendrán mañana temprano. Compra un par de botellas de vino, porque si no, no trabajan.

Y así fue. A la mañana siguiente llegaron Miguel y Verónica, ambos con resaca. Él tiró sus herramientas en el patio y se puso a mirar alrededor. Ariana salió de la casa.

—Hola, señora —dijo Verónica con voz fuerte, y su marido asintió en señal de saludo.

Miguel iba despeinado, arrugado y sin afeitar, pero sus ojos eran expresivos y claros. No habían perdido su belleza. Ariana se quedó un momento paralizada: le recordaban mucho a los de su difunto marido.

—Ahí están los listones —señaló con la mano.

—Oye, señora, ya lo vemos —dijo Verónica, sentándose en los escalones del porche—. ¿Tienes algo para beber? Tráelo. Miguel, ven aquí —ordenó—. Hay que espabilarse.

Abrió la botella con destreza, se sirvió y luego a su marido. Ambos bebieron, y Miguel se puso a trabajar.

—Si siguen bebiendo así, ¿cómo va a hacer nada? —pensó Ariana, preocupada—. Mañana ni vendrán. Debería decirles algo… Pero al final decidió callar. Bueno, será lo que Dios quiera. Si Carmen me lo recomendó, algo sabrá.

Aunque Miguel bebía de vez en cuando, conocía bien su oficio y trabajaba con esmero. En el pueblo todos sabían que, si él se encargaba de algo, quedaba bien hecho. Su mujer siempre estaba cerca, sirviéndole más vino mientras observaba su trabajo. Miguel terminó al anochecer, pero lo hizo.

—Señora —gritó Verónica, ya borracha—, aquí está el trabajo.

Ariana inspeccionó la valla nueva, recta, con la puerta en su sitio y hasta un pequeño gancho para que no se abriera con el viento.

Le gustó el resultado, le pagó y le dio las gracias.

—Si necesitas algo más, ya sabes —dijo Verónica, y su marido volvió a asentir antes de recoger sus herramientas y marcharse.

Llegó el invierno. Ariana trabajaba en la escuela, ya adaptada, y estaba agradecida con Teresa. El dolor se había mitigado, los niños no la dejaban aburrirse y la querían mucho. Ella también los trataba con cariño. Se acercaba la Navidad cuando, una noche, un golpe en la puerta la despertó. Miró el reloj automáticamente. No era tan tarde, solo las seis de la mañana, pronto tendría que levantarse.

Pensó que habría sido su imaginación, pero el golpe se repitió. Entreabrió la puerta y allí estaba Miguel.

—Verónica ha muerto —dijo en voz baja—. Ni siquiera me di cuenta cuando salió de casa. Me desperté y no estaba. Salí a buscarla y la encontré cerca de tu casa… congelada. Anoche bebimos otra vez. Seguro que salió a por más y encontró la muerte —hablaba sin parar, en un susurro—. No sé qué hacer. Está ahí tirada…

Enterraron a Verónica con la ayuda de todo el pueblo. Miguel se pasó una semana bebiendo. Días después, Ariana volvió a oír golpes suaves en la puerta. Sabía que era él.

—Hoy hace nueve días que Verónica no está. Vamos

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