**La Espera**
En el último año de la universidad, Yanira recibió una propuesta de matrimonio de Adrián, con quien llevaba saliendo casi un año. Soñaban con una vida en común, como cualquier pareja de recién casados. Yanira se sentía la mujer más afortunada del mundo: se casaba por amor. Siempre recordaba las palabras de su abuela:
—Cariño, el matrimonio debe ser por amor, créeme, he vivido mucho y sé de lo que hablo. Y no hagas caso de esos dichos como «el roce hace el cariño». No, no hace nada…
Yanira amaba a Adrián y estaba segura de que él también la amaba. Así que, sin dudarlo, aceptó.
—Laura, serás mi madrina de boda —le dijo a su mejor amiga, con quien compartía habitación en la residencia universitaria.
—Claro, ¿quién si no? —respondió ella.
Pero solo tres días después, Yanira recibió un golpe del que le costó recuperarse. Descubrió a Adrián y a Laura en una sala de estudio de la residencia, en una situación comprometida.
—No pudisteis elegir mejor sitio —dijo con amargura antes de salir corriendo, ahogada en lágrimas.
Adrián intentó disculparse, balbuceando:
—Yani, no es lo que piensas…
—Todo está claro, Adrián. No quiero saber nada de ti, y mucho menos casarme. Eres un traidor, y con eso basta. Y mi ex amiga no es mejor que tú. Sois tal para cual. Casaros, si queréis.
Tras la traición, Yanira perdió toda fe en los hombres. Decidió que nunca más confiaría en ellos. A partir de entonces, jugaría con ellos como ellos lo hacían, usándolos sin compromiso.
—Puede que sea cínico —pensó—, pero no quiero volver a sufrir ni pasar por otro disgusto.
Adrián y Laura se casaron, y ella quedó embarazada enseguida. Yanira, tras graduarse, se quedó en la misma ciudad, consiguió trabajo y, para su sorpresa, Adrián trabajaba en la misma empresa, aunque en otro departamento. Se cruzaban de vez en cuando.
Fue él quien habló primero al verla:
—Hola, qué casualidad, trabajar en el mismo sitio. ¿Qué tal estás?
—Genial —respondió Yanira con falsa alegría, decidida a no mostrar su resentimiento—. ¿Y tú?
—Bueno, ya sabes, soy padre. Laura tuvo una niña.
—Enhorabuena —dijo ella, y se marchó con una excusa.
En una fiesta de empresa, Adrián, algo bebido, no se separó de ella, y Yanira logró seducirlo sin esfuerzo. Pero cuando él confesó que la extrañaba y que aún recordaba su amor, ella lo rechazó. Luego, incluso le contó los detalles a su esposa.
Sabía que era venganza, pero no se arrepentía. Salía con hombres, pero si alguno mencionaba el matrimonio, cortaba de raíz.
Llegó un nuevo compañero, Arturo, jefe de departamento. Desde el primer día, mostró interés en Yanira.
—Oye, Yanira, Arturo está perdido por ti —bromeaban sus colegas.
—Bueno, ya veremos qué pasa —pensó ella.
Pero él se enamoró en serio, invitándola a cafés. Aceptó un par de veces, pero mantuvo las distancias.
—Yani —le confesó su amiga y compañera Natalia—, ¿sabías que Arturo está casado y tiene cuatro hijos?
—¿Cuatro? —se sorprendió Yanira.
—Sí, me lo confirmó Olga, de recursos humanos. Quería advertirte. Todos en la oficina saben que está loco por ti. ¿Realmente quieres problemas con una madre de familia numerosa?
—Gracias, Natalia. No pienso arrebatárselo, ni me gusta tanto. Solo le estoy jugando la misma partida.
Arturo dejó de acercarse cuando ella le dijo:
—No, Arturo, gracias. Me remuerde la conciencia. Tus hijos no tienen la culpa de tener un padre tan irresponsable.
Así pasaron años, y Yanira seguía sin creer en los hombres. A sus treinta y dos años, era una mujer hermosa, interesante y exitosa, pero soltera. Observaba con desdén cómo algunos hombres casados traicionaban a sus esposas sin escrúpulos.
Cambió de trabajo y allí conoció a Óscar. Amable, atractivo, algo melancólico y nada insistente. Comían juntos, a veces iban en autobús después del trabajo. Sentía que estaban cerca, pero notaba una barrera invisible entre ellos.
En una fiesta, él la llevó en taxi a casa, pero rechazó su invitación a entrar. Aunque notaba que le gustaba, algo lo detenía.
—Yanira, ¿sabías que Óscar está casado? —le preguntó Olga.
—Lo sé —respondió.
—Pues nunca te hará nada. Siempre será solo un amigo.
—¿Por qué?
—¿No lo sabes? —Olga bajó la voz—. Óscar es fiel a su esposa. Vive por ella.
—¿Existen aún hombres así? —preguntó Yanira, decidida a hablar con él.
La oportunidad llegó en un cumpleaños. Bailaron y conversaron. Óscar no ocultaba su matrimonio de siete años.
—Tengo un hijo de seis —le contó—. Lo adoro.
—Óscar, ¿amas a tu esposa? —preguntó ella, mirándolo fijamente.
—No supongas nada, te lo explicaré —dijo él—. Nos enamoramos a primera vista. Éramos felices. Pero de pronto, ella enfermó gravemente.
—Yo, como muchos hombres, tuve mis aventuras. Creo que su enfermedad es mi castigo. Sandra sabe que no se recuperará. Hasta me pide el divorcio, pero no puedo abandonarla. Es mi cruz, y la llevaré hasta el final.
—¿Vas a vivir así toda la vida? —preguntó Yanira, impresionada.
—No sé. Los médicos no dan esperanzas.
—Entiendo —dijo ella, decepcionada.
—Óscar, me das pena —confesó—. Pero… ¿yo te gusto?
Él la miró con ternura, incapaz de ocultar sus sentimientos.
—Sí. Mucho.
—Entonces, ¿qué importa? Nadie sabrá nada.
—No puedes entenderlo… No podría. Engañarla ahora sería como traicionar a un niño. Solo quiero que Sandra se recupere.
Vio brillar sus ojos antes de que apartara la mirada. Comprendió que hablaba en serio. Nada lo haría desviarse de su camino.
—Lo entiendo, Óscar. Pero yo te esperaré —dijo Yanira.
—¿Esperar qué?
—A ti. Te esperaré a ti.
Pasó un año. Yanira no miraba a otros hombres. Solo existía Óscar, a quien esperaba.
No esperaba la muerte de su esposa. Esperaba a él. Creía firmemente que, algún día, serían felices juntos.