La factura de un descanso en el campo

**La factura de las vacaciones en la finca**

A Lucía siempre le había parecido que esos conflictos entre hermanos eran cosa de vecinos o de la tía Remedios, que vivía en Sevilla. Pero la realidad fue más prosaica: ni siquiera hubo que esperar a heredar el piso de sus padres o su vieja casa en el campo.

Aunque, sí, la finca terminó siendo el detonante de una gran pelea entre las hermanas —Lucía y Elena—, aunque no por herencias ni por quién desmalezaría el huerto.

Se acercaban los puentes de mayo, y salir de la provincia parecía imposible. Los trenes estaban agotados, y viajar en coche le resultaba incómodo a Lucía.

—Oye, ¿por qué no vamos a mi finca? —propuso Elena—. No es un hotel de lujo, pero está bien. Los niños correrán al aire libre, y nosotras nos ocuparemos. ¡Como un reto deportivo! —dijo, entre broma y seriedad.

—¡Vale, vamos! —aceptó Lucía, sin muchas alternativas. Quedarse en la ciudad asfixiante o ir a la casa de sus padres, donde no descansaría, eran peores opciones.

No eran inseparables, pero Lucía no recordaba grandes desacuerdos. La diferencia de siete años marcaba: cuando ella estaba en primaria, Elena ya estudiaba en Madrid, se casó con Javier y regresó con su hija Claudia.

—Haremos barbacoa, y Javier nos preparará sus licores caseros. ¡Le encanta experimentar, aunque él no los bebe! —contaba Elena por teléfono.

Lucía ignoraba esa afición, pero asentía, deseando mantener la armonía.

—Llevaremos una tarta y fruta. ¡Dicen que hará buen tiempo! —añadió.

Los hijos de Lucía, mellizos, y el pequeño de Elena se entretendrían juntos.

Llegó el 1 de mayo. La familia de Lucía salió hacia la finca entre atascos, sintiendo la emoción de escapar de la ciudad.

—¡Por fin! —Elena los recibió en la entrada, hablando de la mesa puesta y la nueva zona de parrilla que Javier construyó.

—Pon la tarta en la nevera, que se derrite —dijo Lucía. Los niños jugaron al fútbol mientras las hermanas charlaban.

La velada fue perfecta: licores, carne asada, verduras… La tarta se dejó para el día siguiente.

—¿Cuándo fue la última vez que hablamos así? —murmuró Elena al recoger.

—Siempre hay prisas —respondió Lucía—. Ojalá pudiéramos quedarnos más días.

—¡Quedaos! Pablo puede volveros a buscar el 9 de mayo —insistió Elena.

Aceptaron. El sol brilló, los niños se broncearon, y las hermanas compraban víveres, aunque Elena siempre tomaba el mando:

—¡Basta! Yo me encargo —decía, llenando el carrito cada día.

La idilio se rompió al marcharse. Elena sacó una libreta con gastos detallados: comida, luz, agua… Todo calculado por persona y día, incluyendo a los niños.

—¿Puedo transferírtelo? —preguntó Pablo, incómodo.

—¡Necesito efectivo! ¿Creíais que sería gratis? ¡Hasta un camping sale más caro! —replicó Elena.

Dejaron 250 euros y prometieron otros 375. En el coche, Lucía estalló:

—¡Pagamos por almejas que ni comimos! ¡Hasta a Lucas le contaron como adulto!

—Con 250 basta —dijo Pablo.

Pero Elena llamó furiosa:

—¡Vuestros niños rompieron una silla! ¿Pagaréis eso también?

Ignoraron sus llamadas. Al llegar a casa, la madre de Lucía, María del Carmen, les reprendió por teléfono:

—¡Devolvedle el dinero! ¡No seáis egoístas! —colgó sin escuchar.

—¿Devolvemos el resto? —preguntó Pablo.

—¡No! —gritó Lucía—. Es una burla. ¿Y mi madre? —Lloró hasta dormirse.

Pablo condujo hasta la finca esa noche. Oyó música y risas: Elena festejaba con nuevos invitados.

—¿Les habrá preparado ya la factura? —pensó, y volvió a casa.

Nunca hablaron del tema. Tres meses después, un mensaje de Elena apareció:

«No olvides los 375 euros. Claudia necesita material escolar».

Lucía borró el mensaje, bloqueó a su hermana y salió con su familia a una casa rural. Mientras conducían, Pablo sonrió:

—Menos mal que no compramos una finca.

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