La Esposa Perfecta

**La Esposa Perfecta**

Desde la universidad, Javier supo que debía casarse con una mujer tranquila y equilibrada. Esas son las mujeres para formar una familia. Pero salió con otras, vivarachas y habladoras, algunas exigían demasiado: flores, regalos y cafés. ¿Y de dónde iba a sacar dinero un estudiante pobre? Así que fue descartando, analizando qué tipo de mujer le convenía.

Cerca de graduarse, salía con Lucía, una chica inteligente, calmada y meticulosa. En ella se notaba el orden en todo lo que hacía.

“Álex”, le decía Javier a su amigo, “creo que es hora de casarme. Tú ya eres un hombre de familia, y hasta tienen otro en camino”.

“Hombre, Javi, ¡ya era hora! Te lo llevo diciendo desde hace tiempo. ¿Así que te casarás con Lucía, la de mi grupo? Es una chica estupenda, lista, guapa y, sobre todo, tranquila. Nunca le he visto un arranque de histeria. Y lo meticulosa que es… ¡Cuántos apuntes le he copiado!”

“Sí, Álex, creo que es la mejor opción, al menos de las que conozco”, respondía Javier riendo.

Antes de terminar la carrera, Javier le propuso matrimonio a Lucía, y ella aceptó.

Lucía y su hermana pequeña pasaban casi siempre solas en casa durante su infancia. Su padre era camionero, se iba por largas temporadas, y su madre trabajaba hasta tarde. Así que, cuando creció, Lucía se encargó de la casa: cocinaba para su hermana, revisaba sus tareas. Aunque su madre no la obligaba, era algo que llevaba dentro.

Cuando visitaban a su tía Carmen, la hermana mayor de su madre, Lucía siempre se sorprendía:

“Qué limpio tiene todo la tía Carmen”, pensaba, recorriendo la casa. “Hasta los manteles están bordados a mano”.

La vajilla relucía, todo era inmaculado, como si nadie viviera allí. Lucía no sabía entonces que había heredado ese rasgo de su tía. En su casa intentaba mantener el orden, aunque no siempre lo lograba. Pero sus apuntes y su escritorio estaban siempre impecables. En la universidad, sus notas eran perfectas, iba siempre arreglada y peinada.

Al casarse, se mudaron a un piso de Javier, pequeño pero propio.

“Javi, qué bien te has montado”, le decía Álex, casi con envidia sana. “Piso propio, una mujer preciosa… Nosotros seguimos alquilando, y ni se ve una hipoteca cerca”.

Lucía, al casarse, decidió crear el hogar perfecto. Como el de su tía Carmen. El orden y la limpieza se convirtieron en su obsesión.

Nadie le explicó que, antes que la perfección externa, estaban las personas. Y hasta que lo entendió, la vida le dio una lección.

Javier y Lucía eran opuestos. Él, extrovertido, sociable, siempre rodeado de amigos. A ella le gustaba bordar, leer, tejer. Antes de que naciera su primer hijo, Daniel, Lucía acompañaba a Javier en sus escapadas al campo, aunque no le entusiasmaban.

En verano, Javier ya planeaba salidas.

“Luci, mañana vamos a acampar junto al río. Pesca, barbacoa… Prepárate”.

“Javier, no me gusta eso. Mosquitos, dormir en el suelo… Todo antihigiénico”. Pero sabía que acabaría yendo.

Con el embarazo avanzado, se negaba, y él lo entendía. En casa, se dedicaba a su nido: limpieza, comida saludable… Todo bajo control.

“Lucía, tu casa parece una clínica”, decía su amiga Laura al visitarla. “Eres la esposa perfecta. Yo no podría… Mis hijos lo vuelven todo del revés. Por eso no te los traigo”.

Javier, impulsivo, a veces la arrastraba al dormitorio.

“Tengo la ropa sin planchar…”, protestaba ella.

“Me da igual”, murmuraba él, besándole el cuello. “A veces este piso parece un quirófano”.

“¿No te gusta vivir en orden?”

“Claro que sí, pero te pasas”.

Una noche, Javier anunció:

“Este fin de semana vamos al pueblo, a esquiar y con motos de nieve. Barbacoa, baño en el río…”.

“¿Estás loco? Estoy embarazada de seis meses, y tú quieres llevarme al campo en invierno”.

“Dios, Lucía, qué pesada eres”.

Cuando nació Daniel, Lucía casi enloqueció con su obsesión por la limpieza. Lo sabía, pero no podía evitarlo. Volvió a trabajar cuando Daniel cumplió tres años, pero no duró mucho.

“Javier, creo que estoy embarazada otra vez”.

Al día siguiente, el médico lo confirmó. Lucía salió radiante de la consulta.

“Ya lo sabía”, dijo Javier, sonriendo.

Con el nacimiento de su hija Alba, Lucía se sumergió otra vez en la limpieza, el orden… Hasta Javier se cansó.

“Te estás convirtiendo en una gallina clueca. Solo piensas en los niños, la limpieza y tus filetes al vapor. ¡Haz algo frito de vez en cuando!”.

“Lo frito es malo, sobre todo para los niños”.

Esas discusiones se volvieron frecuentes. Javier quería escapadas, pero ella se negaba.

“Dejemos a los niños con mi madre”.

“¿Con tus perros y tu gato? ¡Todo lleno de pelo!”.

“Lucía, ¡esto es insoportable!”.

Con Alba ya en el jardín de infancia, Lucía sintió que se distanciaban. No entendía por qué.

“¿Por qué ya no hablamos? Creo que soy la esposa perfecta”.

Un día, Javier soltó:

“Sí, perfecta… pero aburridísima. Nunca quieres hacer nada conmigo”.

Él salía solo con amigos. Hasta que un día, todo cambió.

Un hombre que pasa los fines de semana fuera… Las mujeres se fijan en alguien como Javier: alto, divertido, guapo. Y a algunas no les importa si está casado.

Javier conoció a Sara, amiga de Laura. Ella lo había notado desde hace tiempo. En una de esas excursiones, Sara no desaprovechó la oportunidad.

Así empezó su romance. Casi un año pasó antes de que Lucía sospechara. Algo no iba bien. Javier apenas estaba en casa.

Una noche, decidió hablar.

“Javier, necesitamos hablar de nuestra vida”.

“Yo también”, respondió él. “Mañana me voy. Estoy con otra mujer”.

Lucía se quedó helada.

“¿Cómo? Siempre he hecho todo por esta casa…”.

“Sí, orden y limpieza. Pero yo necesito a alguien que me acompañe”.

Javier se fue. Lucía, aturdida, repasó su vida.

“¿En qué he malgastado estos años? ¿En una limpieza que a nadie importa? Él tenía razón…”.

Con el tiempo, se acostumbró a la soledad. Los niños iban al colegio. Javier los veía los fines de semana, los llevaba al parque, al cine.

Una vez, los vio en el centro comercial: Javier y Sara, riendo, con complicidad.

“Soy lo opuesto a ella. Mi vida es perfecta… pero vacía”.

Hasta que un día, Daniel le dijo:

“Mamá, papá vive con la abuela. Se separó de Sara”.

Más tarde, Alba llegó entusiasmada:

“¡Papá nos invita a pescar! A todos. ¿Vamos?”.

Lucía iba a protestar, pero se detuvo.

“Vale, vamos”.

Esos dos días le encantaron. No podía dormir de la emoción.

“¡Qué equivocada estaba! El amanecer en la tienda, el río, el té…”.

Entendió todo. Había perdido mucho por su obsesión. Volvieron a salir juntos, a recoger setas, a pasear.

Ahora sabe que la felicidad está en vivir para los su

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