**La Felicidad Olvidada**
Marina estaba en la pequeña cocina de su piso, mirando al cielo gris del otoño. Le quedaba una semana para el sueldo, y en su monedero solo había dos billetes de veinte euros. Su hijo, Adrián, le había pedido unas zapatillas nuevas. El corazón le dio un vuelco al pensar cómo explicarle que tendría que esperar otra vez. Con solo diez años, ya miraba el mundo con seriedad. Se había hecho adulto demasiado pronto, aunque Marina soñaba con darle una infancia feliz.
—Mamá, ¿qué tal si espero hasta el mes que viene? Estas zapatillas aún aguantan— dijo Adrián durante la cena. Marina contuvo las lágrimas al ver la comprensión en su hijo.
Había sido el año más difícil de su vida. Todo empezó cuando su marido, Javier, un hombre en quien creyó siempre, empacó sus cosas y anunció que se iba. Se iba con otra mujer. —Necesito aire nuevo, ¿entiendes? Estoy harto de esta rutina, de la escasez— dijo, ignorando sus ojos llenos de lágrimas.
Marina no podía creerlo. Todo se derrumbaba. Lo peor era quedarse con Adrián y casi sin recursos. Javier dejó de contribuir económicamente y apenas visitaba a su hijo. Su nuevo romance no solo destruyó su matrimonio, sino también su estabilidad.
Pero Marina era fuerte. Consiguió un segundo trabajo: de día era administradora en un centro médico, y por las noches limpiaba oficinas. A veces sentía que no podía más. Pero entonces recordaba los ojos de Adrián, su sonrisa, y eso le daba fuerzas para seguir adelante.
Una tarde, después de un largo día de trabajo, decidió pasar un rato con Adrián en el parque cercano. Era su manera de relajarse: ella con una taza de café barato, él en los columpios o jugando con la pelota.
Fue entonces cuando vio a la niña. Tenía unos ojos azules intensos y pecas esparcidas por las mejillas. Jugaba cerca, acompañada de un hombre alto, de aspecto tranquilo pero con una sonrisa amable. Miraba a la niña con la ternura que Marina siempre deseó ver en Javier cuando este miraba a Adrián.
Su hijo, como era natural, no tardó en hacerse amigo de la niña. Los niños no analizan las relaciones como los adultos. En diez minutos ya corrían gritando: —¡No me pillas!
—Tienes un hijo encantador— dijo el hombre dirigiéndose a Marina.
—Gracias— contestó ella, sonriendo con timidez. —Tu hija es preciosa.
—Sí, es Lucía— asintió él. —Yo soy Sergio.
Así empezó todo. Se sentaron en un banco fresco mientras los niños jugaban. La conversación fluía tranquila, sin prisas. Marina habló de cómo criaba sola a su hijo; Sergio contó que llevaba tres años sin su esposa, quien se había mudado a otra ciudad después del divorcio, dejándole a Lucía.
—Es duro, pero salimos adelante— dijo él con una sonrisa cansada.
Resultó que Sergio y Marina eran vecinos del mismo edificio. Como él acababa de mudarse, no se habían visto antes.
Los meses siguientes, su amistad creció. Empezaron a ir al teatro, a funciones infantiles y, un día, fueron juntos al parque de atracciones. Adrián y Lucía se subían a los carruseles riendo, y Marina, por primera vez en mucho tiempo, sintió que la tristeza se desvanecía. Se sentía ligera, feliz. Porque Sergio estaba allí: sereno, confiable y, sobre todo, increíblemente cariñoso.
**CAPÍTULO 2**
Una noche, después de que Adrián se durmiera agotado por un día al aire libre, Marina se permitió relajarse por primera vez en meses. Estaba en el salón, envuelta en una manta, con una taza de té caliente. El viento movía las ramas desnudas de los árboles, golpeando suavemente la ventana. Sergio, después de acostar a Lucía, pasó por su casa. Así, los dos se sentaron en silencio bajo la luz tenue de una lámpara.
—Marina— dijo él de pronto, girando la taza entre sus manos—, llevo tres meses pensando cómo decir esto. Eres una mujer increíble.
Ella levantó la vista, sorprendida.
—Haces tanto por tu hijo. Tú sola. Y aún así, sonríes. La verdad es que me impresiona.
—No queda otra— susurró ella. —Tengo a Adrián. No puedo permitirme… rendirme. Solo me tiene a mí.
Sergio desvió la mirada, como buscando las palabras adecuadas. Luego, con firmeza, dijo:
—Todo este tiempo que hemos pasado juntos, no he dejado de pensar lo mucho que quiero estar a tu lado. Para ayudarte, para apoyarte. Contigo siento algo… real. Sé que has sufrido mucho, pero… me gustaría ser parte de tu vida.
Sus palabras resonaron como un trueno en su mente. Se quedó paralizada, intentando asimilarlo. Por un momento, el miedo la invadió. Por un lado, su cariño era evidente, pero temía que este frágil equilibrio que tanto le costó construir se viniera abajo otra vez.
—Sergio, tienes que entender…— comenzó con cautela. —No sé si estoy lista para algo nuevo. Después de todo lo pasado, me cuesta confiar.
Se interrumpió, sintiendo un nudo en la garganta.
Él no la interrumpió. Asintió con calma, dejando que terminara. Pero en sus ojos había tanta paciencia que no necesitó más explicaciones. Sergio solo dijo:
—Lo entiendo. Solo quiero que sepas que estaré aquí cuando me necesites. Eso es todo.
Sus palabras derritieron el hielo que llevaba en el alma desde hacía años. Quizá por primera vez en mucho tiempo, sintió que no estaba sola. Pero necesitaba tiempo para dejar atrás sus miedos.
Sergio se volvió cada vez más presente en sus vidas. Sin prisas, sin alterar su rutina. Llegaba por las tardes con fruta para los niños o pan recién hecho para Adrián. No había gestos grandilocuentes, como en su pasado. Todo era sencillo, natural.
Sergio ayudó a Adrián a elegir zapatillas nuevas. Organizó una Navidad entrañable; cuando Marina volvió del trabajo, encontró que él había decorado el pequeño árbol con los niños. La risa llenó la casa, y en la cena, Adrián soltó una frase que la dejó sin aliento:
—Sergio, ¿vas a quedarte con nosotros para siempre?
Marina se quedó seria, pero él no se inmutó. Sonrió y contestó:
—Si tu mamá no se opone, claro.
Ella no respondió. Solo esbozó una sonrisa triste pero agradecida.
Pasaron los meses. Su vida empezó a mejorar. Le ofrecieron un ascenso y dejó el trabajo nocturno. Tenía más tiempo para Adrián, para sí misma… y para Sergio y Lucía.
Para Adrián, Sergio se convirtió en una figura cercana. Le ayudaba con los deberes, le enseñó a arreglar la bicicleta y una tarde entera la pasaron construyendo un comedero para pájaros.
—Mamá— le confesó Adrián un día mientras doblaban la ropa—, creo que Sergio te quiere mucho. ¿Lo sabes, verdad?
Marina se rio, sorprendida.
—¿Por qué dices eso?
Él se encogió de hombros.
—Porque siempre está contento cuando está contigo.
Esas palabras se le quedaron grabadas. Adrián lo dijo con naturalidad, pero a ella no se le iban de la cabeza.
Una tarde de abril, con el sol cayendo y los árboles cubiertos de brotes verdes, Sergio le propuso formalizar su relación. Sin anillos, sin discursos. Paseaban con los niños cuando él la tomó de la mano y le dijo:
—No puedo imaginar mi vida sin vosotros. Tú, Adrián y Lucía le dan sentido a mis días. ¿Probamos a estar juntos? De verdad.Y Marina, con el corazón latiendo fuerte pero lleno de esperanza, asintió en silencio, sabiendo que, después de tanto dolor, al fin había encontrado un amor que valía la pena.