«La esperanza de un padre: la historia de un hombre que se aferra al perdón»

«No abandonéis al viejo»: la historia de un padre que lo perdió todo y aún así esperaba el perdón

Adrián entró en casa de su madre sin avisar.
—¡Hijo, hola! ¿Por qué no llamaste antes? —se sorprendió Teresa al verlo en la puerta.
—Estaba por aquí y pensé en pasar a verte —respondió él, encogiéndose de hombros.
—Pasa, al menos te invito a un café —le ofreció su madre.

Entró en la cocina y se sentó a la mesa. Algo en su mirada parecía intranquilo, preocupado.
—Adrián, ¿te pasa algo? —preguntó Teresa con inquietud.
—Mamá, me ha escrito mi padre… —murmuró, entregándole el móvil.
Ella miró la pantalla, leyó el mensaje y sintió que la sangre le helaba en las venas.

*«Hijo, necesitamos hablar en serio. Ven a casa el sábado. Tráete a tus hermanos. Es por lo de la herencia. Tu padre.»*

Hace años, Teresa llegó al trabajo llorando. Sus compañeras no entendían al principio, pero ella, secándose las lágrimas, les explicó:
—Mi marido nos ha cambiado a mis hijos y a mí por una mujer más joven.

—¡Pero si llevabais tantos años juntos! ¿Quién lo iba a decir…
—Yo tampoco me lo creía. Dijo que ya no me veía como mujer. Que para él solo era una compañera, la madre de sus hijos. Ni esposa, ni amor. Me pidió el divorcio.

—¿Tal vez le consentías demasiado? A los hombres no les gusta eso…
—¡Si no lo consentía! No tenía tiempo ni para mí misma, con los niños y el trabajo. Él era un hombre adulto. Simplemente… era de esos que nunca fueron fieles. Cuando no tenía dinero, volvía. Pero en cuanto encontró un buen trabajo, recordó que quería emociones fuertes.

Tras el divorcio, se fue con una compañera joven. Hubo romance, una vida nueva y dinero. Pero luego… como en un culebrón barato. Perdió el trabajo, el dinero se esfumó y su “amor” lo cambió por otro.

—Hemos tirado tus cosas a la calle —le dijo el nuevo novio de Lucía—. Si llegas a tiempo, las recoges.

Sergio, derrotado y humillado, regresó al modesto piso de su madre. Allí se quedó. Sin familia, sin posesiones, solo le quedaba la amargura. Intentó rehacer su vida, pero ninguna mujer le convencía a su madre. Ella se volvió resentida y celosa, y no aceptó a ninguna. Así que se quedó solo.

Mientras, sus hijos crecieron. El mayor, Adrián, serio y responsable, trabajaba en la construcción, se casó y fue padre. El mediano, Miguel, alegre y bondadoso, estudiaba medicina y se casó con una compañera de clase. El pequeño, Pablo, soltero pero optimista, decía: «Estoy bien así».

Y ahora, el padre reaparecía. Los llamaba. Los hermanos, a regañadientes, fueron. Lo que vieron en su piso los dejó impactados: suciedad, humedad, y su padre —pálido, encorvado, como si los años y el orgullo lo hubieran abandonado.

—Pasad. Sentaos —dijo con voz ronca—. No tengo nada que ofreceros. Vuestra madre murió. Estoy solo. Ya sé que no le importo a nadie. Pero vosotros sois mis hijos. Mis herederos. Este piso es mío. No me dejéis solo, y cuando yo falte, será vuestro. A partes iguales. O como decidáis…

Los hermanos se miraron. Decir que se conmovieron sería poco. Con lástima, prometieron pensarlo. Esa noche, reunidos en casa de su madre, se lo contaron todo… y estalló la discusión.

—¿Me cederíais vuestras partes? —dijo Adrián primero—. Tengo familia, hijos, lo necesito más.

—Espera —frunció el ceño Miguel—. Mi mujer y yo queremos un hijo. El alquiler nos ahoga. Querría vender mi parte para dar la entrada de una hipoteca.

—¿Y yo qué? ¿Por no tener familia no merezco nada? —protestó Pablo—. Mi parte es mía. La vendo o me la gasto, es mi derecho.

Las voces subían. Teresa, sentada a su lado, no daba crédito a cómo sus hijos, antes tan unidos, se enfrentaban por una promesa de herencia.

—¡Basta! —gritó—. ¡¿Qué estáis haciendo?! ¡Si ni siquiera hay piso todavía! ¡Y ya os peleáis!

—Mamá, perdona… —se rindió Adrián primero—. No quise disgustarte.
—No pasa nada —refunfuñó Miguel—. Ya nos ganaremos lo nuestro.
—No soy egoísta, no quiero vuestra parte —añadió Pablo—. Solo me dolió sentirme excluido.

Entonces, su madre dijo:

—Pues así será. Venderé mi piso por uno más pequeño con algo de dinero extra. Y lo repartiré entre vosotros. Para que no haya rencores.

—¡Mamá! —gritaron al unísono—. ¡No hace falta! Sabemos lo que te gusta este hogar. Nos las arreglaremos solos.

Teresa lloró. No de tristeza, sino de felicidad. Sus tres hijos eran distintos, pero su corazón era el mismo. Y esa lucha, al fin, le trajo paz.

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«La esperanza de un padre: la historia de un hombre que se aferra al perdón»