Sobre lo ocurrido, Nicolás trató de no recordarlo. Su esposa tampoco hablaba del tema: «Sabes que yo sé, y tú sabes que yo sé». Ella vio a su marido desconcertado y eso le bastó: a un hombre cargado de culpa le resulta más fácil manipularlo.
Lola, la mujer sabia de Nicolás, tenía unos ojos verdes tan profundos que nadie los había visto antes ni después. Una mirada y desaparecías, caías en ese abismo sin retorno.
Nicolás se enamoró de Almudena al primer vistazo, definitivo y sin remedio. La chica llegó tarde a la clase y entró cuando ya había comenzado; más tarde descubrieron que compartían grupo.
Nunca antes había sentido algo semejante: el mundo se desvaneció y todo quedó en un segundo plano. Almudena, sin embargo, no le prestó atención a Nicolás. Ni un vistazo fugaz, ni una broma, ni un gesto casual. La joven no mostraba interés por él, aunque él cumplía con los cánones de atractivo masculino de la época.
Para el joven fue la primera gran decepción: en el instituto había sido el «primogénito del pueblo» y nunca le faltaron chicas. Pero todo eso le parecía superficial. El sentimiento que le invadió resultó inesperado y potente; tal vez eso es lo que llama amor verdadero.
Un pequeño consuelo le dio el hecho de que la alumna no mostraba interés por ninguno de los chicos del grupo. «Si esto sucede pensaba Nicolás no sé qué haré».
Almudena fue descongelándose al tercer curso; su actitud hacia Nicolás no cambió, él siguió amándola. Entonces, como si la primavera derritiera el hielo, la chica empezó a reaccionar a sus bromas y su pretendiente se animó.
Cuando viajaron juntos a casa solo tomaron el Metro de Madrid Nicolás empezó a imaginar una vida feliz al lado de ella. Un día la invitó a una cita y ella aceptó inesperadamente. Almudena comprendió que también le gustaba el simpático Nicolás, con su corte de pelo al estilo de un personaje de dibujos animados.
Le propuso tomar un café con leche de avena, aquella canción que estaba de moda sonaba en cada electrodoméstico. Pasaron un rato estupendo y después se besaron: su sueño empezaba a materializarse.
Al final del tercer curso ya se consideraban pareja. Al comenzar el nuevo curso académico Almudena estaba embarazada. Sucedió que la niña nació el día de su cumpleaños; Nicolás llegó a su casa el 9 de junio, cuando sus padres estaban fuera en la finca. En la pasión del momento no usaron anticonceptivos, pensando que nada pasaría.
Pero pasó. Almudena descubrió que había recibido el regalo más real y noble. Pasaron las vacaciones con sus respectivas familias; los teléfonos móviles aún no eran comunes, así que el joven padre recibió la noticia solo al regresar del sur, a finales de agosto.
Almudena estaba muy preocupada: llevaba dos meses y medio, casi tres, de embarazo y necesitaba decidir. Nicolás también estaba desconcertado; no sabía qué hacer. Cuando estaban acostados en la cama, todo parecía romántico, pero la dura realidad apareció: los problemas también tenían ojos verdes.
Casarse le parecía prematuro; todavía era muy joven y sus padres no estarían contentos. ¿Aborto? Almudena no se casaría sin su padre, y a él también le parecía demasiado pronto. El aborto requería dinero y, sobre todo, el consentimiento de la chica.
Almudena, como si una bruma la envolviera, aceptó cualquier opción. «¡Haz algo, Nicolás!», le suplicó. Él prometió actuar y lo hizo, pero lo que impactó a todos, incluso a él mismo, fue que no se presentó a la universidad el primer día de septiembre.
¿Y por qué? Simplemente se había dejado llevar por el temor. Si alguien le hubiera dicho que eso podía pasarle, nunca lo habría creído. Resultó que había tomado la documentación y la había llevado a otra universidad. Almudena quedó sola con su problema.
Los compañeros de clase también se preguntaban: «¿Dónde está Nicolás? No llama, sus padres dicen que se mudó a un piso alquilado sin teléfono». Así, Almudena quedó excluida de la vida de Nicolás; la pérdida de libertad pareció más fuerte que el amor puro.
Pasaron los años. Nicolás Timoteo ya estaba felizmente casado; su hijo tenía veintidós años. No volvió a interesarse por su antigua amada; ella había fallecido y él nunca supo cómo le había ido. Con el tiempo, la culpa empezó a corroérle: «¿Quizá no debí haber huido tan drásticamente?». Amó a Almudena y, de haber nacido su hijo, también lo habría amado.
Su esposa actual también era su amor, aunque distinto: antes hubo fuegos artificiales y saltos en la nieve; ahora la vida transcurre con calma y orden. Se casaron al año siguiente de su ruptura con Almudena. Lola, la compañera de estudios de Nicolás en la otra universidad, siempre supo lo ocurrido; algunos conocidos les revelaron la verdad. Siempre hay gente buena que destapa los secretos.
Lola, mujer sabia, nunca le dijo a su marido: «¡Sé todo, vergonzoso!». Entendió que cada uno necesita sus propios misterios, sobre todo cuando están ligados a algo desagradable que no se quiere rememorar. Con una leve insinuación de que estaba al tanto, protegió la imagen del marido ejemplar, el hombre que siempre resolvía los problemas familiares de un solo golpe.
Ese asunto no habría fortalecido su matrimonio, sobre todo porque sucedió antes de que Lola llegara a su vida y todo parecía ir bien. Un sábado, Sergio anunció que presentaría a su novia: «¡Svetlana y yo nos vamos a casar!». Aunque para su hijo era pronto, los padres no objetaron; ya vivía independiente en el apartamento que le regaló su abuela.
Cuando Nicolás abrió la puerta el sábado, quedó helado: allí estaba Almudena, como si el tiempo no hubiera pasado, o más bien una copia idéntica, un clon según se diría hoy. La había dejado ese mismo agosto, y ahora volvía como búmeran.
Nicolás, hombre sagaz, comprendió que no era su antigua amada, sino su hija. Al juntar las piezas, se dio cuenta de que quizá era también su propia hija, la hermana de Sergio por parte de padre. ¿Cómo se puede casar con una hermana?
El hombre, ahora adulto y consolidado, se sintió perdido; esa situación resultó peor que la inesperada maternidad. Su garganta se secó, el corazón latía más de cien veces por minuto y el sudor frío le recordó que la justicia divina se acercaba. Debía comportarse con naturalidad, sonreír y conversar.
Intentó no mirar a la joven, temiendo leer en sus ojos el reproche silencioso de una hija que quizás había venido a sembrar discordia. Pensó que había escuchado de su madre la historia de un padre abandonado y que ahora buscaba venganza.
«¿Te ha gustado la novia?», preguntó su hijo, recién llegado tras la despedida de la boda. «No la he mirado», respondió Nicolás, mientras la presión arterial se disparaba y tuvo que tomar una pastilla.
«¡No te cases con ella!», gritó su padre. «¿Por qué?», replicó Sergio, desconcertado. «Porque esa chica es tu hermana, la misma madre que dejé embarazada hace veinte años», intentó explicar Nicolás, sin encontrar palabras.
«¡Me caso con ella de todas formas!», afirmó Sergio y se marchó. «¿Qué te ha picado?», le preguntó Lola, la esposa de Nicolás, señalando la joven. «Es una buena chica, se ve que le gustan los niños», respondió él, intentando aliviar la tensión.
Nicolás empezó a preguntarse qué hacer. «¿Y ahora qué?», pensó, mientras la culpa lo torturaba. Dos días pasaron con sufrimientos insoportables; incluso tuvo que pedir baja por crisis hipertensiva.
Su esposa, al cenar, le dijo: «Tranquilo, no es ella». Él replicó: «¿No es ella?». Ella contestó: «Sí, sé que no es la hija de Almudena, solo se parece mucho, son del mismo tipo». Lola recordaba que años atrás unas personas buenas habían mostrado una foto del supuesto doble de Almudena tomada por su propio marido en su época de gran amor.
«¿Puede pasar tal cosa?», se preguntó. «Claro, los concursos de doppelgänger existen», respondió Lola, riendo. La madre de la joven se llamaba también Lola, y ese sábado iban a visitar a sus padres. «¿Entonces Svetlana no es su hija?», indagó Nicolás, aliviado.
Al fin, comprendió que había confundido a Svetlana con su antigua amada; las similitudes eran solo superficiales. Entonces, el recuerdo de Almudena dejó de perseguirlo y la culpa se fue disipando.
Nicolás cambió: perdió la arrogancia y la pomposidad que antes mostraba. Descubrió que en realidad no era un maestro de ninguna cosa, sino un hombre sencillo que había cometido errores. Nunca habló de aquel episodio vergonzoso con su esposa; la vida siguió su curso.
Al final, la historia muestra que los secretos pueden pesar como una losa, pero la honestidad y la responsabilidad son la base para una vida plena. Sólo aceptando nuestras faltas y enfrentando la verdad podemos construir relaciones verdaderas y encontrar la paz interior.







