Mi Sangre
Elena adoraba a su hijo y se sentía profundamente orgullosa de él. A veces se maravillaba de que aquel hombre atractivo de veinticuatro años fuera su propio hijo. ¿Cuándo había pasado el tiempo? ¿Acaso no era ayer cuando era un niño? Y ahora ya era adulto, con una novia, quizás pronto se casaría, tendría su propia familia… Creía estar preparada para ello, dispuesta a aceptar cualquier decisión suya, con tal de que fuera feliz.
Y cuánto se parecía a ella…
***
Se había casado muy joven, en la universidad, por amor. Su madre intentó disuadirla.
—¿Por qué tanta prisa? ¿Vais a vivir de la beca? ¿De verdad no puedes esperar un año más? Terminad primero los estudios. ¿Y si vienen los hijos? Elena, reflexiona, el amor no se va a escapar. Además, ese tu Vládimir, vaya joya…
Elena no la escuchaba y se irritaba. ¿Cómo no entendía su madre que la vida sin él era imposible? Naturalmente, Elena se salió con la suya y se casó. Una compañera de trabajo de su madre les ofreció un pequeño piso que había heredado de su propia madre, fallecida un año antes. No les cobraría alquiler, solo los gastos de comunidad. ¿Qué dinero podían tener unos estudiantes?
El piso, claro, estaba viejo, sin reformar desde hacía décadas. Pero era casi regalado. Elena lo consideró un golpe de suerte. Limpió a fondo, colgó las cortinas limpias que le había dado su madre y cubrió el sofá desgastado con una manta. Se podía vivir.
Lo que no esperaba era que la decepción llegara tan pronto. ¿Cómo no se había dado cuenta de quién era realmente Vládimir? ¿Acaso estaba ciega?
El dinero nunca le duraba. Lo gastaba en ropa, zapatillas nuevas o salidas con los amigos hasta tarde, sin importarle que al día siguiente no llegara a clase. ¿Acaso no le preocupaba qué comerían? ¿Con qué dinero compraría ella la comida?
Elena aguantó, sin contarle nada a su madre. Pero esta lo intuía todo y trataba de ayudarla, dándole dinero o llevándole comida.
Vládimir, por su parte, cada vez invitaba más a sus amigos al piso. ¡Tenía su propio hogar! Aquellos estudiantes hambrientos saqueaban la nevera, devorando todo lo que su madre llevaba.
Una mañana, Vládimir abrió la nevera y la encontró vacía.
—¿Dónde está todo?
—Tus amigos se lo comieron anoche, ¿no te acuerdas? —respondió Elena con sorna.
—¿Incluso las croquetas? —preguntó él.
Difícil que se las hubieran tomado con vodka.
—Las croquetas, los macarrones, el kétchup, hasta el limón. Todo —dijo Elena, abriendo los brazos.
Él cerró la nevera y desayunó té con un trozo de pan reseco que encontró en la panera.
Elena no pudo más y le soltó todo lo que pensaba. Si no le importaba ella, su esposa, que limpiaba y fregaba, al menos que respetara a su madre, que les traía comida sin pedir nada a cambio. ¿Acaso alguno de sus amigos había aportado algo? ¿Un pan siquiera?
Él se disculpó, prometió que no volvería a pasar. Pero una semana después, llegó el viernes y los amigos aparecieron otra vez, vaciando la nevera como una plaga de langostas.
—Basta, no puedo más —dijo Elena, sabiendo que ponía fin a su matrimonio.
Los amigos dejaron de ir, pero Vládimir empezó a desaparecer con ellos. Y cada vez más a menudo no volvía a dormir a casa. Tras otra pelea, en la que él le dijo que era pesada y aburrida, Elena recogió sus cosas y regresó con su madre.
—¿Cómo pudo pasar? ¿Dónde quedó el amor? —lloró en su hombro.
—Os precipitasteis. Ese Vládimir no estaba preparado —dijo su madre, acariciándole el pelo.
De vuelta en casa, Elena descubrió que estaba embarazada. Entre tantas peleas, había olvidado las pastillas. Su madre le aconsejó abortar, mientras el plazo lo permitía. Criar sola a un niño sería difícil.
Pero Elena no la escuchó. No le dijo nada a su marido. Se divorciaron rápido. Dio a luz a Pablo tras terminar la carrera, tras una prueba de paternidad para asegurar la manutención. Vládimir pagaba, pero nunca quiso ver al niño.
Elena lo adoraba, le daba todo su amor. No quería saber nada de otros hombres. ¿Si su padre no lo había querido, por qué lo haría un extraño? Su madre la ayudaba, pero discutían por la negativa de Elena a buscar pareja. El espacio era pequeño para las tres.
Un día, por sorpresa, recibieron un piso. La madre de Vládimir lo dejó en herencia a Elena y al niño. Quizás por remordimiento. Elena no quiso aceptar, pero fue él quien insistió. Dijo que se iba lejos y no sabía cuándo volvería.
Se mudó, y las peleas con su madre cesaron.
Aún joven, ya tenía un hijo adulto, con carrera y trabajo. La juventud ahora se independiza pronto, pero Pablo no tenía prisa…
***
Elena estaba tan absorta en sus recuerdos que no oyó llegar a su hijo del trabajo.
—¡Mamá! Estoy en casa —gritó desde la entrada. Ella se levantó, puso la mesa y calentó agua para el té.
Luego se quedó mirándolo, apoyando la cabeza en una mano.
—Mamá, tengo que decirte algo —Pablo apartó el plato vacío.
—¿Algo malo? —preguntó Elena, erguida.
—No… Bueno, sí. Me voy a casar.
—¡Por Dios! Me asustaste. Me alegro, hijo, Sonia será una buena esposa…
—No es con Sonia. Es buena, pero no la quiero.
—¿Ah, sí? A mí me parecía…
—Terminamos. Me caso con Anastasia. Es increíble…
Elena lo escuchó, viendo cómo sus ojos brillaban al hablar de ella. Sabía que su vida tranquila terminaba.
—¿Desde cuándo sales con ella? No me habías dicho nada.
—Un mes.
—¿Y en un mes decides casarte? ¡No la conoces! —se encendió Elena.
—La amo. Es imposible no hacerlo. Ya hemos pedido hora en el registro.
Esa frase la destrozó. Un nudo en el pecho, el corazón a mil. Creía estar preparada, pero no. Su niño, por el que habría dado todo, tomaba esa decisión sin consultarla.
Recordó cuando, de pequeño, Pablo se cayó yendo del colegio. Se raspó las rodillas y lloró. Ella lo calmó y luego, furiosa, pateó la piedra que lo hizo tropezar.
En casa le limpió las heridas con agua oxigenada y le sopló para que no ardiera. Parecía ayer. Ahora quería patear a esa Anastasia.
—¿Cuándo la conoceré? —preguntó, tratando de ocultar su angustia.
—Mañana. No prepares nada, solo el té, ¿vale?
—¿Conoces ya a sus padres?
—Viven en Galicia. Hemos decidido no hacer boda, solo firmar.
—¿Y dónde vive ella?
—Estudiaba en Madrid y vivía en la residencia. Ahora alquila. Mamá, déjalo, mañana podrás preguntarle todo.
Él se fue a su habitación, y ella lavó los platos, convenciéndose de que podía ser peor.
Al día siguiente, asó un pollo, preparó ensalada, compró un pastel y se arregló. Pablo fue a buscarla.
—¡Mamá, ya estamos aquí! —gritó desde la entrada.
A su lado vio a una chica menuda, con cara de muñeca y aire arrogante paraAl final, Elena comprendió que el amor de un hijo no se posee, sino que se cuida con libertad y aceptación, y así, con el tiempo, aprendió a sonreír mientras veía a Pablo construir su propia felicidad.