La encontré dormida en la puerta y lo que supe después me destrozó el corazón.
Soy madre de una niña de siete años, Lucía. Desde que su padre falleció, la crío sola y tengo que trabajar mucho para llegar a fin de mes. Por eso, mi suegra la madre de mi difunto marido se queda con Lucía después del colegio. Vive a solo cinco minutos de casa, y hasta ahora, creí que podía confiar en ella.
Esa noche, como siempre, llegué tarde a casa, sobre las ocho. Ya había anochecido. Y entonces vi algo que me dejó helada: Lucía, acurrucada en el felpudo, con la cabeza gacha y una manta sobre los hombros. Dormía afuera. En la puerta de casa.
Me abalancé hacia ella. Su carita estaba helada, sus manos, frías como el hielo. La desperté con cuidado, sintiendo cómo se me partía el alma. No lloraba. Solo me miró con calma y dijo:
La abuela me echó fuera porque no me porté bien. Dijo que era mi castigo.
Al principio, pensé que había entendido mal.
Más tarde, después de darle algo caliente, me contó lo que había pasado. Por la tarde, no había obedecido bien: no quiso hacer los deberes, interrumpía y estaba inquieta. Y en vez de hablar con ella o quitarle un juguete, mi suegra decidió echarla a la calle.
Me dijo que te esperara fuera. Luego cerró la puerta y se fue a su habitación.
No supe qué decir. Estaba en shock, destrozada. ¿Cómo podía alguien en quien confiaba creer que eso era un método aceptable para educar? ¿Una niña, sola, en la calle, en invierno? Podría haberse puesto mala. Podría haber pasado cualquier cosa.
Lo peor fue que, para mi suegra, eso era algo “normal”. Al día siguiente, cuando la llamé, solo dijo:
En mis tiempos también se hacía así. Así aprenden los niños.
No. No en mi casa. No con mi hija.
Desde esa noche, Lucía ya no va a casa de su abuela. He encontrado otra solución aunque me cueste más. Pero prefiero privarme de algo antes que volver a encontrar a mi hija fuera sola, castigada por ser simplemente una niña.