La felicidad de una hija no tiene precio.

La felicidad de la hija es lo más importante

Ana María vive sola y no para de quejarse con los vecinos de su hija y su nieta, a quienes acusa de ser desagradecidas por haberla abandonado.

—Les dediqué mi vida entera, y ellas, las más cercanas, resultaron ser crueles e insensibles. No supieron valorarlo y me dejaron a mi suerte.

Ana María, una mujer mayor pero todavía fuerte, se queja de ellas, pero no menciona que su hija, Adriana, le da dinero cada mes, ni que su nieta, Lucía, ha intentado reconciliarse con ella varias veces, aunque siempre le pone una condición: solo lo harán si se divorcia de su marido. Lucía suspira amargamente cada vez y se va.

Lucía ahora tiene su propia familia. Se casó con Javier, ambos terminaron la universidad y consiguieron trabajo. Viven en casa de la madre de Javier, pero planean comprar un piso con una hipoteca, sobre todo porque esperan un bebé.

Cómo llegó a casarse con Javier es toda una historia. Cuánto tuvo que aguantar de Ana María, su abuela.

Una tarde, Lucía llegó a casa y, desde la puerta, anunció con alegría:

—Mamá, abuela, ¡Javier y yo hemos decidido casarnos!
Tenía diecinueve años, toda la vida por delante, y el corazón le rebosaba de felicidad.

La abuela alzó la mirada lentamente, como si no diera crédito a lo que oía, mientras Adriana, su madre, bajó la cabeza y guardó silencio. Lucía no entendía por qué no compartían su alegría.

—Mamá, abuela, ¿no me habéis oído? —preguntó, sorprendida—. ¡Me caso!

—Eso no va a pasar —dijo Ana María de golpe, con brusquedad—. ¿Casarse dice?
El buen humor de Lucía se esfumó al instante.

—¿Cómo que no va a pasar? ¿Qué te pasa, abuela? Mamá… —hizo una pausa— pensé que os alegraríais por mí, pero esto es raro…

—¿Estás embarazada? —preguntó la abuela con severidad.

—No, ¿por qué lo dices? ¿Que me caso significa que estoy embarazada? —respondió Lucía, confundida.

Adriana seguía en silencio, evitando mirar a su hija.

—Menos mal. Pues entonces olvídate de esa idea hasta que termines la universidad. Siéntate a cenar —ordenó Ana María.

—No quiero. Javier y yo ya comimos pizza —dijo Lucía, desconcertada. No entendía la reacción de su abuela.

Era raro. Su madre callaba. Lucía había llegado corriendo a casa para compartir su felicidad, esperando el apoyo de su familia.

—Mamá, ¿por qué no dices nada?

Adriana pareció despertar y, frunciendo el ceño, miró a su hija. Luego, asustada, echó un vistazo a la abuela y, con un suspiro pesado, respondió:

—Lucía, la abuela tiene razón. Es pronto para casarte. Termina la universidad. Además, ya no se lleva eso de casarse tan joven —sonrió con tristeza.

—Mamá, me da igual lo que se lleve. Javier y yo nos queremos, nos casaremos y terminaremos la universidad. No os preocupéis. Me casaré, digáis lo que digáis. Ya lo hemos decidido.

La abuela no pudo contenerse y, llena de rabia, le espetó a Adriana:

—¿Lo ves? De tal palo, tal astilla. Tu hija quiere casarse con otro pobre como lo fuiste tú. Menos mal que yo la paré a tiempo…

Lucía no lo entendía. Nunca había conocido a su padre. Miró a su madre, que agachó la cabeza.

—Abuela, ¿mamá iba a casarse y no lo hizo? ¿Con mi padre? —preguntó Lucía, sospechosa.

La abuela respondió con desprecio:

—¿Y con quién iba a casarse? Con otro estudiante sin un duro. Sí, le prohibí que se casara con él.

—No era tan pobre, ahora tiene un negocio —dijo Adriana tímidamente.

La abuela se sorprendió:

—¿Hablas con él? Eso era lo que faltaba.

—Sí, me encontró en redes sociales y ahora hablamos —respondió Adriana, desafiante—. Pero vive en otra ciudad. Se fue con sus padres después de la universidad y se quedó allí.

Lucía la miró, atónita.

—Mamá, cuéntame más. Siempre me dijisteis que te abandonó al saber que estabas embarazada, pero resulta que ibais a casaros. ¿Qué pasó?

Madre e hija se miraron. Adriana bajó la cabeza, y Ana María declaró:

—Fui yo. Yo se lo prohibí —dijo con firmeza—. Lo hice por su felicidad. Mi vida fracasó, y quería que al menos tu madre tuviera un buen marido. Pero se enamoró de ese estudiante, con tres hermanos menores. ¿Qué podía ofrecerle? Una familia numerosa y miseria.

Lucía no daba crédito. Le habían mentido sobre su padre toda la vida.

—Mamá, ¿por qué? ¿Por qué no luchaste por tu amor? —preguntó, mirándola a los ojos.

Adriana se encogió, evitando su mirada.

—¿Contra quién iba a luchar? —intervino la abuela—. ¿Contra mí? Imposible. Le dije: «O yo, o ese pobre».

Lucía no podía creerlo. Se quedó paralizada, mirando a su madre y a su abuela con incredulidad.

—¿Cómo pudo pasar? ¿Cómo pudo la abuela hacer eso y tú aceptarlo?

—Mamá, ¿por qué?

—¿Qué iba a hacer, hija? Estudiaba con tu padre. ¿Cómo íbamos a vivir con dos becas? Y luego naciste tú. Habría tenido que dejar los estudios. Su familia era numerosa, no podían ayudarnos.

—Mamá, ¿por qué no lo intentaste? —exclamó Lucía—. Te rendiste sin luchar. ¿Y él? ¿También se rindió?

Lucía la miró con lástima.

—No, al principio no. Pasaba horas frente a nuestra casa. Hasta que le dije que llamaría a la policía. Yo misma le mandé lejos.

Lucía miró a su abuela.

—Pues a mí me importan un bledo tus órdenes —dijo sin pensarlo—. No renunciaré a mi felicidad. Trabajaré, haré lo que sea, pero me casaré con Javier. No lo conseguirás.

—Mamá, ¿por qué no te volviste a casar?

La abuela intervino otra vez, desdeñosa:

—¿Con quién? Con otros fracasados que le gustaban. A los que yo le recomendaba ni los miraba.

De pronto, Adriana se enderezó y miró a su hija con determinación.

—Lucía, cásate con Javier. Seré feliz si tú lo eres. Si es tu destino, todo irá bien. Pero sea como sea, será tu decisión, no la de la abuela. Vive tu vida. No repitas mis errores.

Pero Ana María la interrumpió, furiosa:

—¿Qué disparate estás diciendo? ¿Eso le enseñas a tu hija?

—Le enseño a vivir su vida, no la tuya. No arruinaré su felicidad como hiciste con la mía —dijo Adriana, firme.

La abuela se quedó pasmada. Nunca la había visto así.

—¡Eso no va a pasar! —gritó, dando un golpe en el suelo.

—No grites, abuela. No te tengo miedo. Si me caso con Javier, será porque yo lo decido. Tú no mandas aquí. Además, tengo a mi madre de mi parte.

—¡Cómo te atreves! —rugió la abuela—. Ya veremos cuando venga ese Javier…

—Gracias por avisarme. No quiero presentárselo —dijo Lucía, decidFinalmente, Lucía y Javier se casaron, construyeron su futuro juntos, y aunque Ana María siguió viviendo sola, con el tiempo aprendió que el amor verdadero no se controla, solo se celebra.

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MagistrUm
La felicidad de una hija no tiene precio.