Juana llegó a casa después de un día agotador de trabajo y supo al instante que había visitas. El piso olía ajeno, la televisión murmuraba en la cocina y se oían voces bajas. Respiró hondo y lo entendió: de nuevo, su suegra. Vera Estebanovna. Siempre aparecía sin avisar, como si fuera su casa. Juana colgó el abrigo, se quitó los zapatos y, justo cuando iba a entrar en la cocina, escuchó su nombre. Se quedó helada. La voz de su suegra era dura, casi cruel:
—Romerito, deberías pensar bien quién tienes a tu lado. Ella… no es la que necesitas. Se nota a la legua…
Juana se paralizó, la mano aún en el pomo de la puerta. El pecho se le encogió. Vera Estebanovna hablaba de ella. La estaba juzgando con su hijo—criticando, desmenuzándola como si fuera mercancía en un mercado. Y Román… callaba. No la defendía.
Juana escuchó y recordó: alguna vez creyó que su familia era un regalo del destino. Amables, cariñosos, sinceros. Nada que ver con los suyos. En su casa, cada comida terminaba en gritos, rencores y comentarios malintencionados. Donde tras cada sonrisa había veneno. Ayuda, jamás. Solo reproches sobre quién debía qué a quién.
Había crecido en un hogar donde nadie se apoyaba. Donde su madre soltaba con sorna: «¿Que pide ayuda para reformar? Dale las gracias por no exigirte también que le cambies las ventanas gratis». Donde su hermana siempre «caía enferma» cuando le pedían que cuidara de Juana de pequeña.
Cuando conoció a la familia de Román, le pareció una farsa. Demasiado luminoso todo: sonrisas, abrazos, palabras cálidas. Demasiado ajeno para ella. Esperó que, en algún momento, esa amabilidad se desvaneciera. Que a sus espaldas murmuraran: «¿Qué ves en ella, Romerito?».
Pero no ocurrió. Ni la primera, ni la décima, ni la centésima vez. Empezó a acostumbrarse. A creer. Pero, aún así, algo dentro le susurraba: «No les gusto. Soy una intrusa».
La madre de Juana también recibía a Román con sonrisas, pero en cuanto salía, soltaba:
—Demasiado flaco. Con ese no vas ni a la esquina. Y aburrido, con perdón.
Juana se enfadaba, pero ya no tenía fuerzas para discutir. Solo una vez escuchó a la madre de Román decirle a su hijo:
—Juana es buena. No la pierdas. Has tenido suerte con ella.
Esas palabras le dieron vuelta el alma. Lloró. Ni su propia madre había hablado así de ella…
Cuando Román ayudó a su padre a construir un cobertizo en la parcela, Juana protestó: «¡Es nuestro único día libre!».
—Me lo pidió, y le ayudo. Él hará lo mismo cuando lo necesite.
Y así fue. Cuando se fue la luz en su piso, el padre de Román llegó después del turno y lo arregló sin quejas. Solo porque «somos familia».
Juana aprendió. Le costó. Toda la vida le habían enseñado: «Cada uno a lo suyo». Pero esto era distinto. Un mundo donde ayudar no era una carga, sino una forma de querer.
Se casaron. Los suyos colaboraron con la boda: con dinero y trabajo. Los padres de Juana dieron «para el regalo» y dijeron: «Sois adultos, apañaos».
Juana sabía que quizá tenían razón, pero le dolía.
Ahorraron para un viaje a Italia. Casi lo tenían todo reunido. Y entonces, el desastre. La hermana de Román tuvo un accidente. El coche, inservible. El seguro no cubría nada. Ella estaba bien, y eso era lo importante. Pero sin coche no podía trabajar. Un niño pequeño, un trabajo sobre ruedas.
—Hagamos un fondo—dijo Román. —Le compramos algo decente.
—¿Y las vacaciones? —susurró Juana.
—Pueden esperar.
Calló. Por dentro ardía. No quería esto. Quería Italia, el mar, silencio—algo solo para ellos. Pero asintió.
Su madre estalló en cólera:
—¿Te has vuelto loca? ¡Ahorrabais para vosotros y ahora le compráis un coche a ella! ¡Son sus problemas! ¿Tan tonta eres?
De nuevo, Juana calló. Estaba enfadada, sí. Pero sabía que en esa familia no se hacía de otra manera. Allí se ayudaba. Y si quería ser parte de ellos, debía aceptarlo.
La hermana de Román les dio las gracias en persona. «Os lo devolveré cuando pueda». Pero Román y sus padres le quitaron importancia: «No hace falta». Juana asintió con ellos. Aunque no lo entendía del todo.
Pasó el tiempo. Al final, fueron a Italia. Luego a Francia, a España. Y después, el embarazo. Nació Maxi.
Y al año, el diagnóstico terrible. Un tratamiento caro, la sanidad pública no lo cubría todo. Pusieron su piso a la venta—y aún faltaba dinero.
Juana acudió a su madre. La respuesta fue inmediata:
—No vamos a vender el piso. Necesitamos espacio. Pídele a tus parientes, os daremos algo. Pero el piso no.
Y entonces Román irrumpió en casa gritando:
—¡Han accedido! Mi hermana se muda con mis padres. Venderá su piso. ¡Y la parcela también! ¡Salvaremos a nuestro hijo!
Juana no podía respirar. Aturdida, llamó a la hermana de Román, balbuceó algo sobre agradecimiento. Ella solo dijo:
—Somos familia. Cuando se trata de una vida, no hay elección.
A Maxi le hicieron el tratamiento. Se recuperó. Y ellos, en un piso alquilado, eran felices.
Su madre no daba crédito:
—¿Regalar su casa? ¿Para un sobrino? ¡Vaya santas…!
—Yo soy feliz, mamá. Porque ahora tengo una familia de verdad. No como la nuestra. Sin rencor, sin puñaladas. Donde el cariño es real. Y no quiero volver a lo que conocí. Allí no tengo sitio.
Su madre se ofendió. Pero a Juana ya no le importaba.
Incluso años después, sentía vergüenza. Por aquel primer enfado, por el resentimiento cuando juntaron dinero para el coche. Pero ahora sabía: en una familia verdadera, la bondad no se acaba. Da vueltas. Y cuando te toca, das sin condiciones. Sin reproches.
Porque tener a tu espalda gente que no te falla vale más que el dinero. Más que los pisos. Más incluso que Italia.