Vicente apoyaba la frente contra la puerta de madera, familiar y ahora hostil. En la mano, una bolsa de viaje pesada como su culpa; en el bolsillo, las llaves de casa tintineando, mudas, imposibles de usar. Tres días atrás, había salido de aquí tras otra pelea, golpeando el pomo con rabia, gritándole a Teresa que no volvería. Ella, furiosa, le había lanzado una zapatilla a la espalda, chillando que se largase adonde le diera la gana. Otra disputa de tantas en treinta años juntos.
Pero ahora todo era distinto.
Apretó el timbre. Tras la puerta, pasos conocidos, luego la voz de Teresa:
– ¿Quién es?
– Soy yo, Tere. Abre.
Silencio. Largo, gélido.
– ¿Teresa, me oyes? – repitió Vicente.
– Te oigo. – La voz helada de su esposa atravesó la madera. – ¿Qué quieres?
– ¿Cómo que qué quiero? Volver a casa.
– Aquí ya no es tu casa.
Vicente se quedó sin aliento. Treinta años compartidos, y ella nunca había ido tan lejos, ni en los peores combates.
– Teresa, deja de hacer el tonto. Abre y hablamos con calma.
– No abro. Y no pienso hablar.
– ¿Pero qué te pasa? ¿A qué viene tanta historia?
– Tú sabes por qué.
Lo sabía, sí. Teresa había encontrado un papel en el bolsillo de su abrigo, un número de teléfono con letra de mujer. La torpe historia de siempre: una compañera del trabajo, Ludivina de la oficina, le dio su móvil por unas reuniones. Pero explicárselo a Teresa mientras ardiendo de cólera fue como hablarle a la pared.
– Teresa, ¡te lo expliqué! Era Ludivina, de Contabilidad. El número era por trabajo.
– Por trabajo, claro – cortó la voz desde el interior. – ¿Y a las diez de la noche se llama *por trabajo*?
– ¿Qué diez de la noche? ¡Si ni siquiera la llamé!
– Mientes. Lo vi en tu móvil.
Un nudo de acero le apretó el pecho a Vicente. Sí, había llamado… pero por otro motivo. La hija de Ludivina aspiraba a entrar en la universidad pública; él conocía a alguien allí y prometió recomendarle. Un favor entre compañeros, nada más.
– Teresa, mi vida, déjame entrar y te lo explico con calma.
– No. Explícamelo desde ahí.
Vicente miró hacia la escalera. Los vecinos podían aparecer, y él no quería escándalos domésticos en público.
– Bien, escucha. Llamé a Ludivina, es cierto. Pero no por lo que imaginas. Es por su hija, va a Medicina, y allí tengo un conocido. Le promet prometí ponerle una palabra.
– ¿Y crees que me trago ese cuento?
– ¡No es cuento, es verdad!
– ¿Verdad? ¿Entonces por qué no me dijiste nada? ¿Por qué lo ocultaste?
Vicente dudó. Realmente, no le había contado lo del favor. No por malicia, solo porque no le pareció importante.
– No lo oculté. Solo que no le di importancia.
– Ajá, no le diste importancia. ¿Y qué más no le diste importancia? ¿Piensas contarme por qué saliste con ella a una cafetería tras el trabajo?
El corazón de Vicente dio un vuelco. ¿Cómo lo sabía?
– ¿Cómo tú…?
– Carmen Roldan lo vio. Dice que estabais como tortolitos, agarrados de la mano.
– ¡No nos agarramos de las manos! – protestó. – Y solo estuvimos media hora. Me invitó a un café, por lo de su hija.
– Claro, invitó. Tan agradecidas se han puesto ahora.
El veneno en la voz de Teresa le hizo entender que esta vez no cedería.
– Teresa, mi cielo, piensa un poco. ¿Para qué quiero yo a otras mujeres? Te tengo a ti, tenemos nuestra familia.
– *Tenía* familia. Ahora ya no.
– ¿Cómo que no? ¿Qué dices?
– Digo que estoy harta de vivir con un adúltero.
– ¿Qué adúltero? ¡Si no he hecho nada!
– ¿Nada? ¿Entonces qué hacías? ¿Te enrollabas?
Vicente apoyó la frente contra la puerta. La discusión era un callejón sin salida.
– Teresa, quedamos mañana, cuando te calmes. Como personas civilizadas.
– No me calmaré. Y no quedaré.
– Tere…
– Vete con tu Ludivina. A lo mejor te abre ella.
– ¿Qué tontería dices? ¿Qué Ludivina? ¡Tengo sesenta años! ¡Soy abuelo! ¿Para qué voy a querer líos?
– ¿Y entonces por qué sales con mujeres a cafeterías?
– ¡Te lo he explicado! Fui una vez, por educación.
– Una vez… ¿Y si no serán más?
Vicente comprendió que estaba atrapado. Todo lo que dijera sería otra excusa para ella.
– Vale – dijo, exhausto. – Me largo. Pero hablaremos.
– No hablaremos de nada.
Vicente cogió la pesada bolsa y bajó las escaleras. En la calle, bajo la lluvia suave, le esperaba Francisco, su hijo, que lo había recogido de la estación.
– ¿Qué, papá? ¿Te abrió? – preguntó Francisco al ver su cara derrotada.
– No.
– ¿En serio? – Francisco se sorprendió. – ¿Se ha vuelto loca del todo?
– No sé, hijo. No la entiendo.
Entraron en el coche. Francisco arrancó el motor, pero no se movió.
– Papá, ¿qué pasó realmente? Mamá por teléfono soltó unas cosas…
– ¿Qué dijo?
– Bueno… Que tenías una amante. Que le eras infiel.
Vicente respiró hondo.
– Paco, te lo juro por lo que quieras: no hay nadie. Nunca lo ha habido. Es una invención de tu madre.
– ¿Y entonces de dónde salió esa… Ludivina?
– Ludivina es compañera del curro. Una mujer normal. La ayudé con su hija, me invitó a un café. Nada más.
Francisco estudió el rostro de su padre.
– Papá, ¿hablas en serio?
– En serio, hijo.
– Entonces no entiendo por qué mamá se puso así. Suelta rápido las cosas.
– Yo tampoco lo entiendo.
El coche arrancó. Francisco llevó a su padre a su piso, donde Vicente pasó una noche en vela. Por la mañana, decidió intentarlo
Vicente esperó bajo la lluvia en el portal, agotado por tanta guerra inútil, mientras las cortinas del cuarto piso permanecían inmóviles como un juicio y Carlos, con el corazón encogido de impotencia, arrancó el coche rumbo a su casa, sabiendo que el frío otoñal ya se había instalado para siempre en el pecho de su padre.