La etapa de descubrimiento

**La Adolescencia**

Lucía caminaba hacia casa exhausta y vacía por dentro. En una mano llevaba su bolso, en la otra, una bolsa con la compra hecha de camino. Las piernas le flaqueaban. Le habría gustado sentarse en el suelo y no moverse. Pero en casa la esperaba Pablo. Su hijo. El único sentido de su vida. Sin él, habría dejado hace tiempo su existencia inútil.

Algunos nacen con un pan debajo del brazo, y todo en su vida se les da fácil. Otros, como Lucía, parecen venir al mundo solo para sufrir. En segundo de bachillerato, en el cumpleaños de una compañera, conoció a un chico dos años mayor. Le parecía maduro, fuerte, alguien que no se dejaba amarrar por normas. Se enamoró y perdió la cabeza.

Lucía no era una belleza, pero resultaba atractiva, como lo son todas las jóvenes a su edad. Mirada franca de ojos grises oscuros, pelo castaño liso, labios bien definidos, figura esbelta con curvas en los lugares adecuados.

En enero, ingresaron a su madre en el hospital con una neumonía. El piso quedó a su entera disposición y la de su novio. Fue entonces cuando pasó lo que suele pasar con las chicas inexpertas a los diecisiete años. Cedió ante sus promesas y palabras de amor, tan fáciles de pronunciar cuando uno está enamorado.

Cuando Lucía se enteró de que estaba embarazada, corrió enseguida a decírselo.

“¿Y yo qué tengo que ver? ¿Qué padre voy a ser yo? Mírame bien. Búscate a otro tonto…”, dijo él, y desapareció de su vida tan rápido como había llegado.

¿Qué hacer? ¿Con quién hablarlo? ¿A quién contarle su desgracia? El tiempo pasaba, y Lucía no se atrevía a confesárselo a su madre.

Llegó la primavera, y tocaba sacar la ropa ligera. Lucía se miró al espejo, intentando abrocharse unos vaqueros que ya no le cerraban en la cintura. La blusa también le quedaba ajustada en el pecho.

“Has engordado un poco”, dijo su madre detrás de ella. Lucía se sobresaltó. “A ver…” Su madre la giró hacia sí, soltó un grito ahogado y se llevó la mano derecha al cuello.

“¿De quién es? ¿De cuánto estás? ¿Por qué no me lo has dicho?”, empezó a lamentarse.

Su madre gritó, la humilló y persiguió por el piso a una Lucía llorando, con una toalla en la mano. Luego se sentaron juntas en el sofá, abrazadas, y lloraron. Ya era tarde para un aborto.

Lucía aprobó los exámenes finales del instituto, pero no se matriculó en la universidad. A finales de septiembre, dio a luz a un niño guapo, en cuyo rostro se adivinaban los rasgos de su irresponsable y descuidado amor.

Cuando el niño creció, su madre, gracias a una amiga, consiguió que Lucía entrara a trabajar en una oficina de servicios municipales. El trabajo no le gustaba. Los vecinos siempre se quejaban, exigían cosas, amenazaban. La cabeza le daba vueltas. Por un extra, también limpiaba por las tardes los despachos y los pasillos, pisoteados por decenas de empleados. El niño crecía, había que vestirlo y pagar la guardería.

Pablo era un niño tranquilo, sin dar problemas a su madre ni a su abuela. Lucía se privaba de todo, pero su hijo nunca careció de amor, atención o juguetes.

Cuando Pablo empezó el colegio, su madre enfermó gravemente y, ocho meses después, murió. Lucía encontró otro trabajo extra: limpiar una oficina cercana. Lavar el suelo no era problema, pero también tenía que limpiar ventanas y recoger tras pequeñas reformas. Llegaba a casa muerta de cansancio.

Entonces su hijo entró en la adolescencia. Se volvió arisco y callado. Evitaba las preguntas de su madre sobre el colegio, respondía con mal humor. Lucía sabía que había que vigilarlo bien. No tardaría en meterse en drogas. Pero llegaba tan tarde a casa que solo tenía fuerzas para preparar una cena sencilla y preguntarle cómo le había ido en clase.

Últimamente, Lucía empezó a notar moratones en los brazos y arañazos en la cara de Pablo. Él se encogía de hombros: “Me caí en gimnasia, nada más…”

Hasta que un día lo vio con una chica. No habría sido raro, si no fuera porque ella iba vestida de forma extraña: una sudadera negra tres tallas más grande, pantalones anchos, pelo color frambuesa y un piercing en la nariz. Quizá fuera buena persona, solo era su estilo. Pero no todas las chicas se vestían así.

Lucía intentó hablar con su hijo, pero él, como siempre, le respondió con mal genio y se encerró en su habitación. ¿Qué hacer? Decidió que el primer amor de su hijo era como una enfermedad: había que pasarlo. Los gritos y prohibiciones no servirían de nada. Pero el corazón le dolía. Estaba todo el día solo. No fuera a repetir sus errores o algo peor.

Volvía del trabajo, las piernas le pesaban como plomo, intentando distinguir a través del follaje la luz en las ventanas de su piso. Los rectángulos oscuros de los cristales no dejaban lugar a dudas: Pablo no estaba en casa.

Subió la escalera con dificultad, mirando al suelo y moviendo la cabeza como un caballo cansado. Las asas de la bolsa le clavaban en los dedos con dolor. Casi no tuvo tiempo de apoyarse en la pared cuando pasó corriendo Javier, un amigo de Pablo.

“¿Javier?”, lo llamó. “¿Adónde vas como alma que lleva el diablo?”

El chico, por inercia, bajó unos escalones más antes de frenar. Dudó un instante y luego, saltando de dos en dos, volvió hasta ella.

“Señora Lucía…”, recuperó el aliento. “Pensé que… Pablo no está en casa. Entonces está con ellos…”

“¿Qué pasa? ¿Dónde está Pablo? ¿Con quién?”, preguntó Lucía, agitada.

“Oí una conversación… En fin, Laura, su novia, convenció a unos chicos de que lo pusieran a prueba. Si salta de un tejado a otro, es que la quiere. Y lo grabarán con el móvil para subirlo a internet. Vine a avisarlo, pero no está. Creo que lo vi con esos chicos”, explicó Javier atropelladamente. “Voy a correr, a ver si lo convenzo de que no salte.” Y echó a correr escaleras abajo.

“¡Javier!”, gritó Lucía, pero abajo ya se había cerrado la puerta.

Abrió la mano y la bolsa pesada cayó al suelo, los alimentos rodando por los escalones. La leche se derramó, manchando los peldaños de blanco.

La puerta de un piso se abrió y salió un hombre joven. Al ver a Lucía paralizada y la comida en el suelo, se acercó.

“¿Qué ha pasado? ¿La han empujado? ¿Le han robado?”, preguntó mientras recogía lo caído.

“No. Un amigo de mi hijo dijo que… Dios mío”, se llevó la mano a la mejilla. “Dijo que fue con unos chicos al tejado de una casa de nueve plantas. Quieren que salte al edificio de al lado para grabarlo. No sé qué hacer.” Lucía empezó a bajar, resbalando en el charco de leche, pero el hombre la sostuvo a tiempo.

“¿Adónde va? Mejor voy yo”, le devolvió los alimentos recogidos. “Vuelva a casa y espere”, dijo, bajando de dos en dos.

Lucía recogió lentamente la compra y la llevó al piso. Llenó un cubo de agua, tomó un trapo y volvió a limpiar la leche derramada.

“Con el tiempo, Lucía y Pablo encontraron en la sencillez de su amor mutuo y en la nueva presencia de Javier una luz que les recordó que, incluso en los días más oscuros, siempre hay esperanza.

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La etapa de descubrimiento