**La Felicidad Difícil**
Era viernes cuando la jefa de contabilidad llegó al trabajo más elegante que nunca, con una botella de vino caro, un pastel y una bandeja de embutidos.
—Chicas, no os vayáis después del trabajo—anunció—, quedémonos un rato para celebrar mi cumpleaños.
Todos se abalanzaron para abrazarla y felicitarla, incluida Lucía. Ella había entrado en la empresa sin experiencia, pagando cada error, pero veía en Marina Alonso a su mentora. Marina la abrazó y susurró al oído:
—Trabajaré un poco más y me jubilaré. Tú, mi niña, serás mi sucesora. Sé que lo harás bien. Eres disciplinada, responsable…
Lucía no tuvo tiempo de agradecerle antes de que otra compañera llegara con sus felicitaciones.
Terminaron antes, despejaron la mesa más grande de la oficina, la cubrieron con un mantel de papel y sacaron todo lo que encontraron en la nevera. Para cuando empezó la fiesta, ya habían llegado el director y otros jefes de departamento, con un ramo de rosas y un regalo. El bullicio aumentó, y Lucía aprovechó para escabullirse.
—¿Adónde vas?—la alcanzó su amiga Ana en el pasillo—. Acabamos de sentarnos.
—Tengo que irme, mi padre está solo en casa.
—Quédate media hora, no le pasará nada—dijo Ana.
—No me convenzas. No le gusta que me retrase, se preocupa y le sube la tensión. A su edad, es peligroso.
—¿Qué edad tiene?
—Setenta y uno—susurró Lucía.
—¡Eso no es nada! A esa edad, algunos hombres hasta se enamoran y se casan…
—Ana, en serio, tengo que irme. Disculpa por mí.
Lucía se giró para marcharse, pero Ana la detuvo del brazo.
—Te has metido en una jaula. Eres joven, sin vida propia. ¿Es eso normal? ¿Tu padre no quiere que tengas familia? ¿Nietos?
—¿De qué nietos hablas? Ya tengo cuarenta y dos…
—¿Y qué? Te has rendido antes de tiempo. A este paso, vas a enterrar a tu padre antes que…—Ana se mordió la lengua al ver la mirada de Lucía—. Perdona, pero ¿quién te dirá la verdad si no soy yo? ¿Está enfermo?
—No, solo envejece, teme morir solo.
—No te entiendo, Lucía. Tu madre vivió para él. ¿Y dónde está ella ahora? Ahora tú…
—Basta. Es mi vida.
Se soltó y se apresuró hacia su despacho. Ana la miró con pena.
Afuera olía a primavera, la nieve casi había desaparecido, los árboles pronto brotarían… De camino a casa, Lucía entró en una tienda. Había cola en caja. Miró el reloj. Había salido antes, le quedaban diez minutos. Llegaría a tiempo.
En casa, hizo ruido al quitarse el abrigo para que su padre la oyera. Llevó la compra a la cocina y entró en el salón. Él estaba en el sofá, viendo la tele.
—Papá, ya estoy aquí. ¿Qué ves?
Por la tensión en su mirada, supo que estaba enfadado. ¿Cuándo no lo estaba?
—Papá, ¿cómo te sientes?—preguntó con paciencia.
—No tenías prisa por volver, claro. Siempre pensando en fiestas. Y yo aquí, con la presión por las nubes. Moriré solo y ni te enterarás.
—¿Qué fiestas? Solo me retrasé un momento, fui a comprar.
Sacó el tensiómetro y se acercó.
—Dame el brazo.
Él no se movió.
—No seas terco.
Al final, cedió. Lucía colocó el brazalete y empezó a bombear.
—No tienes nada, la tensión está perfecta.
—Tú no sabes medir. Yo noto que está alta—gruñó.
Sabía que no era joven, que necesitaba cuidados, que había trabajado duro en la construcción. Pero eso no justificaba estar todo el día en el sofá.
—¿Quieres que llame al médico mañana?
—¿Qué sabrán ellos? Pastillas y nada más.
Lucía guardó el tensiómetro y se fue a su habitación a cambiarse. Mientras cocinaba, mantuvo un diálogo mental con su padre.
*«Yo también necesito descansar. Paso el día frente a la pantalla, me duelen los ojos. Podría estar con mis compañeras, comiendo pastel y bebiendo vino. Me ofrecen un ascenso, y yo escapé. ¿Y si Marina se molesta?*
*Soy adulta, estoy harta de que me controles, de que critiques todo. Podrías ir al supermercado de al lado. Ana tiene razón, así voy a enfermar. No tengo fuerzas…»*
Se reprochó esos pensamientos. No estaba bien hablar así de su padre, aunque no la oyera. No sabía cómo sería ella a su edad. Quizá peor.
Su madre lo hacía todo: limpiar, cocinar, cargar bolsas pesadas. Él creía que eso no era cosa de hombres, menos con dos mujeres en casa. Aunque la segunda apenas era una niña.
No recordaba a su madre descansando. Siempre hacía algo: cocinaba, cosía, tejía… Lucía la ayudaba cuando creció.
—Lucía, sal a jugar. Cuando te cases, tendrás tiempo de trabajar—decía su madre.
Cuando llevó a casa a su prometido, Daniel, su padre lo escrutó y dijo que no toleraría holgazanes en su casa. Que todo lo había ganado con esfuerzo. Que no contara con el piso…
Daniel apenas aguantó. Dijo que no viviría con sus suegros. Tras la boda, alquilaron un piso. Lucía seguía yendo a casa de sus padres, ayudaba a su madre, que sufría de hipertensión.
Daniel la celaba, discutían. Cuando su madre murió de un derrame, Lucía empezó a ir todos los días. Daniel no lo soportó y se fue. Luego intentó volver, pero ella ya se había mudado con su padre.
Intentó rebelarse, pero siempre terminaba igual. Él fingía un infarto, pedía una ambulancia. Luego tenía que disculparse, avergonzada, porque él estaba perfectamente.
Si se retrasaba, él la recibía con reproches. Hombres la cortejaban, pero no osaba dejarlo ni llevar a nadie a casa. Así vivió, sin familia, sin hijos.
Después de cenar, fregó los platos y limpió el suelo. Vio barro fresco en los zapatos de su padre. Así que sí salía cuando ella no estaba. Pero no dijo nada.
Ana perdió la paciencia. Compró billetes y en junio se irían al sur. Nada de excusas.
—¿Y mi padre?—se alarmó Lucía.
—Está más sano que tú. Déjale comida, pide a una vecina que lo vigile. Solo serán diez días. Necesitas descansar.
Lucía no pudo negarse. Solo había estado en el sur al principio de su matrimonio.
La víspera del viaje, se lo dijo a su padre. Él empezó a insultarla, a gritar que quería que muriera. Por primera vez, lo interrumpió.
—Hasta las criadas tienen vacaciones. No morirás en diez días. He preparado comida. La vecina del tercero vendrá. Le dejaré las llaves, por si no abres. Y no finjas que te duele algo. Sé que sales.
Él parpadeó, sorprendido. Lucía se encerró hasta que Ana y su marido vinieron a buscarla.
En el tren, aún se preocupaba, pero al ver el mar, lo olvidó. En días, se bronceó, rejuveneció.
—¡Así sí! Los hombres no te quitan los ojos de encima.
—¿Dónde?—giró la cabeza yAl regresar a casa, encontró a su padre sonriendo junto a la vecina, quien le susurró al oído: “Por fin serás libre, cariño, y él también”.