La familia que elegimos

Clara recorrió por última vez la huerta. Los tiestos esperaban como testigos mudos, las vides se retorcían bajo el calor. Las trenzas de Soledad y de Estrella estaban bien atadas, Hugo no escondía las manotas sucias de tierra. Su madre política, Juana, estaba sentada en la mecedora del porche, envuelta en un abrigo que no le quitaba ni el fresco de Extremadura. Antonio llamó por la mañana con la voz rara, como si le hubieran cortado las cuerdas: le decía que vendría con una sorpresa. Con un camión de cajas, quizás. O con un clarinete, imaginó Clara, por eso salió corriendo del ayuntamiento con el teléfono en la mano. Sabía que ya no llevaban más de sesenta días sin verse.
—¡Antonio, cómo puedes abandonarnos así!? —le varó su amigo, el alcalde, con la barba negra que olía a tabaco seco—. La viña está chica, los niños a la cuesta, y tú por ahí buscando milagros.
—Es que Clara, si no vendo trigo, ¿que hago? —la miró con los ojos de un hombre que ya había decidido no comer.
—Pareces un pobre —dijo ella, llorando con una sonrisa—. ¿Y si nos vamos también?
—Clara, de verdad, si dejamos Extremadura, no quedará un euro para los libros de enseñanza. Además, si te vas, las uvas se marchitarán. лучше один в поле…
Pero Clara entendía a su marido: el campo no le daba para más, y el dinero para los pergaminos escolares, para el segundo apellido de Soledad. Al final lo dejó ir.
La primera transferencia llegó con un为主题的 de otoño. Clara se puso el vestido de boda, aunque ya fuera más que usado. No era para enseñar belleza, sino para decirle a todo el pueblo: “Veo los billetes, miren por donde vayan”. Solo que los rumores habían andado antes. dijo la vecina al otro día en la feria: “Ahí va Clara, con ese marido que la dejó plantada, claro que no tiene pasta”. Clara pagó la transferencia al mediodía, cuando cien abuelos también iban a la oficina de correos. Todos la miraron. Y ella les sonrió, con la bilirrubina alta y los ojos fiebres.
Ahora estaban sus músculos tensos, preparados para recibirlo. Le había pedido a Juana que encendiera la chimenea, no por el frío, sino por el aroma de las resinas. Aunque estaban los niños en la habitación.
—¿Y qué sorpresa trae el borrico del campo? —Juana se burlaba con su andar lento, apoyada en la muleta de madera—. ¡Vaya, vaya! El hombre perdido vuelve a casa.
—Juana, no digas eso, Antonio sí que trabaja.
—Clara, ya veo trabajo el tuyo, el de siempre, con el hacha de cortar leña. Y este Antonio… quien sabe a qué se le da, ¿a escribir cuentos?
Clara suspiró. Juana tenía razón en parte. Antonio se había convertido en un viajero, se iba a la ciudad con un bolso, y regresaba con los ojos húmedos. Clara lo perdonaba, porque su marido, al menos, traía euros.
—¡Mamá! ¡Mira! —gritó Hugo, señalando el camino.
Clara se asomó al espejo de la cómoda. Se ajustó el vestido, el que tanto había usado para la navidad. Debía parecer hermosa, no solo para Antonio, sino para los vecinos que se asomaban a las ventanas.
Pero fue como si el mundo se detuviera. Antonio estaba ahí, con una mujer colgada del codo. Alta como un sauce, pelo rubio salado, ojos de pesadilla. Clara sintió que el suelo se le sacudía.
—¡Hola! —la desconocida saludó con la voz de una reina—. Soy Antonia, la esposa.
Clara no entendía. Las palabras salieron rodando:
—¿Y por qué dejas a nuestra casa esta mujer aquí? ¿Y mis hijos?
Antonio bajó la mirada, como un animal herido.
—Juana —llamó—, por favor, no te hagas la dormida. Hablemos en el comedor.
Pero Juana se levantó, con sus pesadas piernas, y gritó:
—¡Más bien vete, Antonio, y no vuelvas nunca!
Toda la plaza estalló en gritos. Antonia le susurró algo al oído a Antonio, algo sobre los euros, sobre el terreno, sobre el contrato. Pero Clara ya estaba dentro de la noche.
Antonio se fue con la tía Antonia, con sus tacones que parecían cuernos y el sombrero de atrezzo. Clara se lanzó al sillón y lloró como si ahora fuera una viuda de guerra. Los niños la rodearon.
—No llores, mamá.
Clara pensó que todo no podía ser peor. Pero al otro día, dos automóviles negros llegaron a las nueve de la mañana. Dos hombres con trajes de color tierra salieron, uno de cincuenta años, otro con la barba negra.
—¿Clara Fernández? —preguntó el más alto.
—Hablo yo.
El hombre mostró un contrato, un papel con el sello del abogado, aunque Clara no sabía leer.
—El dueño de la casa, Antonio Delgado, ha vendido todo. Destiny nueva familia vendrá mañana. Ustedes deben marcharse.
La plaza entera se reunió, como si fuera un teatro.
—¡Cómo se atreve! —gritó Juana.
—Señoras —dijo el policía que llegó tarde—, todo está en orden. El contrato es válido.
Clara se quedó con un papelito en la mano, un inventario de lo que se debía dejar. Muebles, libros, y hasta el reloj. El ruido de los vecinos se mezcló con el viento. Clara sintió el peso de la chimenea quemada.
Pero pasaron cosas. Juana, con sus heridas, decidió acompañarla a su vieja casa, la de tres patios con una escalera de madera rota. Allí la encontró Clara, la viuda, con sus ojos de campo y su pelo cano.
—Voy a cuidar de vosotros —dijo Juana, ofreciendo pan recién hecho—. Yo sé hacer pan, Clara. Tú ya no necesitas a ese Antonio.
Así vivieron un año, con las enfrentadas que se hicieron amigas, con los niños que aprendieron a saltar y a leer. La viña no se perdió, pero el corredor principal había geschlossen.
Hasta que un día Hugo gritó:
—¡Mira, mamá!
Clara vio a Antonio, con su rostro, su pelo rizado, pero con el alma derrotada. Traía un maletón y la espalda curvada. No venía a pedir perdón, sino a suplicar un lugar para dormir. Clara lo recibió con una escoba en la mano, como si fuera una varita mágica.
—Toma —le dijo—. Si quieres a tus hijos, empieza por limpiar el corredor.
Antonio salió corriendo, con los pasos pesados y las llamas del pueblo tras él. Clara cerró la puerta y no abrió más.
—¿Por qué no comer un pastel? —preguntó Juana, con una sonrisa.
Y así, en aquel corredor con luz de sol, Clara y su familia, con el amor recién nacido, se olvidaron del campo, del dinero y de los camiones. La vida, después de todo, era un pastel, y Clara lo había horneado ella sola.

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