LA FAMILIA MÁSHI

María siempre había escuchado a las amigas de su hija, Carmen, diciendo que la joven había elegido a su futuro esposo a la ligera, como si fuera un capricho de madrugada después de una ronda de copas. Miguel volvió del ejército con la sangre a tope, y de pronto apareció una chica lista y con la que se liaron rápido se dejó llevar, no discutió y aceptó todo.

Era bajita, fornida, con piernas cortas, sin cintura marcada, cara algo ancha, ojitos chiquitos y estrechos. Para María, el nombre Araceli no le parecía del todo adecuado para una nuera, y sus amigas asintieron.

Una chica sin gracia, con un 3 menos.
¿Estudió en la facultad de Educación y en la Universidad Complutense?

Miguel era un deportista guapo, sobresaliente, y al salir del servicio volvió de inmediato a los estudios. La chica con la que acabó de conocer se quedó embarazada al instante

¡Lo hizo a propósito!
¡Araceli no le va a ir bien!

Miguel decidió casarse. María, en las charlas con antiguas compañeras de colegio, desahogó sus dudas, pero en casa, en los breves diálogos con su hijo, prefirió callarse. Le brillaban tanto los ojos al chico que temía que una lechuza nocturna le arruinara el día, o que molestara a Miguel sin querer.

Recordó que ella misma quedó embarazada a los diecinueve, antes de cumplir los veinte, y dio a luz un mes antes de su cumpleaños. De pequeño, el niño había sido enfermizo, pero creció fuerte, se puso a hacer deporte y se volvió un chico sorprendente, no solo por querer casarse. María no estaba contenta, pero trató de no mostrárselo demasiado. El pequeñín no tiene culpa de los errores de sus padres. El deseo del hijo de comportarse bien, de tener nombre y apellidos, de ser padre, lo aprobó sin reservas.

Decidió que no sería como su propia suegra, que nunca aceptó a la nuera desde el primer día y, hasta el divorcio de su marido, no le lanzó ni una palabra amable. Vivían en la misma ciudad, pero nunca se cruzaron.

Cuando la madre de María, Doña Pilar, quedó viuda con su hijo, la acogió, la inscribió antes de morir y se alegró de que el piso no se perdiera, quedando una herencia para la familia. María, aunque no creía en Dios, enviaba regularmente flores a la tumba de la abuela para honrarla, sabiendo que le importaba. Conservaba fotos y álbumes en su habitación, y el retrato del abuelo veterano lo puso en un marco nuevo sobre la mesa de la cocina. La abuela había parecido en su juventud a la famosa actriz Sara Montiel.

María cambió mucho, mientras que Miguel creció en un guapo. En otoño, el hijo preguntó si podía pasar los primeros meses con su madre, o si había que buscar una habitación en el dormitorio para familias de la residencia. Cocinó el mejor cocido y prometió portarse bien si la madre le negaba el permiso.

María, sorprendida, dio su veredicto:

Manda a tu Araceli. Cambiamos de habitación, tienes la grande para los tres.

Miguel se lanzó, la besó y susurró:

¡Mamá, eres la mejor del mundo! No te preocupes, me pondré a currar. No vamos a colgarnos de tu cuello.

Creía en sus palabras, sin imaginar lo que significaba criar a un hijo con dos estudiantes. María no dejó que la felicidad de su hijo la cegara; la vida les iba mejor de lo que ella imaginaba. Sin embargo, los primeros meses bajo el techo de la suegra no fueron como ella había pronosticado.

María García trabajaba en la Biblioteca Central de Madrid, dirigía el departamento, ganaba un sueldo modesto pero creía que bastaría, aunque con limitaciones. Pero los noventa llegaron con sus promesas de libertad y cambios felices, y resultaron ser una época dura. Las amigas de María se desmoronaban una a una, aguantaban y peleaban. Sus maridos bebían o se marchaban a buscar trabajo y desaparecían. En la entrada se escuchaban disparos por la noche, sangre en el asfalto. Los sueldos de las fábricas se congelaron; el salario de María se sentía una miqueta comparado con los precios que subían como la espuma.

Miguel, a pesar de todo, estudiaba con empeño, escapaba los fines de semana con amigos al campo, ayudaba a los ancianos en sus huertos. Araceli seguía sonriendo y bromeando, aunque con la barriga grande apenas subía al cuarto cuarto de su edificio de los años 60 sin ascensor. Tras un parto complicado, al amanecer mostró al bebé en la ventana a su marido:

¡Mira, hijo! ¿Cómo lo llamaremos?

Una idea surgió y le iluminó la cara. La sonrisa se quedó.

Araceli pronto cerró un trato con la pareja de jubilados que vivía en el primer piso del edificio. No solían hablar mucho con nadie, pero ella encontró la forma de conectar con don Antonio y doña Elena, que se ofrecieron a cuidar el huerto que ella había empezado bajo las ventanas: plantó patatas y zanahorias. La primavera siguiente muchos vecinos hicieron lo mismo.

María, que se sentía perdida y angustiada, vio cómo su nuera ideaba soluciones y actuaba sin perder tiempo. No aceptaba que todo se fuera al traste y no tenía tiempo para filosofar. El bebé y los estudios a distancia? Araceli lo organizó sin problemas. Sus palabras favoritas eran: ¡Perfecto! ¡Genial! ¡Impresionante! El huerto bajo la ventana resultó ser práctico: nadie le robaba la cosecha y le dio una buena dosis de carácter.

El niño creció rápido, habló a los nueve meses y a los doce ya decía sus primeras palabras. María lo sacaba a pasear, jugaba con él y disfrutaba cada momento. El pequeñín nunca lloraba sin razón; si se quejaba, buscaba la causa. Era tan alegre como su madre y tan guapo como su padre.

Durante la época de exámenes, el pequeño Damián pasaba tiempo con la mejor amiga de Araceli, la tía Lena, con los veteranos de la Guerra Civil, y con María. Comía bien, dormía mucho y se portaba como el niño modelo de los libros de pediatría.

María, cansada de los niños malhumorados y enfermos, estaba segura de que los niños tranquilos y sonrientes eran un mito de los médicos. No, los había, y los ha visto.

A la llegada del Año Nuevo, María se dio cuenta de que todavía no había conocido a los padres de Araceli. La pareja se había casado hace un año y medio sin gran ceremonia, y nadie los había invitado a casa. Decidió arreglarlo, tomó al nieto de un año y se subió al autobús regional, prometiendo a su hijo que volvería el fin de semana para que descansaran un par de días sin niños.

En la pequeña estación, la suegra de Araceli los recibió con una multitud de gente. Diez personas agitaban la mano, y había un cartel que decía ¡Bienvenidos!, aunque se los habían olvidado llevar. Sin bromas, decoraron la habitación que les habían asignado con carteles coloridos: Los hijos de Antonio y Elena, los hermanos de Araceli, os esperan. Cuando María vio a su nieto siendo sacado del autobús, se quedó paralizada medio día.

Al llegar a su casa, encontró en la mesita de noche una taza de té en una copa de cristal y un pastelito con una nota escrita por tres personas, con distintas caligrafías. El mensaje, que parecía de un tío Fabián, decía:

¡Carmen, querida, un abrazo fuerte! Dulces sueños en tu nuevo hogar. ¡Que el futuro te sonría!

Al día siguiente, los niños de la cuñada (que estaba divorciada) se burlaban preguntando si había llegado algún caballero en sueños. La abuela de Araceli, con un paño, les explicó que no había nada de qué asustarse, que la niña era como una muñeca, con labios de lazo y pura.

Los problemas con el apartamento y el sueldo siguieron, pero María no se dejó vencer. Cuando perdió el trabajo en la fábrica, el salario de la biblioteca parecía una miseria frente a los precios que se disparaban. Miguel, con la cabeza baja, seguía estudiando y los fines de semana ayudaba a los mayores en el huerto. Araceli seguía con su humor y su pancita, subiendo escaleras a punta de pies.

Un día, tras un parto complicado, Araceli mostró al bebé a Miguel y le preguntó cómo lo llamarían. La idea surgió y le iluminó la cara. La sonrisa se quedó.

Con el tiempo, Araceli acordó con los jubilados del primer piso un intercambio de favores: ellos vigilaban su huerto y ella les ayudaba con la compra. Los vecinos siguieron plantando bajo sus propias ventanas la primavera siguiente, y el barrio empezó a florecer.

María, que antes se quejaba de los defectos de Araceli su forma de vestir, sus modales, sus errores de pronunciación empezó a corregir sin prejuicios, y Araceli siempre lo agradecía. La niña era alegre, ágil y enérgica, y su hijo creció igual: caminó a los nueve meses, habló al año.

Los veranos los pasaban juntos, y el pequeño Damián se hacía amigo de Lena, de los veteranos Smirnov y de María. Lo alimentaban bien, dormía mucho y se comportaba como el niño de los libros de pediatría.

María, harta de los niños malhumorados, estaba convencida de que los niños tranquilos eran una invención. Pero los había, y los había visto.

Aproximadamente un año antes de que la abuela Pilar falleciera, ella había prometido a María que nunca estaría sola. Cuando la anciana se fue, la familia cantó sus canciones favoritas durante tres días, como si fuera una anécdota cómica que se prolongara hasta el último acorde.

Los noventa dejaron de ser un corredor de miedo y se convirtieron en una escuela dura pero justa, donde siempre había espacio para la felicidad, los calcetines tejidos, las notas de la abuela, los bailes y las canciones de sobremesa.

María, al final, sonreía más y se enfadaba menos. Se sentía satisfecha. Un sobrino de Araceli, estudiante de medicina, se quedó a vivir con ella y ella le ofreció su casa sin quejarse. El chico, agradecido, hizo una reverencia y María no pudo evitar sonreír.

Todo estaba en su sitio: Damián iba al cole, Miguel enseñaba historia en una escuela, y Araceli trabajaba en una constructora. Un día la empresa le ofreció un puesto bien pagado y el novio de su hermano, que había dejado la ciudad, se acercó a pedirle ayuda con la mudanza.

Cuando Damián empezó a ganar olimpiadas de matemáticas, Miguel conoció a una joven colega, hija del decano, mucho más joven y atractiva, con tacones y falda lápiz. Le dijo a su esposa que quería divorciarse. Araceli se quedó pálida, casi desmayándose. María la tomó del brazo, la abrazó y le susurró al oído:

¿Cómo puedes decirme que nunca dejarías a tu familia? No lo entiendo.

Miguel empacó sus cosas, presentó la demanda y se fue. Unos meses después volvió a visitar la casa cuando Araceli no estaba y Damián todavía no había vuelto del cole. Preguntó por la división de bienes.

¿Te refieres al piso? Por supuesto. Y pídele a Araceli que se marche. No quiero que llore.

María, al oír eso, sintió que su hijo se aferraba a su mejilla. Con los puños apretados respondió:

¡Fuera de mi casa! ¿Entendido?

El caso se alargó, hubo juicios y el juez resultó ser una antigua amiga de María, mientras que el segundo era el marido de una amiga que había sido abandonada por su esposo en Madrid. La jueza no tuvo piedad con el infiel. La ex suegra quiso mediar, pero María y Araceli no la dejaron entrar.

Damián salió, habló con ella alrededor de la casa y escuchó. La abuela le explicó que el niño estaba bien, había dormido y comido. María, entre lágrimas, aceptó que su nieto había pasado la noche en otro domicilio, pero no había reclamado su regreso. La culpa la invadió, pero la abuela la consolaró y prometió que el niño volvería sano y salvo.

Al final, el niño volvió, la familia volvió a reunirse. La abuela Pilar había muerto recientemente; la despedida fue alegre, cantaron sus canciones favoritas hasta el amanecer, como en una anécdota de dos acordeones que se rompían.

Casi veinte años después, Araceli ya no está casada, pero tiene su propia vida, conduce su coche, compró un piso de una habitación en el barrio y mantiene una relación estable con un contable divorciado de su empresa. María también vive acompañada: Damián enseña en un instituto, tiene su casa en las afueras y visita a su abuela cada tres días. La vida les ocupa, y la casa siempre está llena de estudiantes y sobrinos.

La abuela Pilar falleció hace poco. En su funeral se cantaron sus canciones preferidas tres noches seguidas, como una broma que duró hasta el último acorde. Antes de morir, la abuela le prometió a María que nunca se quedaría sola. Y ahora, a sus sesenta y siete años, María se siente como si tuviera diez años menos, bromea con sus amigas que la oración de la abuela la mantiene joven y le dice a su futuro yerno, el jefe viudo de Araceli, que si encuentra la felicidad, que agarre con ambas manos y no la suelte.

Así que, amiga, ahí tienes la historia completa, adaptada a nuestro mundo español, con euros, con Madrid y con nuestras costumbres. Un abrazo grande y hasta la próxima.

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