**La Esposa Perfecta**
Desde que estudiaba en la universidad, Pablo tenía claro que debía casarse con una chica tranquila y equilibrada. Esas eran las ideales para formar una familia. Sin embargo, salía con otras: vivarachas, habladoras, algunas exigían flores, regalos y salir a cafeterías caras. Pero, ¿de dónde iba a sacar dinero un estudiante sin recursos? Así que aprendió a distinguir quién era quién.
Cerca de graduarse, empezó a salir con Lucía, una chica inteligente, serena y meticulosa. En ella se notaba el orden en todo lo que hacía.
“Javi, creo que ya es hora de casarme”, le decía Pablo a su amigo. “Tú ya eres un hombre de familia y hasta van a tener otro hijo”.
“Hombre, Pablo, ¡siempre te lo he dicho! ¿Así que te casarás con Lucía, la de mi clase? Hazlo, es una chica increíble, lista, guapa y, sobre todo, tranquila. Nunca la he visto histérica. Y lo meticulosa que es hasta me dejaba copiar sus apuntes”.
“Sí, Javi, creo que es la mejor opción, al menos de las que conozco”, reía Pablo.
Antes de graduarse, Pablo le propuso matrimonio a Lucía, y ella aceptó.
Lucía y su hermana pequeña pasaban casi siempre solas en casa cuando eran estudiantes. Su padre era camionero y viajaba mucho; su madre trabajaba hasta tarde. Así que, cuando Lucía creció, se encargó de la casa: cocinaba, ayudaba con las tareas, aunque su madre no le obligaba. Era simplemente su manera de ser.
Cuando visitaban a su tía Carmen, la hermana mayor de su madre, Lucía siempre se sorprendía.
“Qué limpio está todo en casa de la tía Carmen”, pensaba mientras recorría las habitaciones. “Hasta los mantelitos bordados a mano son preciosos”.
Los platos relucían, todo estaba impecable, como si nadie viviera allí. Lucía aún no entendía que había heredado ese rasgo de su tía. En casa intentaba mantener el orden, aunque no siempre lo conseguía. Pero en sus cuadernos y en su escritorio, el orden era sagrado. En la universidad, sus apuntes eran perfectos, sacaba buenas notas y siempre iba arreglada.
Al casarse, se mudaron a un pequeño piso de dos habitaciones que Pablo ya tenía.
“Pablo, la has clavado”, le decía Javi con sana envidia. “Piso propio y una esposa preciosa. Nosotros seguimos alquilando y ni se vislumbra una vivienda propia”.
Tras casarse, Lucía decidió crear un hogar perfecto, como el de su tía Carmen. Se obsesionó con el orden y la limpieza, volviéndose casi una maniática.
Nadie le explicó que una esposa y madre debe priorizar a su familia, no solo la apariencia externa. Y hasta que lo entendió, la vida le dio una lección.
Pablo y Lucía eran muy diferentes. Él, extrovertido y sociable, siempre rodeado de amigos; ella, tranquila y reservada. A él le encantaban las escapadas al campo, las barbacoas y la pesca. Ella prefería bordar, tejer o leer.
Antes de que naciera su primer hijo, Lucía acompañaba a Pablo en sus excursiones, aunque sin entusiasmo.
“Lucía, mañana vamos de acampada a la orilla del río. Barbacoa, pesca prepárate”.
“Pablo, no me gusta eso. Solo sirve para alimentar mosquitos y dormir incómoda. Además, es antihigiénico”. Pero sabía que él no cejaría.
Cuando su embarazo avanzó, se negó, y Pablo no insistió. En casa, disfrutaba ordenando su “nido”: limpieza, comida saludable. Creó el hogar que deseaba.
“Lucía, tu casa parece una clínica, todo tan impecable”, decía su amiga Marta cuando la visitaba. “Eres la esposa perfecta. ¿Cómo lo haces? En mi casa es un caos, los niños lo revuelven todo. Ni se me ocurre traerlos aquí”.
Pablo, enérgico y espontáneo, a veces la arrastraba al dormitorio a mediodía, y ella protestaba.
“Tengo la colada sin planchar, si no, se arruga más”.
“Lucía, me da igual dormir en sábanas planchadas o no”, decía él, besándole el cuello. “A veces esta casa parece un quirófano”.
“¿No te gusta vivir con orden y comodidad?”
“Claro que sí, pero creo que te pasas”.
Una noche, Pablo anunció:
“Los amigos quieren ir este fin de semana al pueblo, a esquiar y con motos de nieve. Vente. Hay barbacoa, baño en el río Y dormir en una casa rural con chimenea”.
“¿Estás loco? Estoy embarazada de seis meses. Y en invierno Podríamos enfermar”.
“Dios, qué pesada eres. Todo te parece mal”.
Cuando nació Daniel, Lucía casi enloqueció con su obsesión por la limpieza. Aun así, lo llevaba todo. Al cumplir Daniel tres años, volvió a trabajar, pero poco.
“Pablo, creo que estoy embarazada otra vez”.
Al día siguiente, el médico lo confirmó.
“¡Es verdad!”, dijo Lucía, feliz, al salir.
“Ya lo sabía por tu cara”, sonrió Pablo.
Al nacer Sofía, Lucía se sumergió de nuevo en la limpieza: lavar, planchar, limpiar Hasta Pablo se cansó.
“Te has convertido en una gallina clueca. Solo piensas en los niños, la limpieza y las pechugas al vapor. Esas pechugas me tienen harto”.
“Lo frito es malo, sobre todo para ellos”, replicaba ella. “Deberías alegrarte de que me preocupe nuestra salud”.
Esas discusiones eran ya parte de su vida. A Pablo le exasperaba tanta pulcritud.
“Vámonos unos días, desconecta. Podríamos alquilar una cabaña junto al lago”.
“¿Y los niños?”
“Que se queden con mi madre. Le encantará verlos”.
“¿Tu madre? Tiene dos perros y un gato ¡Pelo y polvo por todas partes! No es sano”.
“Dios, Lucía, ¡esto es insoportable! Las demás mujeres salen con sus maridos, pero nosotros”.
Cuando Sofía empezó el colegio, Lucía notó que ella y Pablo se distanciaban. No lo entendía.
“¿Por qué ya no hablamos? Según mis convicciones, yo soy la esposa perfecta”.
Incluso se lo dijo a Pablo:
“Hay pocas como yo”.
Y él, de pronto, soltó:
“Sí, perfecta pero aburridísima. Nunca quieres ir a ningún sitio conmigo”.
Pablo salía con amigos; ella, en casa, limpiando. Hasta que un día se arrepintió.
Nunca imaginó que, al salir él solo, otras mujeres podrían acercársele. Pablo era guapo, divertido, y a las mujeres eso les encanta, sin importarles si está casado.
Pablo empezó un romance con Carla, la amiga de Marta, que siempre lo había mirado con interés.
El romance duró casi un año sin que Lucía sospechara. Notaba que algo iba mal, pero no sabía qué. Pablo se distanciaba, apenas hablaba con los niños. A veces se iba de viernes a domingo.
“Pablo, hablemos de nuestra vida. Hay cosas que no me gustan”.
“A mí tampoco”, respondió él. “Me voy mañana. Voy a vivir con otra mujer”.
Lucía se quedó pasmada.
“¿Cómo? Siempre he hecho todo por este hogar”.
“Sí, orden y limpieza, ese es tu fuerte. Pero yo necesito una esposa cariñosa que me apoye. Eres una gran madre, pero a mí me falta algo”.
Pablo se fue. Lucía, aturdida, reflexionó:
“¿En qué he malgastado estos años? ¿En una limpieza absurda? No