—Tú tienes la culpa de no tener dinero. Nadie te obligó a casarte ni a tener hijos—. Eso me soltó mi madre cuando le pedí ayuda.
A los veinte años me casé con Javier. Alquilamos un minúsculo piso de una habitación en las afueras de Valencia. Los dos trabajábamos: él en una obra, yo en una farmacia. Vivíamos con lo justo, pero nos alcanzaba. Soñábamos con ahorrar para un hogar propio, y en aquel momento creía que todo era posible.
Luego nació Daniel. Dos años después, llegó Pablo. Me fui de baja maternal y Javier empezó a hacer horas extras. Pero ni así llegábamos a fin de mes. Todo se iba en pañales, leche en polvo, médicos, los recibos y, claro, el alquiler. Solo la renta se llevaba la mitad de su sueldo.
Miraba a mis hijos y cada día despertaba con el mismo miedo: ¿y si Javier enferma? ¿Y si nos echan del piso? ¿Qué haremos entonces?
Mi madre vivía sola en un piso de dos habitaciones. Mi abuela también. Las dos en el centro. Y ambas con un salón vacío. No pido un palacio, pensaba. Solo un lugar temporal, mientras los niños son pequeños, mientras nos reponemos.
Le propuse a mi madre que se juntara con mi abuela: que vivieran las dos en un piso y nosotros en el otro. Habría espacio suficiente—solo éramos Javier, yo y los niños. Pero mi madre ni siquiera me escuchó.
—¿Vivir con mi madre?—bufó—. ¿Estás loca? ¿Acaso mi vida ya terminó? Aún soy joven. Y con la abuela, solo conseguiría destrozarme los nervios. Vive donde quieras, pero no cuentes conmigo.
Me lo tragué en silencio. Después llamé a mi padre. Hacía años que vivía con su nueva mujer. Tenían un piso amplio de cuatro habitaciones, y yo esperaba que acogiera a mi abuela—después de todo, era su madre. Pero él también se negó. Dijo que tenía hijos del segundo matrimonio y que “la casa ya está llena”.
Desesperada, llamé a mi madre. Lloré. Le supliqué que nos diera cobijo, aunque fuera un tiempo. Y entonces me soltó:
—La culpa de no tener dinero es tuya. Nadie te obligó a casarte. Nadie te pidió que tuvieras hijos. Quisiste vivir como adulta—pues asume las consecuencias. Ahora resuélvelo sola.
Me sentí como si me hubieran dado una descarga. Me quedé en la cocina, con el móvil en la mano, y sentí que todo se derrumbaba dentro de mí. Eso me decía mi madre. La mujer que debería haber sido mi apoyo. No pedía mucho—solo un rincón, un poco de comprensión.
Al día siguiente, Javier y yo hablamos de qué hacer. La única que respondió a nuestro grito de ayuda fue su madre, Carmen López. Vive en un pueblo, en una casa con terreno. Tiene una habitación libre y nos recibiría con los brazos abiertos. Incluso dijo que nos ayudaría con los niños, que los cuidaría mientras trabajamos.
Pero me da miedo. No es la ciudad. Es un pueblo sin ambulatorio, sin colegio decente, sin transporte. Temo que si nos vamos, nos quedaremos atrapados allí para siempre. Que mis hijos crecerán sin oportunidades, sin futuro. Que yo misma me rendiré, alejada de todo.
Sin embargo, no hay otra opción. Mi madre me dio la espalda. Mi abuela ya es demasiado mayor para acogernos. Mi padre no nos considera su familia. Y estoy en una encrucijada: ir hacia la nada o aceptar una ayuda ajena, pero sincera.
¿Sabes lo más amargo? No es la pobreza, ni la lucha. Es que los de tu propia sangre terminan siendo los más lejanos. Y no temo por mí. Temo por mis hijos. Que nunca sepan lo que es sentirse abandonados por su propia familia.