La familia quedó desolada sin previo aviso: decidió divorciarse sin que su esposa lo supiera.

La familia quedó devastada de forma inesperada y sin previo aviso: él decidió divorciarse sin que su esposa lo supiera.

Grigorio se marchó de la manera más fría, sin decir palabra, sin avisar a su esposa de sus planes. Al volver a casa, como de costumbre, Leonor vio el perchero del pasillo vacío y los armarios despojados de sus cosas. Caminó por el piso aturdida, perdida entre las sombras de lo que alguna vez fue su vida. La desaparición de su marido fue un mazazo, un golpe tan repentino que no supo cómo reaccionar. Tras cambiarse de ropa, Leonor calentó una sopa y comió en silencio, entre recuerdos y una sonrisa amarga que se dibujó en sus labios. *”Ah… Grigorio, ¡parece que nunca te conocí en realidad! ¡Menudo marido me has dado, no hay palabra que valga!”*, pensó mientras fregaba los platos, el agua caliente quemándole las manos como su propia rabia.

Casi treinta años juntos en un piso de Vallecas. Su único hijo, Santiago, había crecido, se había casado y se mudó a Barcelona. *”Santi se fue, la casa quedó vacía, solo faltaba que tu Grigorio decidiera emprender sus propias aventuras”*, le advirtió su vieja amiga Rosario, siempre tan pesimista. Leonor se rió entonces con despreocupación: *”¡Ay, Rosario, qué exagerada eres! ¿Tan mal lo ves? ¿O será que yo no te conozco en realidad?”*.

*”No es para que te rías”*, se ofendió Rosario. *”Conozco mil historias así. Los hijos se van, el marido empieza a mirar alrededor, y la mujer se queda sola, como un mueble viejo.”* Leonor volvió a reírse: *”Tú, Rosario, siempre igual desde que éramos niñas. Si no hubiéramos compartido pupitre, ¿crees que aguantaría tus sermones?”*.

Tras la partida de Santiago, la pareja empezó a pasar más tiempo juntos. Iban al cine, paseaban por el parque, visitaban una pequeña huerta en las afueras, invitaban a amigos y asaban carne los fines de semana. Era agradable, tranquilo. Parecía que la vida les ofrecía un nuevo capítulo, lleno de alegría y confianza en el futuro. Grigorio cumplió cincuenta y seis, Leonor frisaba los cincuenta y cinco. Podían disfrutar, envejecer juntos, visitar a su hijo, esperar nietos.

*”Qué raro que tu Santiago no tenga prisa…”*, comentó Rosario cuando los Martínez volvieron de Barcelona y Leonor mencionó que los recién casados vivían felices. *”Rosario, Rosario, ¿no puedes alegrarte por los demás? Siempre tienes que meter cuchara.”*

*”¿Y qué? ¿Acaso miento? Llevan tres años casados y siguen solos”*, insistió Rosario. *”Quieren conocerse, explorar el mundo. Hoy en día no se piensa en hijos como en nuestra época”*, suspiró Leonor.

Un año y medio después, Santiago y su esposa tuvieron gemelos: un niño y una niña. Sofía y Adrián. Los niños eran hermosos, sanos, un verdadero consuelo para la mirada. Cada noche, el móvil de Leonor sonaba con videollamadas llenas de pañales y risas. Cuando los pequeños cumplieron ocho meses, más fuertes y despiertos, Leonor y Grigorio volaron a Barcelona para sostener en brazos a sus nietos por primera vez.

*”¡Son preciosos!”*, se emocionó Leonor, mostrando fotos a Rosario. *”Mira, Sofía se parece tanto a Santiago. ¡Y Adrián es el vivo retrato de su madre!”* *”¡Bah, *parecidos*!”*, resopló Rosario. *”Son muy pequeños para parecerse a nadie. Cuando empiecen a caminar, a hablar, entonces ya veremos.”* *”¿Por qué tienes que ser tan agria? Si no quieres verlos, no los mires”*, dijo Leonor, guardando las fotas en un cajón para luego ordenarlas en álbumes. A ella le gustaba el papel, lo tangible, imprimir las mejores imágenes de entre el mar digital.

Rosario vivía sola por decisión propia, así lo decía siempre. Toda su vida tuvo amantes, casi siempre hombres casados. *”Con un casado no hay compromiso, solo lo justo: a su mujer, la casa y la comida; a mí, atención y pasión”*, solía declamar con orgullo cínico.

Heredó de su abuela un acogedor estudio con balcón cerca del metro. Rosario huyó del control de sus padres en cuanto pudo. *”¡Quiero vivir como me dé la gana!”*, anunció, y así lo hizo. Tras mudarse, se tiñó el pelo de rojo intenso, compró un pintalabios escarlata y sus primeros tacones altos. *”Ven, Leonor, te invito a mi fiesta de inauguración. Vendrán hombres que te dejarán boquiabierta.”*

Fue en esa fiesta donde Leonor conoció a Grigorio y, poco después, se casó con él. *”¡Pero qué aburrida te has vuelto!”*, dijo Rosario al recibir la invitación de boda. *”¡El primer hombre que conoces y ya te casas! ¿Nada de comparar? ¿Nada de pensar? No soporto lo predecible que eres.”* Pero Leonor creía firmemente en su Grigorio. Estaba segura de que eran pareja para toda la vida.

Y durante muchos años, así fue. Hasta que, de repente…

*”Rosario, ¿estás ahí?”*, llamó Leonor, la voz quebrada. *”Grigorio se ha ido. Se ha marchado del todo, con sus cosas… No dijo nada, no dejó nota, el móvil no responde.”* *”¿Has estado de vacaciones últimamente?”*, preguntó Rosario, inesperadamente. *”¿De vacaciones? ¡Rosario, ¿es que no me escuchas? Grigorio me ha dejado! ¿Qué tienen que ver las vacaciones?”* *”Haz las maletas, Leonor. Nos vamos a Italia. Tengo una tía allí, ¿recuerdas?”* Leonor guardó silencio, reflexionó un momento y asintió. *”Tienes razón, Rosario. Vámonos a Italia.”*

En Italia, donde la hospitalidad es tan intensa que una vez que la pruebas, nunca la olvidas. La tía de Rosario, la hermosa Ana, se casó en su juventud con un italiano, Matteo, y se mudó con él a Florencia. Uno tras otro, nacieron cuatro hijos, cada cual más guapo que el anterior. Los chicos crecieron, se casaron, tuvieron hijos, luego nietos, y la familia se volvió enorme, ruidosa y alegre. Y en medio de ese bullicio lleno de amor, llegaron Rosario y Leonor a descansar.

La idea del viaje fue tan acertada que, en solo un par de días, Leonor dejó de torturarse buscando razones por las que Grigorio se había ido.

*”Es tan simple como dos más dos”*, pensó, sentada en el patio, respirando los aromas de la comida casera. *”Se enamoró de otra, pero no tuvo valor para decírmelo. Y no fue por mí. Así es la vida, y punto.”*

*”Bébete esto”*, dijo Rosario, colocando ante ella un vaso de zumo de granada recién exprimido. *”¿Qué te pasa con la cara?”*, preguntó, observándola con atención. *”¿Qué le pasa?”*, respondió Leonor, confundida, mientras bebía un sorbo del líquido dulce y ácido a la vez.

*”Tu cara… Parece más relajada, más joven.”* En Florencia, una ciudad imposible de no amar, Leonor conoció a David. El hombre había venido a visitar a uno de los primos de Rosario. Pasaron horas alrededor de una mesa de madera en el jardín, bebiendo vino espeso, comiendo queso casero y fruta, cantando canciones italianas con voces desafinadas pero llenas de alma.

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La familia quedó desolada sin previo aviso: decidió divorciarse sin que su esposa lo supiera.