Vicente permanecía ante la puerta, incapazos de pulsar el timbre. Una gran bolsa con sus cosas pesaba en su mano; las llaves de casa tintineaban en el bolsillo de su cazadora, sin que osara sacarlas.
Tres días antes había salido tras una pelea más, dando un portazo y gritando a su mujer que no volvería. Marta entonces le había arrojado una zapatilla al salir y vociferado que se fuera a paseo. Una disputa común, como tantas en treinta años de matrimonio.
Pero esta vez algo falló.
Pulsó el timbre. Tras la puerta se oyeron pasos, luego la voz de Marta:
—¿Quién es?
—Soy yo, Maite. Ábreme.
Silencio. Uno largo, incómodo.
—Maite, ¿me oyes? —repitió Vicente.
—Te oigo —respondió fría su esposa—. ¿Y qué quieres?
—¿Cómo que qué? He venido a casa.
—Ésta ya no es tu casa.
Hasta Vicente se sorprendió. En treinta años juntos, Marta nunca había ido tan lejos, ni en las broncas más fuertes.
—Maite, deja de hacer el tonto. Abre y hablamos como adultos.
—No abro. Ni pienso hablar.
—¿Qué mosca te ha picado? ¿A santo de qué este alboroto?
—Tú sabes por qué.
Vicente lo sabía. Tres días antes, Marta había encontrado en su bols nudillo un número escrito con letra de mujer. La historia más tópica: una compañera de trabajo le dio su teléfono para hablar de una reunión. Pero explicárselo a su furiosa esposa era imposible.
—Marta, ¡te lo expliqué! Es Marisol Pérez, de contabilidad. Me dio el número por trabajo.
—Por trabajo, claro —sonó su voz tras la puerta—. ¿A las diez de la noche llamáis por trabajo?
—¿Qué diez de la noche? ¡Si no la he llamado en mi vida!
—Mientes. Lo vi en tu móvil.
Vicente sintió un nudo en el estómago. Sí había llamado a Marisol Pérez, pero por otro asunto. La hija de su compañera entraba en la universidad donde un conocido trabajaba, y prometió recomendarla. Un favor de pura camaradería.
—Maite, déjame entrar y te lo explayo con calma.
—No. Explícate desde ahí.
Vicente miró a su alrededor. Los vecinos podían aparecer en el rellano, y él no quería poner sus vergüenzas familiares en la calle.
—Vale, escucha. Llamé a Marisol Pérez, es cierto. Pero no por lo que crees. Su hija intenta a entrar Medicina, y allí trabaja un amigo mío. Le prometí comentárselo.
—¿Y crees que me trago ese cuento?
—¡No es un cuento, es la verdad!
—¿Verdad? ¿Entonces por qué no me dijiste nada? ¿Por qué lo ocultaste?
Vicente titubeó. Realmente no contó a su mujer la petición. Sin malas intenciones, pensó que no merecía la pena con los pequeños contratiempos laborales.
—No lo oculté. Sólo me pareció sin importancia.
—Ajá, sin importancia. ¿Y qué más te pareció sin importancia? ¿Me vas a contar para qué fuiste con ella al bar después del curro?
A Vicente le dio un vuelco el corazón. ¿Cómo sabría eso Marta?
—¿De dónde tú…?
—Remedios Ortiz os vio. Dice que estabais como tortolitos, agarrados de la mano.
—¡No nos agarramos de la mano! —protestó Vicente—. ¡Y sólo fuimos media hora! Me invitó a un café por ayudarle con su hija.
—Claro, te invitó. Esas agradecidas ya no se estilan.
La rabia en la voz de Marta fue tal que Vicente comprendió que no le abriría fácilmente.
—Maite, cielo, piensa un poco. ¿Para qué quiero yo a otras mujeres? Te tengo a ti, a nuestra familia.
—Teníamos familia. Ya no.
—¿Cómo que ya no? ¿Qué dices?
—Que estoy harta de vivir con un infiel.
—¿Infiel yo? ¡Pero si no he hecho nada!
—¿Nada? ¿Y qué hacías? ¿Rondarías?
Vicente apoyó la frente en la puerta. La discusión no llevaba a ninguna parte.
—Marta, quedémonos mañana, cuando estés más tranquila. Hablaremos como personas sensatas.
—No me calmo. Ni pienso quedar.
—Maite…
—Vete con tu Marisol Pérez. A lo mejor ella sí te deja entrar.
—¿Qué dices? ¿Qué Marisol Pérez? ¡Tengo sesenta años, soy abuelo, tengo nietos! ¿Para qué quiero aventuras?
—Pues entonces, ¿para qué vas a cafeterías con tías?
—¡Te lo he explicado! Una vez sola, por educación.
—Una vez… ¿quizá no una?
Vicente supo que estaba en una trampa. Dijera lo que dijese, Marta siempre hallaría algo que reprocharle.
—Vale —dijo exhausto—. Me voy. Pero hablaremos.
—No hablaremos de nada.
Vicente agarró la bolsa y bajó las escaleras. En la calle le esperaba su hijo Marcelo, que había ido a recogerle desde la estación.
—¿Y qué, papá? ¿Te dejó pasar? —preguntó Marcelo al ver la cara abatida de su padre.
—No quiso.
—¿En serio? —Marcelo se extrañó—. ¿Es que mamá se ha vuelto loca del todo?
—No lo sé, hijo. No entiendo qué le pasa.
Subieron al coche. Marcelo arrancó el motor, pero no movió el coche.
—Papá, ¿qué pasó realmente? Mamá ha soltado unas cosas tremendas por teléfono…
—¿Qué dijo?
—Pues… que tienes una querida. Que le pones los cuernos.
Vicente respiró hondo.
—Marcos, te lo juro por lo que quieras: no tengo a nadie. Nunca la hubo. Tu madre se lo inventó todo.
—¿Y de dónde salió entonces esta… cómo se llamaba… Marisol?
—?
—Marisol Pérez es compañera de trabajo. Una mujer normal, nada del otro mundo. La ayudé con su hija, me invitó a un café. Eso es todo.
Marcelo miró fijamente a su padre.
—¿Dices la verdad, papó?
—La verdad, hijo.
—
Vicente observó las gotas de lluvia deslizarse por el cristal del coche de Álex, sabiendo que cada una borraba un fragmento de la vida que habían construido en aquel piso de Lavapiés, para siempre.