La Esposa Sabia

Querido diario,

Hoy he intentado, sin mucho éxito, no pensar en lo que sucedió. Mi mujer, Lidia, tampoco ha querido hablar del asunto: tú sabes que yo sé que tú lo sabes. Cuando vio a mi hijo, un joven llamado Nico, perdido y desorientado, le bastó con esa mirada; a quien lleva una culpa constante le resulta más fácil manipularlo.

Lidia es muy sabia. Sus ojos verdes, profundos como dos pozos sin fondo, nunca había visto nada igual. Basta una sola mirada y desapareces en ese abismo.

Yo, Nicolás, me enamoré de Inés al primer vistazo; fue definitivo y sin retorno. La chica llegó tarde a la clase y entró justo cuando empezaba, y al final terminamos en el mismo grupo. Nunca antes había sentido que el mundo se desvanecía, que todo quedaba en segundo plano mientras Inés ni siquiera me dirigía la palabra.

Si tan solo hubiera habido, aunque sea, una ligera curiosidad en sus ojos, una broma sin importancia, tal vez algo habría cambiado. Pero no fue así; Inés no se interesó en mí, aunque yo encajara en los estándares de atractivo que hoy se manejan.

Ese rechazo fue mi primera gran desilusión. En el instituto había sido el chico más popular del pueblo y nunca me faltaron las chicas. Todo parecía una broma, pero lo que sentí después fue inesperado y fuerte: tal vez, eso es el amor de verdad.

Me consolaba el saber que Inés no se interesaba en ninguno de los compañeros varones del grupo. Si esto ocurre, me repetía a menudo, no sé qué haré.

Inés se fue apagando en el tercer año; mi cariño por ella no cambió, seguía amándola con la misma intensidad. Entonces, como si la primavera derritiera el hielo, empezó a reírse de mis chistes y mi corazón volvió a latir con fuerza.

Cuando nos fuimos a casa en metro, en mis sueños se dibujó la historia de una vida feliz juntos. Un día la invité a salir y aceptó. Inés se dio cuenta de que también le gustaba ese Nicolás de pelo erizado, parecido a algún personaje de caricatura. La invité a tomar un café, y esa canción que sonaba en todas partes, hasta en los microondas, nos acompañó. Pasamos una tarde maravillosa y, al final, nos besamos: mi sueño empezaba a hacerse realidad.

Al final del tercer curso ya éramos pareja. Al inicio del nuevo año académico, Inés estaba embarazada. Sí, esas cosas pasan. El bebé llegó el mismo día de su cumpleaños; yo llegué a su casa el 9 de junio, cuando sus padres estaban de vacaciones. En el calor del momento no usamos anticonceptivos, pensando que todo pasaría sin consecuencias. Pero no fue así y ella descubrió que llevaba un regalo real, digno de una reina.

Pasamos las vacaciones con nuestras familias por separado. En aquel entonces los teléfonos móviles no eran habituales, así que el padre joven recibió la noticia solo cuando regresó del sur, a finales de agosto. Inés estaba angustiada; llevaba casi tres meses de embarazo y necesitábamos decidir.

Yo también estaba perdido, sin saber qué hacer. Cuando estábamos acostados en la cama todo parecía romántico, pero la dura realidad se asomó: los ojos verdes de la desgracia nos miraban. Casarme me parecía prematuro; era demasiado joven y mis padres no lo aprobarían. ¿Abortar? Inés no quería hacerlo y yo tampoco estaba listo.

El aborto requería dinero y, sobre todo, el consentimiento de ella. Ella, como si una nube de polvo la hubiera cubierto, aceptó cualquier opción. ¡Haz algo, Nicolás!, clamó. Yo prometí actuar y, efectivamente, lo hice. Pero lo que realmente sorprendió a todos, incluso a mí mismo, fue que no asistí a la universidad el primer día de septiembre. Me había escapado por cobardía.

Nadie me habría creído si alguien me hubiera dicho que eso iba a pasar. Resultó que había tomado mis documentos y los había llevado a otra universidad, sin que nadie lo supiera. Inés quedó sola con su problema. Los compañeros de clase se preguntaban dónde estaba, pues no contestaba llamadas y sus padres decían que había mudado a un piso alquilado sin teléfono.

Así, Inés quedó fuera de mi vida; la libertad que temía perder resultó ser más fuerte que el amor puro que sentía. Pasaron años. Yo, ahora Nicolás Martínez, estoy felizmente casado; nuestro hijo, ya mayor, cumple veintidós años. Nunca supe qué fue de Inés; simplemente desapareció, y mi conciencia ha ido picándome con los años, preguntándome si no fui demasiado drástico. Después de todo, la amaba, y al hijo que llevaba en su vientre también lo habría querido.

Mi esposa, Lidia, también es una mujer sabia. Nunca me dijo sé todo, desgraciado, sino que comprendió que cada hombre tiene sus sombras, sobre todo cuando están vinculadas a actos que no quiere recordar. Me insinuó que estaba al tanto, sin que eso dañara la imagen del marido ejemplar que siempre quise ser.

El sábado, Sergio, mi hermano, anunció que iba a presentar a su novia, Sofía, con la intención de casarse. Aunque era temprano, los padres no se opusieron; él ya vivía solo en un piso que le había regalado su abuela. Cuando abrí la puerta el sábado, allí estaba Inés, como un espejo del pasado, idéntica en rostro, casi una clonación. Resultó ser su hija, y tal vez también mi hija, pues el padre era el mismo.

El golpe me paralizó. Sentí el corazón acelerar más de cien latidos por minuto, el sudor frío, la venganza del destino. Traté de actuar con naturalidad, sonreír, conversar, pero no podía evitar mirar a los ojos de la joven y sentir una acusación muda: ¿viene a sembrar discordia en nuestra familia? Tal vez había escuchado de su madre que yo la había abandonado y ahora venía a vengarse.

Lidia, preocupada, me preguntó si quería recostarme y medir la presión arterial. Acepté, usando la excusa para alejarme de la mesa. El hijo, que había vuelto de despedir a la novia, notó que no la miraba y me preguntó si no me gustaba Sofía, quizá por la presión. Mi presión estaba por las nubes, tuve que tomar una pastilla.

El padre, furioso, gritó que no me casaría con ella. Sergio, desconcertado, preguntó por qué. ¿Cómo puedes casarte con la hermana de tu hijo?, replicó. Yo no sabía qué decir; admitir la verdad era demasiado doloroso.

Lidia, con voz firme, me recordó que la chica no era la hija de Inés, sino una simple parecida. ¿No será una coincidencia?, bromeó, aludiendo a los concursos de dobles. Al fin, Sofía resultó ser la hija de un primo lejano, no mi descendencia, y el conflicto se disipó.

Al final, la vida me ha enseñado que los errores del pasado no desaparecen, simplemente se transforman en sombras que nos persiguen. He aprendido que, aunque intentemos ocultar la verdad, el corazón siempre sabe cuándo se le está mintiendo. La lección que me llevo es que la honestidad, aunque duela, evita que el peso del secreto nos ahogue en el futuro.

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