La Esposa del Hijo y su Ultimátum

La Suegra y su Ultimátum

Esta mañana, mi nuera, Lucía, me miró fijamente y soltó: “Isabel María, a partir de hoy, querida suegra, no probarás ni una de mis comidas. Haz lo que quieras, te asigno un estante en la nevera y cocina para ti, preferiblemente antes de que yo me despierte o vuelva del trabajo.” Me quedé clavada, como si un rayo me hubiera partido, sin dar crédito a lo que escuchaba. ¿Cómo? ¿A mí, la suegra que ha cocinado para la familia toda la vida, ahora me echan de la cocina y me niegan el derecho a comer en casa? Todavía me hierve la sangre de la indignación, y necesito desahogarme porque, si no, estallaré de pura rabia.

Hace dos años que vivimos en la misma casa con mi hijo, Javier, y su mujer, Lucía. Cuando se casaron, les ofrecimos venir aquí —la casa es grande, hay espacio para todos—, y además pensé que podía echarles una mano. Al principio, Lucía parecía una chica encantadora: sonreía, daba las gracias por las comidas, incluso me pedía recetas de mis croquetas. Yo, como una tonta, me alegraba de que mi hijo tuviera una esposa así. Cocinaba para todos, limpiaba, me esforzaba por hacerles la vida fácil. ¡Y ahora me suelta esto! Como si fuera una extraña en mi propia casa, como si mis cocidos y empanadas fueran indignos de su alteza.

Todo empezó hace unos meses, cuando Lucía comenzó a quejarse de que “cocinaba demasiado”. Que ella estaba a dieta y que mis platos eran “pesados”. ¿Quién le obligaba a comerse mis torrijas? Si quería ensaladas, que se las preparara, yo no me oponía. Pero en vez de eso, empezó a criticarlo todo: la paella estaba salada, las patatas poco hechas, el aceite de más. Me callaba, para no crear conflicto. Javier, mi hijo, también me decía: “Mamá, no le hagas caso, Lucía está estresada con el trabajo”. Pero yo sabía que no era solo eso. Había decidido que la cocina era su territorio y que yo sobraba.

Y ayer llegó el colmo. Como siempre, hice unos churros caseros —finos y crujientes, como le gustaban a Javier desde pequeño. Los puse en la mesa y llamé a todos para desayunar. Lucía bajó, miró los churros como si fueran enemigos públicos y dijo: “Isabel María, ya te pedí que no cocinaras tanto. Javier y yo ahora tomamos tostadas con aguacate”. Iba a responder que nadie prohibía las tostadas, pero entonces vino el ultimátum: ¡mi estante en la nevera! ¡Cocinar para mí sola! ¿En mi casa, donde llevo 40 años mandando, donde cada rincón lleva mi huella?

Intenté hablar con Javier. Le dije: “Hijo, ¿ahora tengo que hacerme mi comida aparte, como en una pensión? Esta es tu casa, pero no soy la asistenta.” Pero él, como siempre, quiso mediar: “Mamá, Lucía solo quiere su espacio. Intenta entenderla.” ¿Espacio? ¿Y el mío? He vivido para mi familia, ¿y ahora me relegan a un estante de la nevera? Mi marido, Antonio, tampoco me apoyó. “Isabel, no exageres —dijo—. Lucía es joven, quiere sentirse dueña de su casa.” ¿Dueña? ¿Y yo qué soy?

La verdad, no sé cómo reaccionar. Una parte de mí quiere hacer las maletas e irme a casa de mi hermana en Valencia, a ver cómo se las apañan solos. Pero ¡esta es mi casa, mi cocina, mi hijo! ¿Por qué tengo que ceder? Siempre he intentado ser buena suegra: no me metía en sus asuntos, no criticaba sus experimentos con quinoa, incluso fregaba los platos cuando ella “estaba agotada”. Y ahora me borra de la mesa familiar como si fuera una intrusa.

Anoche, al final, entré en la cocina y me preparé mi cena —unas patatas con chorizo, como me gustan. Lucía, al verme, resopló: “Isabel María, así mejor, ¿no?” No contesté, pero por dentro hervía. ¿Mejor? ¿Mejor dividir la familia en platos “tuyos” y “míos”? Siempre creí que la comida unía, que en la mesa se arreglaban las cosas. Y ahora tenemos una guerra por los churros y un estante en la nevera.

No sé qué hacer. ¿Hablar con Lucía sin rodeos? ¿Decirle que me duele ser tratada como una invitada en mi casa? Pero temo que lo voltee todo y me acuse de “no respetar su espacio”. ¿O quizá dejar de cocinar del todo? Que Javier y ella se coman sus tostadas, y yo me pediré una tortilla de patatas del bar. A ver cuánto aguantan sin mis croquetas.

Pero lo que más pena me da es Javier. Está en medio: yo, su madre, y su mujer, que claramente lo está forzando a elegir. No quiero que sufra, pero tampoco pienso humillarme. He trabajado toda la vida, he criado a mi hijo, he construido esta casa. ¿Ahora una chiquilla me dicta qué estante usar? No, Lucía, así no.

De momento, he decidido mantener la calma. Cocino para mí, como ella dijo, pero no me rindo. Quizá recapacite al ver que no voy detrás de ella pidiendo perdón. O tal vez tendré que hablar en serio con Antonio y Javier. No quiero guerra, pero tampoco seguiré callada. Esta casa es mía, y tengo derecho a mi plato en la mesa. Y Lucía que piense si merece la pena romper la familia por sus “límites”.

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