**Felicidad en la palma de la mano**
Mirándome al espejo, veo un rostro alargado, una nariz grande y afilada, labios finos y unos ojos fríos, de un gris claro. Vaya suerte, nacer así de fea. Solo me gusta el pelo—negro y espeso. Lo llevo con un flequillo largo que me cubre casi los ojos.
“Eres igual que tu padre. Y él era guapo, si no, no me habría enamorado de él. Raíces vascas”, me consuela mi madre. “Cuando crezcas, entenderás que tienes una belleza peculiar. No todos la apreciarán, claro”.
No recuerdo a mi padre. Se fue antes de que cumpliera dos años. Pero sí recuerdo a tío Román, un hombre alegre y bromista, con la cara siempre sonrojada. Me lanzaba al aire y se reía. Siempre venía con caramelos, galletas o algún juguete barato. De pequeña, me encantaba subirme a sus rodillas y respirar su aroma. Mamá decía que olía a cigarros caros y coñac. Con él, ella parecía feliz. Aún hoy, ese olor me parece el de un hombre de verdad.
Cuando crecí, le pregunté por qué no se habían casado.
“Estaba casado. Tenía un hijo”. En su voz, incluso años después, se notaba la tristeza.
Luego llegó tío Víctor. Pero fui yo quien lo echó. Olía a calcetines sucios y gasolina. Era bajito, enclenque, con una nariz como una patata y el labio inferior caído, como si siempre tuviera la boca entreabierta. Las comisuras de sus ojos caídas le daban un aire melancólico. Rara vez sonreía. Siempre traía una botella de vino o vodka y una tableta de chocolate.
“¿Qué cena es completa sin vino? Para levantar el ánimo después de un día duro”, decía, al notar mi mirada de desagrado con solo doce años.
Mamá al principio bebía poco, pero luego se aficionó. Empezó a comprar ella misma la botella. Si tío Víctor no venía, bebía sola y lloraba en la cocina. Yo ya no era una niña—sabía que si seguía así, se arruinaría.
Un día, aprovechando que mamá no estaba, me senté junto a tío Víctor y le pregunté sin rodeos:
“Tío Víctor, ¿usted está casado?”
Se turbó, parpadeando rápido.
“¿Cómo lo sabes?”
“Váyase con su mujer ahora mismo”, le exigí con firmeza.
“¿Quién te crees que eres, mocosa? Vine a ver a tu madre, no a ti.”
“Pues entonces, también a mí. Y usted no me gusta. O se va, o se lo cuento todo a su esposa”, dije, frunciendo el ceño.
No supe si fue miedo o qué, pero nunca más lo vi. Mamá lloró, bebió y esperó.
“Basta. Si no dejas de beber, me iré de casa, ¿entendido?” La amenacé, arrebatándole la botella y tirándola por el fregadero.
Ella sollozó, me culpó de arruinar su vida, pero dejó el alcohol. Antes, con su pelo rojo brillante y su belleza, atraía a los hombres. Pero con los años, el encanto se desvaneció, su cabello se volvió fino y canoso. Los hombres dejaron de venir, para mi alivio.
Tras la secundaria, entré en la facultad de educación.
“Con tu físico, es lo ideal”, me dijo mi madre con rencor una vez.
Conocí a Daniel en un festival estudiantil. Empezó a cortejarme enseguida. Con él me sentía cómoda, segura. No me apuraba, ni siquiera intentó besarme al principio. Me acostumbré a tenerlo siempre cerca.
En segundo año, tímidamente, me propuso matrimonio. Le dije que era pronto, que éramos estudiantes, ¿de qué viviríamos?
“Tonterías. Con tu físico y carácter, te costará encontrar marido. Acepta, o te quedarás para vestir santos”, suspiraba mamá. “Es tranquilo, no bebe, de buena familia… ¿Qué más quieres? No seas tonta.”
Y accedí. Tras una boda modesta, nos mudamos a su pequeño piso: cocina diminuta, pasillo estrecho y paredes finas. Su padre había muerto de un infarto dos años atrás, y Daniel no quería dejar sola a su madre.
De noche, no podía relajarme, sabiendo que su madre dormía al otro lado de la pared, escuchando todo. Así que lo hacíamos rápido y en silencio. Ni pensaba en tener hijos así. Por las mañanas, evitaba su mirada.
En la cocina, su madre mandaba. Si intentaba ayudar, decía que no había espacio, que ya tendría tiempo de cocinar, que ahora no estorbara. Ella disfrutaba cuidando de su hijo y de mí.
El dinero no alcanzaba. Con dos becas y la pensión de su madre, era imposible. Daniel empezó a trabajar como vigilante nocturno en un almacén, dos noches sí, dos no. A mí me parecía bien. Soñaba con ir a Madrid al terminar la carrera, como muchos. Pero él se negó. No quería dejar a su madre.
Incluso cuando ella se iba unos días, seguíamos con nuestra rutina—rápido y en silencio.
“Pidamos un piso a pagar”, le rogaba. “Puedes visitar a tu madre cada día, pero vivamos solos.”
“¿Y entregar todo el sueldo? ¿Con qué viviríamos? Aguanta un poco más.”
Una vez, el colegio donde trabajaba me envió a un congreso en Barcelona. Me alegré de escapar de las clases, de Daniel, del piso… Había pocos hombres en el evento, y las mujeres competían por su atención. Destacaba especialmente el guapo Adrián Mendoza. Las demás se estiraban como resortes, arreglándose el pelo y sonriendo forzadamente. Yo, de las más jóvenes, me reía de sus tácticas.
Un día, aburrida de una ponencia, salí al hall. Adrián me siguió.
“Aburrido, ¿verdad? Vamos a dar una vuelta. No puedes irte sin ver la ciudad.”
Acepté. Era abril, el aire fresco, el mar agitado. El sol se filtraba entre nubes grises.
“El tiempo aquí cambia como el humor de una mujer”, dijo él, con un cliché.
No volvimos al congreso ese día. Recorrimos Barcelona en su coche. Y allí, en un callejón, pasó todo. Fue incómodo, apretado, pero ya estaba acostumbrada. Esa noche me quedé en su piso.
A la mañana siguiente, entramos tarde al salón. “¿No encontró nada mejor que esta nariguda?” leí en las miradas de las otras.
Al terminar el congreso, me quedé unos días más con Adrián. Llamé a casa, dije que tenía gripe, tosí para hacerlo creíble.
“Deja ese infierno. ¿Qué te ata ahí? Si tuvieras hijos… pero así… ¿Para qué?” me decía, cuando le conté mi matrimonio.
Él también estuvo casado, poco tiempo. Tras el divorcio, su ex se fue a Alemania con su hija.
“¿Por qué yo?” le pregunté.
“¿Por qué no? Eres diferente. Las demás son un manual de normas aburridas. Deberías actuar.”
“Necesito pensarlo”, le dije.
En el viaje de vuelta, dudé. Al llegar al piso, me arrepentí. Daniel no hizo preguntas. Esa noche temí que quisiera intimidad, pero se fue a trabajar. Y por fin dormí.
Recordando el piso amplio de Adrián, volví a hablar de la hipoteca. Daniel volvió a pedir paciencia.
“No aguanto más. Somos como hermanos. Nunca tendremos nuestro piso. Ni hijos en estas condiciones.”
“Lo esperaba. No te culpo. Has vuelto distinta”, dijo él con calma.Al final, comprendí que la verdadera felicidad no estaba en huir, sino en construir con paciencia y amor lo que ya tenía a mi lado.