La felicidad llegó en sombras.

**24 de mayo**
Hoy he pasado la mañana sentada junto a la ventana, observando el jaleo callejero. Los autobuses rechinaban al frenar igual que siempre, los viandantes corrían a sus quehaceres, y yo seguía dándole vueltas a lo mismo: aquella carta que llegó ayer. El sobre negro con ribete dorado llevaba veinticuatro horas sobre la mesa de la cocina, sin que me atreviera a abrirlo.

—Mamá, ¿qué haces ahí plantada como una estatua? —Jaime irrumpió en el piso como un vendaval, tirando la mochila en un rincón—. ¿Otro día de bajón? Me muero de hambre, vamos a comer.

—Come tú, anda —suspiré sin apartar la mirada de la calle—. Hay croquetas en la nevera, caliéntalas en el micro.

Se quedó quieto en mitad del salón, escudriñándome con esa mirada suya que todo lo nota. Algo en mi postura le alertó.

—¿Qué te ocurre? —se acercó—. Te veo… rara.

—Nada de otro mundo —me volví hacia él—. Solo que llegó una carta. Dudaba si abrirla o no.

—¿De quién?

—Del notario. De Madrid.

Vi cómo se le nublaba la frente. Las cartas de notarios rara vez auguran buenas noticias: o deudas, o pleitos, o disgustos varios.

—¿Y qué podría ser? —preguntó con cautela.

—Quién sabe. Quizá algo que dejó tía Adela. Vivía en Madrid sus últimos años, tenía un piso. Pero hacía una década que no hablábamos.

Me levanté y entré en la cocina. La carta seguía allí, burlándose de mi indecisión.

—Mamá, ¿por qué no la abrimos de una vez? —Jaime la tomó en sus manos—. ¿Qué puede ser peor que no saber?

—Peor es que salgan obligaciones, deudas suyas… —refunfuñé—. No quiero complicaciones.

—¡O quizá sea algo bueno! —ya comenzaba a rasgar el sobre, pero le detuve con un gesto.

—Espera. Dame tiempo.

Aunque poco había que reflexionar. Adela era prima hermana mía. Crecimos en el mismo barrio, pero la vida nos separó. Ella marchó a la capital tras la universidad: se casó, trabajó en un centro de investigación. No tuvo hijos, enviudó joven. Yo me quedé en Salamanca, crié a Jaime sola, enterré a mi marido pronto y trabajé toda la vida como maestra de infantil.

La última vez que nos vimos fue en el entierro del abuelo, hace diez años. Entonces me pareció una señora de ciudad, con su gabán caro, mirando con superioridad a la pariente de provincias.

—Vale, ábrela —me decidí al fin—. Pero si hay problemas, ya te avisé.

Jaime deslizó el dedo con cuidado bajo el lacre. Sacó varios folios y al leer las primeras líneas silbó suavemente.

—Mamá… dice que tía Adela te ha dejado un piso en Madrid.

—¿Cómo? —casi se me cae la taza de café—. ¿Qué piso?

—Dos habitaciones, cerca del metro Quevedo. Y también hay cuenta bancaria… —pasaba páginas con ojos como platos—. Madre, es una suma importante.

Me desplomé en la silla. Las piernas se me volvieron de algodón.

—No es posible. Ni siquiera nos hablábamos. ¿Por qué haría esto?

—Hay una nota de su puño y letra —me alargó un papel doblado.

*”Carmiña, si lees esto, es que ya me fui. Sé que nos distanciamos, y fue más culpa mía. Siempre creí que me sobraba tiempo para arreglar las cosas con la familia. Pero el tiempo se agota sin avisar. Quiero que este piso sea tuyo. Siempre fuiste la buena del clan, viviendo para los demás. Es hora de que pienses en ti. Tu prima Adela.”*

Releí la nota una y otra vez. Las lágrimas rodaron solas.

—Entonces… ¿ha muerto? —susurré—. Ni siquiera lo supe. Ni funeral, ni despedida…

—Mamá, no es culpa tuya. ¿Cómo ibas a enterarte? —Jaime me rodeó los hombros—. Quizá no quiso que nadie supiera. Hay quien prefiere irse en silencio.

—Pero ¿por qué a mí? Tenía otros parientes más cercanos.

—Pues igual no lo eran tanto. O ella sabía cosas que tú ignoras.

*”Es hora de que pienses en ti”*. ¿Cuándo lo había hecho? Jamás. Primero cuidando padres, luego criando a Jaime sola, trabajando a destajo. Ahora mi hijo es adulto, independiente, pronto formará su propia familia.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunté perdida.

—Primero ir a Madrid. Ver el piso y firmar papeles —ya planeaba—. ¿Te das cuenta? Podrías cambiar tu vida.

—¿Cambiarla? ¿Cómo?

—Mudarte allí, alquilarlo para ingresar extra, o venderlo y comprar aquí algo mejor… Hay miles de opciones.

Le escuchaba y notaba cómo algo se encendía dentro. Como si un resorte oxidado comenzara a moverse. Años viviendo por inercia, día a día, sin proyectar futuro. Y de pronto: oportunidades, elección, porvenir.

—No sé, Jaime. Aquí está mi rutina: trabajo, casa…

—Tienes cincuenta y tres, madre, no noventa —me apretó la mano—
Tal vez un día le contaré esta historia a mis nietos junto a la lumbre, para que comprendan que la felicidad suele llamar con disfraces inesperados.

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MagistrUm
La felicidad llegó en sombras.