**Esperando**
Estudiando en la universidad en mi último año, Javier me pidió matrimonio después de casi un año de relación. Soñábamos con una vida juntos, como cualquier pareja de novios. Me sentía la mujer más afortunada, me casaba por amor. Siempre recordaba las palabras de mi abuela:
—Nieta, cásate por amor, créeme, he vivido mucho y sé lo que digo. No creas en esos refranes de “el roce hace el cariño”. No funciona así…
Yo amaba a Javier y estaba segura de que él también me amaba. Por eso, acepté sin dudarlo.
—Lucía, serás mi madrina de boda —le dije a mi mejor amiga, con quien compartía habitación en la residencia universitaria.
—Claro, ¿quién si no? —respondió ella.
Tres días después, recibí un golpe tan fuerte que apenas podía respirar. Pillé a Javier y a Lucía en una sala de estudio, en una situación… vergonzosa.
—¿No encontraron un lugar mejor? —dije con rabia antes de salir corriendo, ahogada en lágrimas.
Luego, Javier intentó disculparse, balbuceando:
—Marina, no es lo que piensas…
—Lo entendí perfectamente. No quiero saber nada de ti, ni mucho menos casarme. Eres un traidor. Y Lucía no es mejor que tú. Vaya pareja. Casáos y felices.
Después de esa traición, perdí toda fe en los hombres. Decidí que nunca más confiaría en ninguno. A partir de entonces, jugaría con ellos como ellos lo hacían conmigo.
—Puede que sea cínico —pensaba—, pero no quiero volver a sufrir.
Javier y Lucía se casaron, y ella quedó embarazada enseguida. Yo me quedé en la misma ciudad tras graduarme, trabajando en una empresa donde, casualmente, Javier también estaba, aunque en otro departamento. Nos cruzábamos a veces.
Fue él quien habló primero:
—Hola, mira qué casualidad, trabajamos en el mismo sitio. ¿Cómo estás?
—Genial —respondí con falsa alegría, decidida a no mostrar dolor—. ¿Y tú?
—Bueno, soy padre. Lucía tuvo una niña.
—Enhorabuena —dije, y me fui rápidamente, fingiendo estar ocupada.
En una fiesta de la empresa, Javier, algo bebido, no se separó de mí. No me costó nada reconquistarlo. Pero cuando empezó a decir que me extrañaba y que aún recordaba nuestro amor, lo rechazé. Y después, le conté a su esposa todos los detalles.
Sabía que era venganza, pero no me arrepentí. Salí con otros hombres, pero si alguno mencionaba algo serio, cortaba de raíz.
Llegó un nuevo compañero, Álvaro, jefe de departamento. Desde el primer día, me buscó.
—Marina, Álvaro está perdido por ti —se reían mis colegas.
—Bueno, vamos a ver —pensé.
Pero él se enamoró de verdad, invitándome a cafés. Acepté un par de veces, pero sin dar más pie.
—Oye —me advirtió mi amiga Natalia—, ¿sabías que Álvaro está casado y tiene cuatro hijos?
—¿Cuatro? —me sorprendí.
—Sí, me lo confirmó la de recursos humanos. Todos en la oficina saben que va detrás de ti. ¿Realmente quieres problemas con una madre de cuatro niños?
—Gracias, Natalia. No pienso romper ningún matrimonio. Solo le estoy dando su propio veneno.
Cuando Álvaro volvió a invitarme a cenar, le solté:
—No, gracias. Me da pena por tus hijos, que tienen un padre tan irresponsable.
Se quedó pasmado, sin saber que yo conocía su situación. Desde entonces, no se me acercó más.
Así pasaron años. No confiaba en ningún hombre, convencida de que todos mentían. A los treinta y dos, era una mujer atractiva y exitosa, pero sola. A los casados les jugaba igual que ellos, manteniendo distancia.
Cambié de empresa y allí conocí a Daniel. Amable, tímido, nada agresivo. Comíamos juntos, charlábamos, incluso íbamos juntos en autobús. Sentía que estaba cerca, pero al mismo tiempo, inalcanzable.
Una noche, tras una cena de trabajo, me llevó a casa en taxi. Cuando le invité a subir por un café, rechazó educadamente. Notaba que le gustaba, pero había una barrera invisible.
—¿Sabías que Daniel está casado? —me preguntó Olga, una compañera.
—Sí —mentí.
—Bueno, entonces sabrás que él nunca traicionaría a su mujer. Vive por ella.
—¿De verdad existen hombres así? —pregunté, decidida a averiguar más.
En una fiesta, bailamos y hablamos. Daniel nunca ocultó que llevaba siete años casado.
—Tengo un hijo de seis años —me contó—. Lo adoro.
—Daniel, ¿amas a tu esposa? —le pregunté directamente.
—Marina, no supongas nada. Te lo explicaré. Nos enamoramos a primera vista, fuimos felices… hasta que ella enfermó. —Su voz tembló—. Creo que su enfermedad es mi castigo. Sabe que nunca se recuperará, incluso me pide el divorcio. Pero no puedo dejarla. Es mi cruz, y la llevaré hasta el final.
—¿Vas a vivir así toda la vida? —pregunté, impactada.
—No sé. Los médicos no dan esperanzas.
—Entiendo —dije, decepcionada.
—Daniel, me gustas. Podríamos tener algo secreto… —insinué.
—No puedo. Sería como engañar a un niño —respondió, con los ojos húmedos—. Solo quiero que mi Sara se recupere.
Vi que hablaba en serio. Nada lo haría cambiar de camino.
—Te esperaré —le dije.
—¿Esperar qué?
—A ti, Daniel. A ti.
Ha pasado un año. No miro a otros hombres. Solo existe él. No espero que su esposa muera… espero a él. Creo que algún día estaremos juntos. Y seremos felices.