La familia de mi marido se autoinvitó a nuestra casa de campo para las vacaciones, pero yo me negué a darles las llaves

Oye, que lo hemos estado pensando y hemos decidido: ¿para qué vais a dejar vuestra casa del campo vacía en navidades? Nosotros nos vamos allí con los críos. Aire puro, la sierra cerca, encendemos la chimenea… Total, Paula, tú siempre curras, y a Mateo le viene bien descansar, pero dice que prefiere quedarse durmiendo en casa. Así que pásame las llaves, que mañana por la mañana nos pasamos.

La voz de Belén, la cuñada de Paula, retumbaba en el auricular, firme y mandona, como si no hubiera margen a réplica. Paula apartó el móvil de la oreja, atónita, enjabonando un plato sin notar realmente el agua. Hacía tiempo que la desfachatez de la familia de su marido era famosa entre sus amigas, pero aquella descarada invasión superaba todo lo imaginable.

Espera, Belén, dijo Paula, conteniendo la rabia que le ardía en el pecho. ¿Cómo que habéis decidido? ¿Con quién? Esa casa no es una fonda para el público, es el refugio de Mateo y mío. Y, de hecho, íbamos a ir nosotros.

¡Ay, venga ya! bufó Belén, masticando algo al otro lado. Que ibais vosotros… Si Mateo le dijo a la madre que os quedáis en casa, viendo la tele. Si ahí hay espacio de sobra, dos plantas. No estorbamos, siempre que no os de por aparecer. Pero ni hace falta, mejor que no, que nuestra cuadrilla es ruidosa. Guille invitará a colegas, música, las brasas… Que con tus libros os aburrís seguro.

Paula sintió que la sangre le teñía las mejillas de un rubor ácido. Se le apareció nítida la visión: el marido de su cuñada, Guille, amante de la rumba castiza y el vino peleón, sus dos hijos adolescentes y aquella pobre casa de labor en la sierra de Madrid, donde Paula había invertido cinco años y todos los ahorros de la herencia de su abuela.

No, Belén respondió Paula con calma de acero. No voy a daros las llaves. Esa casa no está preparada para visitas, hay que saber poner la calefacción, el pozo da problemas. Y sobre todo, no quiero una tropa ajena de fiesta en mi casa.

¿Ajena? chilló la cuñada, atragantada de indignación. ¿Nosotras ajenas? ¡Pero si soy tu cuñada! Estás de los números hasta la coronilla. Ya verás lo que le cuento a la madre, a ver qué le parece…

Los pitidos resonaron como disparos. Paula bajó el móvil a la encimera. Temblaba de rabia. Sabía que aquello solo era el principio. Pronto irrumpiría la artillería pesada: la suegra, Doña Pilar, y la ofensiva comenzaría.

Apenas un minuto después, Mateo entró en la cocina, apocado.

Pauli… igual fuiste algo brusca, ¿no crees? Belén tiene lo suyo, pero es familia… Se van a enfadar.

Paula le apartó la mano del hombro y le miró con un cansancio invencible.

¿Te acuerdas del puente de mayo pasado?

Mateo frunció el ceño, como si le doliera la muela.

Bueno, sí…

¿Sí? subió la voz Paula. Dijeron solo una comida de domingo. Resultado: el manzano de mi abuelo arrancado, la alfombra nueva del salón quemada de ceniza, la cocina llena de platos grasientos porque Belén tenía manicura y tú decías que teníamos lavavajillas que lo atascaron de restos. El jarrón azul roto. Los claveles pisoteados.

Son niños. Jugando…

¿Niños? Tu sobrino tiene quince, la sobrina trece. No son bebés. Hicieron una sauna con humo negro porque no sabían abrir el tiro. ¡Casi nos incendiamos! ¿Y quieres que vayan solos? ¿Una semana? ¿En pleno diciembre?

Prometieron tener cuidado… Guille dijo que vigilaría.

Sólo cuidará que no falte vino. Paula se giró al ventanal. No, Mateo. Ya lo he decidido. Es mi casa. He puesto en ella cada euro de la abuela, cada clavo. No dejaré que la conviertan en un vertedero.

Pasaron la tarde en tenso silencio. Mateo puso la tele y la apagó. Paula, junto a la mesa, sólo sorbía té frío y recordaba cómo levantaron el refugio. No era una simple casa de campo: era su santuario. Un viejo caserón cerca de Rascafría, reformado a pulso tres años. Veía la madera lijada con sus manos, las cortinas cosidas, la pintura elegida, soñando un respiro lejos del asfalto y del cierre de cuentas anual. Para la familia de su marido solo era un hotel gratis con calefacción”.

El sábado por la mañana, sonó el timbre. Paula miró por la mirilla y suspiró hondo. En el rellano, altiva con abrigo de piel, labios pintados y una bolsa de la que asomaba una merluza congelada, estaba Doña Pilar.

¡Abre, Paula, tenemos que hablar!

Rompió la quietud de la casa. Mateo apareció en el pasillo, entre ilusionado y asustado:

¡Mamá, qué sorpresa!

¿Ahora también hacen falta citas para ver a los hijos? refunfuñó Pilar dejando el abrigo a Mateo. Pon el agua, que me está dando un ataque por vuestra culpa.

Se instaló en la mesa como una juez. Paula sirvió té y cortó bizcocho sin decir palabra.

Explícame, Paula, qué tienes contra Belén. Es sangre de tu sangre política, vamos. Os han pedido humildemente las llaves. Ellos están con obras, polvo, los niños no respiran y vosotros con palacio vacío. ¿De verdad es para tanto?

Doña Pilar, no es un palacio, es una casa de pueblo, frágil. Las obras de Belén llevan cinco años, y no excusan invadir lo ajeno. Y recuerdo perfectamente la última vez: aún no he conseguido quitar el olor de tabaco de las cortinas del cuarto de invitados, aunque advertí de que no se podía fumar dentro.

Venga, anda, eso se ventila replicó Pilar, gesticulando. Piensa menos en las cosas, más en las personas. Así educamos a Mateo, generoso. Tú le estás haciendo egoísta. Al cementerio la casa no te la vas a llevar.

Mamá… Paula se ha dejado la vida en esa casa…

¡Calla, Mateo! Que aquí quien manda soy yo. ¿Tienes corazón o eres un ogro? El cumple de Guille es el tres de enero, querían celebrarlo en el campo, ya han invitado amigos y comprado todo. ¿Ahora qué? ¿Dejarles tirados?

No es mi problema que inviten sin pedir permiso cortó Paula. Eso solo tiene un nombre: mala educación.

La suegra se encendió como una tea, acostumbrada a doblegar cualquier resistencia especialmente la de Mateo, tierno y débil. Pero Paula era otra cosa.

¿Mala educación? Pilar se llevó teatrera la mano al pecho. ¡Mira cómo me trata! Si no entregáis las llaves, os maldigo la casa. ¡Ni un pie mío verás allí nunca más!

Si nunca va, que ni las flores riega murmuró Paula.

¡Serás asesina de la alegría! Pilar se levantó de golpe, tirando la silla. ¡Mateo, dame las llaves!

Mateo miró a su madre y luego a su esposa, dividido, sabiendo lo que le dolía a Paula cada rasguño en aquella casa. Recordó el porche roto por el asador de Guille.

Mamá, las llaves las tiene Paula. Igual… vamos nosotros.

¡Mentira! escupió Pilar. Mañana pasa Belén a buscarlas. ¡Y un papel explicando la caldera! O no me llames madre nunca más. Y tú, Paula, no vas a olvidar este día. El mundo da vueltas.

Salió dando un portazo. La calma de la casa se llenó de tic-tac.

No vas a dárselas, ¿verdad? susurró Mateo.

No dijo ella. De hecho, mañana vamos nosotros. Si no estamos allí, asaltarán la casa. Tu hermana es capaz de entrar por la ventana si hace falta.

¿Pero no decías que tenías informes pendientes…?

He cambiado de planes. Si nosotros no la defendemos, no la volveremos a ver igual. Haz la mochila.

Salieron antes del alba, con Madrid adormecido y adornado ya de luces titilantes para el nuevo año. La carretera les llevó durante más de hora y media hasta la sierra, los campos nevados y silenciosos. La vieja casa, con la techumbre de teja blanca y la verja cubierta de escarcha, parecía salida de un cuento invernal. Paula sonrió, por fin segura.

Encendieron la chimenea y la calefacción del suelo. Sacó del desván las bolas y guirnaldas de Navidad. El olor a resina y mandarina llenó la casa, la tensión empezó a disiparse. Mateo paleaba la nieve del patio; Paula le veía desde la ventana, relajado, como hacía años no le veía.

El trueno sonó hacia las tres de la tarde.

Un claxon estridente les sacudió. Paula miró y se le heló la sangre: dos coches aparcados junto a la verja. El todoterreno viejo de Guille y otro coche desconocido. Bajaron Belén, Guille, los críos, una pareja desconocida con un mastín sin bozal, y, presidiendo, Pilar.

Mateo se clavó en la nieve, pálido.

¡Venga, abrid, estáis tontos!, ¡los invitados han llegado! gritó Guille, vozarrón de bar.

Paula se puso el abrigo, pisó las botas y salió al porche. Mateo esperaba en la verja, sin atreverse a quitar el pestillo.

¡Que abráis, que nos helamos! vociferaba Belén golpeando la puerta. ¡Paula, que os damos una sorpresa! Si estáis aquí, ¡mejor! Fiesta a lo grande.

Paula apoyó una mano en el hombro de Mateo y dijo bien alto:

Hola. No esperábamos visitas.

¡Venga, basta de postureo! rio Guille desde fuera, ya ebrio. ¡Sorpresa! Traemos carne, caja de vino. Mira, Julián y su mujer han traído al perro, es tranquilo. ¡Vamos, Mateo!

¿El perro? Paula vio al mastín levantar la pata sobre su preciada encina, recién protegida para el frío. Que lo aparten de mis plantas.

¡Bah, es un árbol! gritó Belén, riendo. ¡Venga, que los niños se mean!

Tienen baño en la gasolinera, cinco kilómetros más abajo dijo Paula, cada palabra recortada como el hielo. Ya lo advertí: la casa está ocupada. Estamos solos aquí. No hay sitio para diez y un perro.

Del otro lado reinó el silencio. No creyeron que Paula se atrevería. Era su método de siempre: llegar, madre incluida, y forzar el hecho consumado.

¿No piensas abrirnos? la voz de Pilar temblaba de rabia. ¿A tu propia madre la dejas en la calle? ¡Mateo, dilo tú!

Mateo miró a Paula con súplica muda.

Paula… Ya han venido… ¿No podríamos…?

Mateo, ella le sostuvo la mirada firme. Si abres la verja, en una hora tienes una borrachera en el salón, el perro destrozando el jardín, los críos subidos al desván, tu hermana diciéndome cómo se hace cocido, tu cuñado fumando en el sofá. Adiós a la paz, adiós a todo. ¿Lo quieres? ¿Quieres eso o un Nochevieja tranquilos, tú y yo? Decide ahora.

Mateo miró a la familia detrás de la verja. Guille ya pateaba su rueda, Belén chillaba insultos, los hijos lanzaban bolas de nieve a las ventanas; Pilar se aferraba dramática al corazón.

Y entonces, Mateo recordó. Las reparaciones, el bochorno, la alfombra quemada, el anhelo de calor frente a la chimenea que nunca lograba

Se irguió, plantándose ante la verja.

Mamá, Belén. Paula tiene razón. Dijimos que no, no lo entiendo más. Marchaos.

¿¡Qué!? gritaron todos.

Lo que oís. Es mi casa también. No quiero jaleo. Marchaos.

¡Serás…! masculló Guille, intentando forzar el cerrojo.

Lárgate, Guille Mateo empuñó la pala. Llamo a la Guardia Civil. Y aquí hay vigilancia.

¿Nos llamáis extraños? Pilar apenas respiraba. ¡Malditos seáis! ¡Con una casa así moriréis solos!

¡Vámonos! gritó Belén, halando a su marido. ¡Locos! Nos vamos con Julián, que la suya es un zulo pero al menos hay gente decente.

¡Eso, eso! musitó Julián, incómodo. Encendemos la estufa.

Los motores rugieron, los coches, patinando, se largaron. Belén hizo una peineta a Paula desde la ventanilla. Pilar mantuvo el rostro marmóreo. Cinco minutos después, otra vez nieve y silencio. Solo una mancha amarillenta bajo la encina protegida.

Mateo, exhausto, dejó la pala y se sentó en los escalones, las manos tapando la cara.

Madre mía… Qué vergüenza… A mi propia madre…

Paula se sentó junto a él, abrazándole.

Esto no es vergüenza, Mateo. Es madurez. Has defendido nuestra familia, no su clan. Por primera vez.

No me lo perdonará.

Sí. Cuando vuelva a necesitarte. Son así: nunca se ofenden si les conviene. Pero han aprendido que aquí hay una frontera. Sin permiso no se pasa. Y te acabarán respetando.

¿Tú crees?

Lo sé. Y si no, viviremos más tranquilos. Vamos dentro, se te enfrían los pies. Te preparo un vino caliente.

El calor reinó en la casa al cerrar las cortinas. Esa noche frente al fuego callaron largo rato, pero fue un silencio cómodo.

Tres días de paz absoluta. Pasearon, asaron carne solo para ellos, encendieron la sauna, leyeron tumbados en mantas gruesas. Los móviles en silencio: boicot familiar.

El tres de enero, a Mateo le llegó una foto de Belén: un cobertizo, estufa chapucera, cajas de vino y caras congestionadas. Ponía: ¡Aquí también estamos de fiesta! ¡Ojalá rabies!

Paula vio la imagen, con la mesa sucia y la cara hinchada de Guille, miró a su marido dormido en el sillón, tranquilo, y susurró:

No hay nada que envidiar, Belén.

Borró el mensaje para no despertar a Mateo.

Una semana después, ya de vuelta en Madrid, fue Doña Pilar quien llamó. Seca, ofendida; pero necesitaba que Mateo la llevara al ambulatorio. De la casa del campo, ni palabra. La frontera había quedado trazada. Y aunque hubo escaramuzas menores, la fortaleza se mantenía inexpugnable.

Paula comprendió: a veces, para seguir siendo buena contigo y proteger a los tuyos, has de parecer mala a otros. Las llaves de la casa, desde entonces, duermen en su caja fuerte. Por si acaso.

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MagistrUm
La familia de mi marido se autoinvitó a nuestra casa de campo para las vacaciones, pero yo me negué a darles las llaves