La felicidad llegó de negro

Hoy me encontraba junto a la ventana, observando el ir y venir de la calle. Los autobuses chirriaban al frenar igual que siempre, los viandantes marchaban apresurados a sus quehaceres, pero mi mente seguía anclada en lo mismo: la carta recibida ayer. Un sobre negro con filete dorado permanecía sobre la mesa de la cocina desde hacía un día entero, y yo aún no me atrevía a abrirlo.

—Mamá, ¿qué haces ahí plantada como un poste? —Denis irrumpió en el piso como un torbellino, arrojando la mochila en un rincón—. ¿Otra vez triste? Mejor comemos, tengo el estómago vacío como un lobo.

—Come, come —suspiré, sin apartar la vista de la calle—. Hay croquetas en la nevera, caliéntalas en el microondas.

Mi hijo se detuvo en mitad de la estancia, observándome con mayor atención. Había algo raro en mi postura, demasiado tensa.

—¿Qué sucede? —se acercó—. Pareces… no sé, extraña.

—Nada del otro mundo —me volví hacia él—. Solo llegó una carta. Dudaba si abrirla o no.

—¿Qué carta? ¿De quién?

—De un notario. De Madrid.

Denis frunció el ceño. Las cartas de notarios rara vez traen buenas noticias. Deudas, pleitos u otros contratiempos.

—¿Y qué podría decir esa carta? —inquirió con cautela.

—No sé. Quizá la tía Clotilde me dejó algo. Vivió sus últimos años en Madrid, tenía un pisito. Pero apenas mantuvimos contacto, hace ya una década.

Me levanté y entré en la cocina. El sobre yacía en el mismo sitio, como burlándose de mi indecisión.

—Mamá, ¿por qué no lo abrimos? —Denis lo tomó en sus manos—. ¿Qué es peor, saber la verdad?

—Podrían ser compromisos —murmuré—. Deudas suyas. O algo peor. No quiero problemas añadidos.

—¿Y si es algo bueno? —mi hijo ya preparaba rasgar el sobre cuando mi gesto lo detuvo.

—Espera. Déjame pensarlo.

Pero poco había que pensar. Clotilde era prima mía; crecimos juntas en el mismo barrio, aunque nuestros destinos se separaron hace tiempo. Ella marchó a la capital tras la universidad, se casó allí, trabajó en algún instituto de investigación. No tuvo hijos, su esposo también había fallecido años atrás. Yo permanecí en Badajoz, tuve a Denis, enviudé joven, trabajando toda mi vida como educadora infantil.

La última vez que nos vimos fue en el entierro del abuelo, hace una década. Clotilde parecía entonces una extraña, una dama capitalina con abrigo caro que miraba con condescendencia a la pariente de provincias.

—Bueno, ábrelo —decidí al fin—. Pero si es algo malo, ya te lo advertí.

Denis abrió el sobre con cuidado, extrayendo varias hojas. Sus ojos recorrieron las primeras líneas y silbó de asombro.

—Mamá, dice que la tía Clotilde te dejó en herencia un piso en Madrid.

—¿Qué? —casi se me cayó la taza de café—. ¿Qué piso?

—De dos dormitorios, cerca del metro El Retiro. Y también hay una cuenta bancaria… —pasaba páginas, sus ojos se agrandaban—. Mamá, es una cantidad considerable.

Me senté en la silla, porque las piernas se me habían vuelto de manteca.

—No puede ser. Casi no teníamos relación. ¿Por qué me dejaría todo esto?

—Aquí hay una nota de su puño y letra —Denis alcanzó una hoja pequeña.

«Pequeña, si lees esto, es que ya no estoy. Sé que nos distanciamos, y la culpa fue en gran parte mía. Siempre pensé que me quedaba mucho tiempo, que aún podría enmendar cosas con la familia. Pero el tiempo acaba cuando menos te lo esperas. Quiero que mi piso sea tuyo. Siempre fuiste buena, viviste para los demás. Es hora de que pienses en ti. Tu Cloti».

Leí la nota varias veces, sin dar crédito. Las lágrimas rodaban solas por mis mejillas.

—Pero ¿qué significa esto? —susurré—. Ha fallecido, y yo ni siquiera lo supe. No asistí al funeral, no me despedí…

—Mamá, no te culpes. ¿Cómo ibas a saberlo? —Denis me rodeó los hombros con un brazo—. Quizá no quiso que lo supiéramos. Algunos prefieren partir en silencio.

—Pero ¿por qué a mí? Tenía más familia cercana.

—Parece que no tan cercana. O ella te conocía mejor de lo que crees.

Releí la nota de Cloti. «Es hora de que pienses en ti». ¿Cuándo fue la última vez? Jamás lo había hecho. Primero cuidé de mis padres, luego crié sola a Denis, trabajé sin descanso. Ahora Denis es adulto, independiente; seguro pronto formará su propia familia.

—¿Y ahora qué hago con todo esto? —pregunté desconcertada.

—Primero ir a Madrid a ver el piso. Trámites en regla —Denis ya planeaba—. Mamá, ¿entiendes lo que esto supone? Tu vida puede cambiar por completo.

—¿Cambiar cómo? ¿Qué quieres decir?

—Mudarte a Madrid. O alquilar el piso como renta extra. O vender y comprar algo mejor cerca. Hay muchas opciones.

Escuchaba a mi hijo y sentía cómo algo dentro de mí cambiaba. Como si un engranaje oxidado girase al fin. Tantos años viviendo por inercia, sin proyectar futuro. Y de repente, oportunidades, elección, porvenir.

—No sé, Denis. Estoy acostumbrada aquí. Mi trabajo, mi casa…

—Mamá, tienes cincuenta y tres años. Aún no es vejez. Puedes tener una vida nueva si quieres.

—¿Y tú qué? ¿Te dejo solo aquí?

Denis rió.

—Mamá, soy un hombre hecho y derecho. Tengo veintiocho años. Ya me toca forjar mi vida, no colgarme del cuello de mi madre.

—¡Nadie cuelga de mi cuello! —me indigné.

—Bien, bien, me expresé mal. Pero me entiendes. Ambos merecemos ser felices.

Esa noche tardé en dormirme. En la oscuridad, imaginaba el piso madrileño. ¿Cómo sería? ¿Amplio o pequeño? ¿Con terraza? El barrio, El
Hoy, mientras veía a los niños jugar bajo los copos de nieve en el patio de nuestra corrala, sonreí al pensar que hasta la pena más honda puede guardar, como un caramelo en el fondo del bolsillo, una dulce sorpresa que renueva el alma.

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La felicidad llegó de negro