Esa noche, mientras degustábamos el arroz con leche que Manuela siempre sabía hacer tan bien, su mirada luminosa parecía tragar más que la comida.
– ¡Lucía, hija mía! Eres maravillosa. Cómo cocinas, cómo cuidas el hogar… ¡Solo tener a Ignacito debe ser una bendición! – exclamó con su voz cascada de caja de madera desgastada. – Tu bravura me hace recordar a mis días de juventud, antes de que se muriera mi pobre Antonio. En aquel tiempo, una mujer valiosa era la que sabía tejer, limpiar y encender la chimenea. ¡La belleza se adquiere, claro!
Me quedé quieta, con la servilleta doblada como el silencio en la mesa, y acerqué más las tazas de té con limón. Ya conocía ese rito de Manuela: siempre un halago, siempre un ¿y por qué no? sobre los hijos.
Ignacio, con esa cara de niño abandonado que pone cuando su madre le acusa de vivir en la luna, le ofreció más sopa de pescado, aunque ya tenía dos cuencos tapando la mesa como reliquias.
– Mamá, pruebe algún bocado. Lucía recién lo herví… – Su voz era un murmullo de muelle gastado.
– ¡Dios, cómo me habré tenido que esforzar para criar a un hijo tan decente! – rió Manuela, limpiándose el rabillo con la servilleta, como si repelar el llanto fuera solo un gesto práctico. – A mí, en mis tiempos, se nacía con la palabra “familia” grabada en la piel. Y hoy, ver a tantas muchachas que… ¡olvídanse hasta del velo de la Virgen! ¿No le parece, Ignacito?
No respondió.
Sólo una vez, un par de años atrás, se atrevió a decirle que no entendería esas páginas de neurociencia que hojeo antes de dormir. No volvió a mencionarlo.
Volví a la cocina, donde el frío del suelo se clavaba en las plantas. A los treinta y dos años seguía sin creer que fuese “mucho pedir”. Tres tratamientos de inseminación, doce mil euros, documentación que olvidaban en las maletas. No nos decían que la culpa mostraría más fuerza que el amor.
Cuando regresé, Manuela ya no hablaba del pasado, sino del presente:
– Oí que la vecina del quinto, la que se divorció sin hijos, ha seguido a un diplomático brasileño. ¿No es triste? ¡En vez de criar nietos, busca amor en Río! – Sus ojos brillaban como si de veras estuviera compadeciéndose. – A mí, criarnos a Ignacito… Oh, tuvimos cosas duras. Pero nada que no se solucione con rezos y ortigas.
Ignacio me miró, una cuchara clavada en el aire como si fuera un cuchillo.
– Mamá, estamos en el año 2024 – dijo con pasividad, y de repente bajé la mirada al mantel, sus líneas de encaje parecían evolucionar. – El mundo ha cambiado.
– ¡El mundo, el mundo! – soltó, y sus dedos se entrecruzaron como si estuviese escribiendo un poema maldito. – Yo tuve que desmayarme delante de un bebé… Pero es que, Luci… Tienes que haberme visto en mis días. A los 18, con mi Antonio trabajando en el anexo de construcciones. Cómo sudábamos, cómo rezábamos.
Me paré de nuevo, sosteniendo el plato con un agarre que imitaba la calma.
– Voy al baño – anuncie, y dejé que el vaso de vino se tranquilizara en la encimera, como si así el vino también pudiera entender mi inquietud.
Ignacio fue tras de mí.
– ¿Otra vez? – susurró, pasándome las manos por los hombros. – No dejes que te hable de eso.
– No es solo eso – respondí, y ya no preguntó. Era verdad que no guardaba todas las heridas en compartimentos como él. A veces siento que explotaré como una de esas bombillas que se funden en un instante. Pero también siento que Manuela lleva su cruz: la soledad, el vacío del cuarto de Ignacio cuando él se fue, esos hijos que nunca la visitan como las vecinas.
Al día siguiente, al volver a casa, encontré a Manuela en la cocina con el delantal de Ignacio.
– ¡Tu plan de talleres de bisutería! – me dijo, mostrando hilos y cartulinas como si fueran las salvaciones. – Tuve una idea para un collar de cuentas. Y he visto este sitio de Madrid que una curandera cura todos los males. Lo dice el pastor de la iglesia.
Me sonrió, y por primera vez vi en ella no a la suegra con el sapo acusador en la garganta, sino a una mujer hambrienta que intenta parecer llena.
Esa noche, cuando la dejamos en su piso del barrio de Salamanca, me abrazó con una fuerza que sacudió toda la bolsa de gominolas que llevaba en el bolso.
– Luci, cariño – me susurró –. Prométeme que nunca te callarás. Aunque siempre pierdas. Aunque siempre te falte.
Y prometí, aunque ya no sabía quién sufría más: si yo por los hijos que no llegaban, o el desmedido amor al hijo que sí faltaba en su vida.
Al mes siguiente, cenábamos juntos en mi casa.
– El vecino de al lado – dijo Manuela, balanceando una cucharada de sopa en el aire –, el anciano que toca el piano… Ha venido a cenar esta noche. Dice que le recuerdo a su esposa de juventud.
Ignacio levantó la vista, y por vez primera me pareció ver en sus ojos la posibilidad de que Manuela no fuera solo una sombra que nos doblegaba, sino un ser que podía amarse a sí misma sin necesidad de amortajar a otros.
Y así, con ese nuevo sonido de la cuchara del vecino en la vajilla de mi madre, entendí que a veces el silencio no es una alianza con la derrota, sino una manera de escuchar, por fin, las voces más profundas de nuestro interior.