Oye, hemos pensado que, para qué vais a tener la casa del pueblo cerrada en vacaciones. Nos vamos allí con los niños en Navidades. Ese aire puro, la colina al lado, hasta podemos encender la chimenea. Tú, Marisa, siempre estás trabajando y a Nacho le vendría bien desconectar, pero dice que lo que quiere es dormir sin que le molesten. Así que venga, déjanos las llaves, mañana por la mañana nos pasamos.
Isabel, la cuñada de Marisa, hablaba tan alto y con ese tono mandón que a Marisa le tocó apartar el móvil de la oreja. Se encontraba en medio de la cocina, secando un plato, intentando procesar lo que acababa de oír. Lo de los abusos de la familia política hacía tiempo que era motivo de mofa entre sus amigas, pero algo así no se lo esperaba.
Espera un momento, Isa dijo Marisa despacio, esforzándose porque no le saliera la mala leche en la voz. ¿Eso cómo que lo habéis decidido? ¿Quién lo ha decidido? Que la casa del pueblo no es una casa rural ni un campamento. Es la casa de Nacho y mía. Y, de hecho, pensábamos ir nosotros estos días.
¡Bah, no empieces! respondió Isabel rápidamente y Marisa la escuchó mascar algo. Que sí, que Nacho le contó a su madre que os quedabais en Madrid, todo el día tirados en el sofá. Si total la casa tiene dos plantas, sobra espacio. No molestamos y si de casualidad venís, pues estupendo, pero mejor que no: nuestra cuadrilla es ruidosa, Guille traerá a los amigos, un poco de barbacoa, música Que tú, con tus libros, seguro te aburres.
Marisa notó cómo le subía la sangre a la cara. Se imaginó la estampa: la pandilla de Guille, ese marido de Isabel enamorado del reguetón y del vino de cartón, sus dos hijos adolescentes que no conocen la palabra prohibido, y su pobre casita de la sierra, en la que Marisa ha invertido el corazón y todos sus ahorros estos últimos cinco años.
No, Isa. dijo Marisa muy seria. No te doy las llaves. No está la casa para tanta gente, hay que saber cómo manejar el termo, el desagüe es delicado. Y no quiero líos ni fiestas ajenas en mi casa.
¿Ajenas? ¡Pero si somos de la familia! gritó su cuñada, dejando por fin de mascar. Hermanos, sobrinos Mira que eres seca, siempre con los números en la cabeza. Ya verás lo que le digo a tu suegra, que te vea la cara de amargada que tienes.
Colgó con un portazo telefónico. Marisa dejó el móvil encima de la mesa, con las manos temblando. Sabía que era el principio de una guerra. En breve aparecería la artillería pesada en forma de su suegra, Carmen, y empezaría el asedio formal.
Nacho cruzó la cocina un minuto después, sonriendo como pidiendo perdón. Por supuesto, había escuchado la conversación, pero prefirió esperar fuera, con la esperanza de que Marisa lidiara sola con aquello.
Mari, ¿no has sido un poco brusca? preguntó, buscando abrazarle los hombros. Isabel sabrá ser un poco petarda, pero es familia. Van a pensar que les odias.
Marisa le apartó la mano y le miró con una mezcla de cansancio y determinación que Nacho supo entender enseguida.
¿Te acuerdas del abril pasado, Nacho? le preguntó en voz baja.
Nacho frunció el ceño, incómodo.
Bueno, sí, lo recuerdo
¿Lo recuerdas? Vinieron para hacer una barbacoa rápida. Resultado: el manzano de mi padre, roto. Quemaduras en la alfombra del salón y la estuve fregando una semana, pero las marcas siguen. Platos para fregar acumulados, y tu hermana diciendo: Para eso tienes lavavajillas, y ni lo encendieron, solo lo llenaron con restos. El filtro, atascado. ¿Y la jarrón de cristal roto? ¿Y los lirios aplastados?
Eran los niños Jugaban susurró Nacho, mirando el suelo.
¿Niños? Tu sobrino tiene quince años, Nacho, la sobrina, trece. No son bebés. Saben perfectamente lo que hacen. Me pusieron la sauna a todo trapo y no abrieron la trampilla. ¡Casi incendiamos la casa! ¿De verdad quieres dejarles la casa solos? ¿En pleno enero?
Isabel prometió comportarse Guille dice que estará vigilando
Guille sólo estará pendiente de que no se le acabe el vino soltó Marisa. No, Nacho. Ya lo he decidido. Es mi casa, también legalmente. Todo lo que herede de la abuela lo metí ahí. Hasta el último céntimo. Nadie va a convertirla en una pocilga.
La velada transcurrió en silencio tirante. Nacho encendió la tele, la apagó y se refugió en el dormitorio. Marisa recordaba, taza de té frío en mano, todos los días de obra y sacrificios para levantar esa casa.
No era una simple casa de campo, era su refugio. Un caserón viejo que heredó de sus padres y que orgullo reformaron entre los dos. Se privó de estrenar ropa, de vacaciones, de todo para poder dejarlo a su gusto. Habían lijado personalmente las vigas, pintado las paredes, cosido las cortinas, elegido azulejos para la chimenea. Aquella casa era su pequeño santuario de paz, mientras que la familia política lo veía solo como un chollo rural.
Al día siguiente, sábado, sonó el timbre de la puerta. Marisa miró por la mirilla y suspiró. Era Carmen, su suegra, emperifollada: abrigo de visón, labios granates y una bolsa enorme de la que sobresalía una merluza envuelta en papel.
¡Abre, Marisa, que tengo que hablar contigo! retumbó la voz de la suegra, entrando en el piso con aire de reina madre.
Nacho asomó con cara de susto.
¡Mamá! ¿Pero podías avisar?
¿Desde cuándo se pide cita para ver a un hijo? snifó Carmen, soltando el abrigo en los brazos de Nacho. Pon el agua para el té. Y dámelo fuerte, que el corazón me duele por vuestra culpa.
En la cocina, Carmen ocupó la mesa como si presidiera un tribunal. Marisa sirvió té y pastel sin pronunciar palabra.
Venga, cuéntame por qué mi Isita te molesta ahora, ¡si es tu familia! La casa está vacía, tienen obra en la suya, el polvo, los niños no pueden ni respirar. ¿Te cuesta tanto dejarles las llaves del chalé si vosotros ni vais a estar?
Carmen, hija respondió Marisa mirándole a los ojos. A ver, que ni chalé ni nada de lujo, solo una casa que da mucho trabajo. Y lo de la obra, llevan con ella cinco años. No van a instalarse por eso. Y no solo no he olvidado la última vez; todavía huelo el tabaco en las cortinas, después de pedir por favor que no fumaran.
Exageras, mujer. Se ventila y ya está. Das demasiada importancia a las cosas. ¡Parece mentira! Con lo generosos que hemos criado a Nacho y tú lo conviertes en un agarrado. Que sepas que esa casa al cementerio no la podrás llevar.
Mamá, Marisa ha puesto mucho esfuerzo intentó Nacho con voz pequeña.
¡Calla tú! cortó Carmen. Y tú, Marisa, no te lo consiento. Mi hija Isabel y tus sobrinos van a pasar las fiestas como cualquier familia decente. Guille tiene el cumpleaños el tres de enero, cuarenta y cinco que cumple, quieren celebrar en el campo, ya han comprado carne, han invitado gente. ¿Ahora qué hacemos? ¿Quedar mal delante de todos?
Carmen, no es mi problema que hayan invitado a gente a una casa que no es suya ni han pedido permiso afirmó Marisa. Eso se llama tener mucha cara, Carmen.
La suegra se puso morada. No estaba acostumbrada a que le llevaran la contraria, mucho menos Marisa, siempre tan pausada.
¡Mucha cara! hizo el gesto de llevarse la mano al corazón. Mira cómo me paga la nuera a la que traté como hija. ¡Nacho! Si no das ahora mismo las llaves, maldigo esta casa, y no vuelvo a pisarla.
Si nunca te gusta venir, que ni te gustan las plantas soltó Marisa, incapaz de callar.
¡Serás ingrata! Carmen de un salto tiró la silla al levantarse. ¡Nacho, dame las llaves! Se las paso a Isabel. ¿Eres el hombre de la casa o qué?
Nacho, acorralado, miró a una y otra. Tenía miedo de enfadar a su madre de toda la vida, pero quería a Marisa y la casita de la sierra también era suya. Recordaba el porche que tuvo que reparar desde la última invasión familiar.
Mamá, las llaves las tiene Marisa balbuceó. De hecho, puede que vayamos nosotros estos días.
¡Mentira! soltó su madre, muy digna. Escuchadme: Isabel vendrá mañana por la mañana. Quiero las llaves en la mesa. Y explícale cómo va el termo. Si no, Nacho, tú y yo hemos terminado. Y tú dijo, señalando a su nuera, te acordarás del día de hoy. El mundo es un pañuelo.
Carmen se marchó como una emperatriz cabreada. Se hizo el silencio, solo se oía el segundero del reloj del salón.
¿No las vas a dar, verdad? susurró Nacho media hora después.
No, Nacho. Y además, ¿sabes qué? Mañana madrugamos y nos vamos nosotros. Si no nos adelantamos, se te cuelan por la ventana si hace falta. Si estamos dentro, no les quedará otra que irse.
Esto es una guerra.
Es defender nuestro territorio, Nacho. Haz la maleta.
Salieron de Madrid de madrugada, con las luces navideñas vacías en las calles. El ánimo, poco festivo. Nacho nervioso, Marisa le dejó el móvil en modo avión.
El viaje les llevó poco más de una hora. Al llegar al pueblo, lo encontraron cubierto de nieve. Su casita con tejado nevado, una monada de postal. Marisa respiró aliviada. Allí nadie les podía asediar.
Encendieron la chimenea, conectaron los radiadores, sacaron los adornos navideños de la despensa. A mediodía olía a pino y mandarina. Nacho paleaba la nieve, por fin relajado, y Marisa lo miraba desde la ventana, sabiendo que eso era lo que ambos necesitaban.
Pero a las tres de la tarde el escándalo.
Sonó el claxon a la puerta. Marisa miró asustada. Dos coches. El todoterreno de Guille, otro coche desconocido. Bajaban en tropel: Isabel de chaquetón chillón, Guille medio desabrochado, los dos chicos, una pareja desconocida con un perro enorme un mastín sin bozal y Carmen al mando de la expedición.
Nacho se quedó pálido, pala en mano.
¡Venga, abrid, que llegamos helados! gritó Guille, la voz retumbando por el valle.
Marisa se puso la cazadora, calzó las botas y salió al porche. Nacho estaba junto a la verja, dudando si abrir.
Nacho, que nos estamos congelando, ¡abre ya! gritaba Isabel, sacudiendo la verja. Marisa, ¿qué pasa? ¡Sorpresa! Ahora que estáis, mejor aún, ¡lo celebramos todos juntos!
Marisa se giró hacia su marido, le apoyó la mano en el hombro y, en voz firme, exclamó:
Buenas No esperábamos visitas.
¡No me seas estirada! rió Guille desde fuera, con un tufo a alcohol que pasaba la verja. ¡Sorpresa! Trajimos carne, una caja de vino, hasta vino Julián con su mujer y el perro, que es majísimo. Venga, Nacho, déjanos pasar.
¿Perro? Marisa vio al mastín levantar la pata en su tejo favorito, el que había cubierto para el invierno. ¡Quitad al perro de los árboles!
Bah, si es un árbol se rió Isabel. Abre ya. Los chicos están meándose.
En la gasolinera hay baño, a cinco kilómetros pronunció Marisa, marcando cada sílaba. Ya os dije que la casa está ocupada. No tenemos sitio para diez personas y un perro.
Silencio. Nadie se lo esperaba. Su táctica era siempre presentarse, por la fuerza, total, ya estamos aquí.
¿No nos vas a dejar pasar? lloriqueó Carmen. ¿A tu madre vas a dejarla en la nieve? ¡Nacho, dile algo!
Nacho suplicante miró a Marisa.
Mari, ya que han venido no sé, ¿vas a dejarles fuera?
Eso mismo, Nacho respondió Marisa, como una roca. Si abres, en una hora hay fiesta, el perro destrozará el jardín, el salón lleno de humo, y tú corriendo al super por vino. ¿Eso quieres? ¿O prefieres un año nuevo tranquilo, conmigo? Decide, ahora.
Nacho miró a su familia en la verja. Guille ya le pegaba patadas a las ruedas, Isabel chillaba desalmada, los niños tiraban bolas de nieve a la ventana, Carmen parecía una escultura en el todoterreno.
Y entonces, Nacho se acordó. De los tres días arreglando el columpio, de la vergüenza de la alfombra, de su deseo de estar a solas junto a la chimenea.
Se irguió, se acercó a la verja y, sin alzar mucho la voz pero firme, soltó:
Mamá, Isabel. Marisa tiene razón. Ya os dijimos que ni llaves ni fiestas. Daos la vuelta.
¿Qué? gritaron todos.
Lo habéis oído. También es mi casa y no quiero líos. Así que fuera.
Que si tú que si yo te empezó Guille, forzando la verja.
Vete, Guille. Llamo a la Guardia Civil dijo Nacho, cogiendo la pala con decisión. Hay seguridad en el pueblo.
¿Extraños? ¿Nosotros extraños? resolló Carmen. ¡Ojalá os atragantéis! ¡Y tú, bruja, maldita! No me veréis más.
Vámonos ya protestó Isabel, tirando de su marido. Están locos. Julián, vámonos a tu casa, aunque esté en obras, pero la gente allí es decente.
Sí, sí, vámonos respondió Julián, que no sabía ni dónde meterse. Ya entraremos en calor.
Arrancaron los motores, pisaron nieve y, de paso, destrozaron un poco más la acera con los neumáticos. Isabel sacó el dedo desde la ventanilla. Carmen, rígida, ni miraba.
Cinco minutos después, silencio total. Solo la nieve y un cercado manchado amarilleando por el paso del perro.
Nacho se sentó agotado en el porche.
Menuda vergüenza susurró. A mi propia madre
Marisa se sentó junto a él y le abrazó.
No es vergüenza, Nacho, es crecer. Hoy has defendido lo nuestro, a nosotros. No el clan que solo exige, sino a nuestra familia.
No me lo va a perdonar.
Te perdonará Cuando le venga bien: si necesita dinero o algún favor. Así son. Pero ahora sabrán dónde está el límite. No pueden entrar aquí como quieren. Te van a respetar, poco a poco.
¿Seguro?
Lo sé. Y si no pues viviremos más tranquilos. Vamos dentro, que hace un frío que pela. Preparo un vino calentito.
Entraron en la casa. Marisa corrió las cortinas, aislando su pequeño universo del ruido y de la rabia exterior. Por la noche se sentaron junto al fuego, en silencio. Un silencio cálido, de entenderse sin palabras.
Los tres días siguientes, en paz y gloria. Salieron a pasear por el monte, hicieron carne a la brasa para ellos solos, leyeron, se tumbaron a no hacer nada. Ni una llamada: la familia, ofendida.
El tres de enero, como predijo Marisa, le llegó a Nacho un WhatsApp de Isabel. Nada de disculpas, claro. Solo una foto: una casa medio en ruinas, brasero improvisado, cajas de vino y todos con cara de resaca. Y el mensaje: Nos lo pasamos de lujo sin vosotros, ¡a ver si os da envidia!.
Marisa lo miró, riéndose para sus adentros. En la foto, una mesa sucia, la cara roja de Guille Miró a Nacho, dormido plácidamente con un libro sobre el pecho, limpio, tranquilo, sin estrés.
Nada que envidiarte, Isa susurró. Y borró la foto sin despertar a su marido.
Una semana después, de vuelta en Madrid, llamó Carmen. Voz seca, dolida, pero necesitaba que Nacho la llevase al ambulatorio. Ni una palabra de la casa del pueblo. Ya había frontera. De vez en cuando había pequeñas escaramuzas, pero la fortaleza seguía intacta.
Marisa entendió lo más importante: a veces hay que ser la mala para los demás, para no dejar de ser buena contigo misma y con los tuyos. Y las llaves de la casa, por si acaso, ya no estaban en la entradita, sino en su caja fuerte. Por lo que pudiera pasar.







