La exnuera se quedó sin un céntimo con sus hijos — Pero lo que ocurrió un mes después dejó a toda la familia de su exesposo en estado de shock

Recordaba aquel día en que el móvil vibró con un mensaje breve de Alberto: «Voy a divorciarme. Llevad a los niños y salid el viernes». La sorpresa me dejó la taza de café a medio terminar en la mano.

Casi al instante sonó otro llamado. En la pantalla aparecía el nombre de mi suegra, Carmen. «¿Hola, Carmen?», dije. Su voz, extrañamente alegre, soltó: «Alberto ha tomado una decisión. El piso es nuestro, lo compramos antes de que nos casáramos, así que te lo quedas. La matrícula del coche la ha puesto a su nombre la semana pasada». Me quedé en silencio, sintiendo que todo había sido planeado con antelación.

«¿Y los niños?», pregunté. «Eso es problema vuestro», respondió con brusquedad. «Alberto dice que pagará la pensión, lo mínimo, cuando el juzgado lo ordene». Antes de que pudiera contestar, colgó y me dejó con el timbre del reloj marcando la hora en que Juan y Lucía volverían del colegio. ¿Cómo explicarles que teníamos que empaquetar siete años de vida en aquel apartamento?

Un segundo mensaje llegó de mi cuñada: «Siempre estabas insatisfecha, nunca apreciaste a Alberto». Sentí que el mundo se me venía encima. Me lancé a buscar una habitación en un piso compartido en las afueras. La casera, una mujer robusta con ojos cansados, me miró a los niños y dijo: «Entremos. Primer y último mes al contado».

El viaje al nuevo hogar fue en silencio. Lucía, de nueve años, agarraba la mano de su hermano; Juan, de doce, llevaba la mochila frunciendo el ceño como un adulto. «Mamá, ¿sabe papá a dónde vamos?», preguntó al llegar a la habitación de papel pintado desconchado. «No, y no lo sabrá a menos que pregunte». «¿Y la abuela?», añadió Lucía. «No la llamaremos tampoco».

Esa noche, con los niños durmiendo en el sofá cama, me senté junto a la ventana escuchando el ronquido de un vecino y los gritos de una troupe de jóvenes borrachos en el patio. «¿Y ahora qué?», le pregunté a la oscuridad.

En el trabajo no tardaron en decirme que me iban a despedir por reducción de plantilla. El jefe, sin mirarme a los ojos, sugirió que Alberto había tirado de los cordones. Sabía que tenía contactos en el ayuntamiento.

Una semana después, Carmen volvió a llamarme: «María, ¿cómo estás? Me preocupan los nietos». Respondí con una sonrisa forzada: «Todo muy bien, gracias». Preguntó si tenía dinero y si podía llamar a Alberto para reconciliarnos. Le dije que no necesitaba su ayuda. «¿Cuánto tiempo duras sin nosotros? ¿Un mes? ¿Dos?», añadió con desprecio. Recordé cuántas veces, en diez años de matrimonio, escuché frases como «sin nosotros no eres nada» y «te sacamos del fango».

Esa misma tarde, una vecina del piso de arriba, Doña Nina, llamó a la puerta: «Soy Nina, del piso de al lado. He oído que tenéis problemas, ¿os apetece un té?». Entre sorbos, me contó los subsidios a los que podía acceder, los talleres gratuitos del centro comunitario y los trabajos de medio tiempo que había por ahí. «Mi hija pasó por lo mismo y salió adelante. Tú también lo harás», me dijo.

Esa noche no dormí. Redacté anuncios: «Limpieza de viviendas», «Paseo de perros», «Pequeñas reparaciones de ropa». El teléfono se mantuvo en silencio, pero ya no esperaba una llamada de la familia de Alberto.

Tres días después sonó el móvil: una señora buscaba a alguien que limpiara su piso de dos habitaciones. «Dos horas de trabajo», dijo. «Quinientos euros». Me armé de valor y propuse sietecientos. «Seiscientos, no un euro más», aceptó. Con el dinero compré pan, pasta y carne picada. Al llegar a casa llamé a los niños: «Vamos a cocinar». Juan murmuró: «Papá dice que cocinas mal», y reí mientras le pasaba la mano por el pelo. «Papá dice mil cosas», contesté, «pero ahora aprendemos todos juntos».

Nina me ayudó a tramitar las ayudas y a inscribir a Juan y Lucía en los clubes del centro: danza para ella, ajedrez para él. Mientras tanto, en la casa de Alberto, su madre seguía menospreciándome. «Durará un mes como mucho», decía mientras servía té a su hija y a Alberto. Su hermana Lena se reía: «¿Crees que volverá?». Alberto protestó que la pensión tardaría, que él también tenía problemas en el salón de belleza y que la familia había sido arruinada por una amante. Todo era un discurso vacío.

El sábado, en el mercado del pueblo, vendí mis primeros artículos hechos a mano: delantales y agarraderas. Juan los organizaba, Lucía llamaba a los clientes. Una mujer bien vestida, Marina, directora de la escuela de deportes, se acercó y comentó: «Necesitamos a alguien con tus habilidades para coser uniformes y disfraces». Me invitó a pasar el lunes.

Al día siguiente, al llegar a casa, Juan me preguntó: «¿Por qué andas tan inquieta?». Le contesté: «¡Me han ofrecido trabajo!». Lucía saltó de alegría y preguntó si podíamos comprar lápices nuevos. «Y mudarnos», asenté.

En la escuela de deportes, el director, un hombre de porte militar, me explicó que necesitaban a una limpiadora y a una costurera para arreglar uniformes y numeraciones. «Yo puedo», dije firme. Marina sonrió y me dio la fecha de inicio.

Esa noche lloré, pero no por tristeza, sino por alivio. En la cocina de Nina, susurré: «Lo estoy logrando». Ella asintió: «Nunca tuviste oportunidad, ahora vuelas, pajarita». Mi primer sueldo llegó en efectivo: quinientos euros. Lo extendí sobre la mesa y, con los niños, contamos cuánto serviría para el alquiler, la comida y el ahorro.

Juan pidió unas zapatillas nuevas; Lucía unas sandalias. También pregunté por un piso propio. Encontramos uno de una habitación en el quinto piso de un bloque de ladrillo. El propietario pidió ochenta euros de alquiler más gastos. Lo acepté sin regatear. Nina me ayudó a mudarme, llevando un sofá viejo y dos taburetes. «Es tu dote», bromeó.

En la escuela, llegaba temprano, limpiaba aulas y luego cosía en la máquina vieja. El director me elogió: «Eres un hallazgo, María». Incluso me prometió un bono al final del trimestre. Un día propuse nuevos diseños para los uniformes; Marina quedó encantada y, tras ver mis bocetos, autorizó la producción. Dos semanas después, la escuela destinó fondos para nuevos trajes y mi sueldo subió quinientos euros más.

Los rumores empezaron a circular por el supermercado: «¿Habéis visto a la ex de Alberto? Ahora trabaja en la escuela de deportes y los niños van allí». La familia de Alberto, en el almuerzo dominical, comentó sin saber que yo los escuchaba. Su madre, Carmen, sugirió que los niños pudieran visitarles en Año Nuevo. Respondí que ya teníamos planes: ir a un resort de esquí.

Al día siguiente, Alberto apareció ante la escuela con un gran ramo de rosas y pidió hablar. «¿Por qué?», le respondí mientras devolvía el ramo. Me explicó que había comprendido su error y quería volver. Le dije, con la mirada firme: «Cuando nos echaste, pensé que moría de miedo, pero fue lo mejor que me pudo pasar. Diez años me hiciste creer que no valía nada; ahora sé que puedo hacerlo sola». Le recordé que los niños necesitaban un padre responsable, pero que no volveríamos a ser pareja.

Esa noche les regalé a Juan y Lucía un portátil nuevo y les dije que me inscribía en un curso de diseño de moda. Lucía, curiosa, preguntó si volvería con su padre; le respondí que no, que seguiríamos nuestro propio camino. Juan, al fin, admitió que la casa era más tranquila sin discusiones.

En primavera abrí mi propio atelier, con un pequeño préstamo y la ayuda de Nina para cuidar a los niños cuando trabajaba hasta tarde. «Eres increíble, niña», me dijo la vecina. «A veces hay que perderlo todo para descubrir de qué estás hecha». Esa misma tarde, mientras caminaba a casa, pensé en el próximo recital de la escuela; mis diseños habían ganado un premio en el concurso regional y el director hablaba de ampliar la colaboración.

Así, entre tareas, deberes y un vestido sin terminar para Lucía, la vida cotidiana se convirtió en la prueba de que, a veces, el final de una vida antigua es sólo el comienzo de una nueva, mejor y más nuestra.

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