**LA ALEGRÍA MÁS GRANDE**
—Mamá, solo nos queda una opción para tener un hijo: la fecundación in vitro. Carlos y yo lo tenemos decidido. No intentes disuadirnos. Acostúmbrate a la idea —dijo Lucía de un tirón, como si llevara tiempo ensayando esas palabras.
—¿FIV? ¿Quiere decir que tendré un nieto o una nieta «de probeta»? —No podía creer lo que escuchaba de mi propia hija.
—Llámale como quieras, mamá. Mañana empezamos los procedimientos. Todos los análisis están hechos. Los médicos advirtieron que será un camino largo e incierto. No hay garantías. Por favor, ten paciencia —suspiro hondo antes de colgar.
Me quedé sin palabras. Debería haberla apoyado, animado, ayudado… o, al menos, no estorbar. Hablamos por teléfono; comprendí que para Lucía era difícil decírmelo cara a cara. Un tema tan controvertido duele más en persona.
Su primer matrimonio fue con Adrián, su amigo de la infancia. Ella creyó que su amor era eterno… hasta que, en plena boda, el novio, tras unas copas de más, terminó enredado con la dama de honor. Lucía los encontró en el almacén del restaurante, entre cajas de vino y manteles. Adrián tartamudeó excusas mientras la otra, cubriéndose con un chal, escapó sin mirar atrás.
Lucía pidió el divorcio. Su padre y yo intentamos hacerla recapacitar: «¿De verdad vas a tirar por la borda tantos años? Fue un error de borrachera, esa mujer lo sedujo… Perdónalo, hija». Pero ella fue tajante: «No. Me ha traicionado, y duele tanto que no quiero construir una vida sobre mentiras. Menos mal que ocurrió el mismo día de la boda: menos sufrimiento».
Adrián se arrastró, suplicó perdón, pero fue inútil.
Meses después, Lucía descubrió que estaba embarazada de él. Sin decírmelo, abortó. De haberlo sabido, habría rogado que volviera con Adrián.
Con el tiempo, apareció Carlos, el mejor amigo de Adrián, siempre enamorado de Lucía pero sin atreverse a traicionar a su amigo. Tras tres años de dudas, ella aceptó. La boda fue espléndida, aunque Adrián no asistió. Solo envió un ramo de lilas que Lucía rechazó.
A los treinta años, tras dos de matrimonio sin hijos, empecé a preocuparme. «¿Hay algún plan o…?» —pregunté con cuidado. Ella bajó la mirada: «No funciona, mamá. Carlos no habla del tema. Esperaremos un año más…».
Pasaron otros dos, y entonces llegó el anuncio: «Haremos FIV». Me negué en redondo: «Dicen que esos niños no tienen alma, que enferman más, que no podrán tener hijos…».
Lucía se exasperó: «¡Es un método con casi cuarenta años de éxito! Hay miles de niños así, sanos y felices. Solo es duro para los padres. Prepárate para ser abuela».
El proceso fue caro y agotador. Tres intentos fallidos. Lucía, hundida en depresiones por las hormonas, subió de peso; Carlos, demacrado por sus cambios de humor. «Tengo miedo de estornudar, de moverme… ¿Y si lo pierdo? —lloraba—. Todo por aquel aborto…».
Dos viajes a la costa la salvaron del desespero. Carlos fue su roca: «Sin él, no habría resistido».
Al octavo mes, nació nuestra Martita. Los «niños probeta» suelen nacer antes, pero llegó sana. Aunque la suegra de Carlos murmuró: «Mira, su nariz no es la tuya… ¿Seguro que es tuya?».
Con el tiempo, Martita se pareció tanto a su padre que los rumores cesaron. Pero la vecindad no olvidaba. Una enfermera soltó en el parque: «¡Hola a la abuela de la niña FIV!». Casi me hundo de vergüenza. «¿Cómo se atreve? ¡No es asunto suyo!».
Los vecinos empezaron a fisgar: «¿Es verdad que…?». Temíamos que algún «amable» le contara a Martita su origen antes de tiempo. Así que Carlos y Lucía vendieron el piso y se mudaron.
Hoy, Martita tiene cinco años. Traviesa, lista, con alergias y unas gafitas, como muchos niños. Cada tarde, inventa excusas para no recoger sus juguetes en la guardería.
Lo demás da igual. Lo único importante es esa risa que llena nuestra casa. Al final, el amor siempre encuentra su camino, aunque sea el más difícil.
Y si alguien pregunta, yo solo digo: «Los milagros vienen en todas las formas. A nosotros nos tocó uno con coletas y zapatos de charol».







