Alicia se preparaba para su sesenta cumpleaños. El número sonaba a sentencia, y pronunciarlo en voz alta le resultaba insoportable. Antes, los sesenta eran sinónimo de vejez, el principio del ocaso; incluso hoy, con criterios más benévolos, seguía siendo el salto a la categoría de “tercera edad”. Solo de pensarlo, el corazón se le encogía.
La última vez que lo había pasado tan mal por la edad fue al cumplir treinta. Entonces creía que la juventud se había esfumado para siempre, dejando solo un eco de aquella libertad. Ahora, al ver a sus hijos adultos, Alicia solo podía reírse con ironía de esos recuerdos.
Se detuvo frente al espejo del dormitorio, escrutando su reflejo:
—No está mal —murmuró, girándose de perfil—. Parezco de cuarenta y me siento igual. Nada me duele, todo funciona… ¡Toco madre!
Guiñó un ojo a su imagen, como desafiando al tiempo, y se fue a cumplir con el encargo de su marido.
La fiesta sería por todo lo alto: en la costa de Marruecos, rodeada de amigos y familia. Alicia al principio se resistió: una fecha así, decía, era para reflexionar, no para celebrar. Además, era caro, lejos y un lío. Pero su voz se ahogó en el coro de entusiasmo familiar. Javier, al que todos llamaban Javi, juró que lo organizaría todo: desde el vuelo hasta el vídeo con los éxitos de Joan Manuel Serrat. El montaje lo haría el hijo pequeño, pero las fotos… eso, claro, era cosa de Alicia.
Se sentó en la alfombra del salón, abriendo con un suspiro un viejo cómoda. No había tantas fotos —huellas de dos emigraciones y mudanzas infinitas—. Las de su infancia casi no existían: cuando, con poco más de veinte, dejó su Sevilla natal, no había lugar para nostalgia. Algo rescató de sus padres, pero tampoco mucho. Su primer matrimonio, el divorcio… de allí solo se llevó unas pocas instantáneas: las suyas, de los niños, de amigos. Lo demás se quedó en un pasado que nunca llegó.
Javi, a diferencia de su primer marido —aficionado a la fotografía—, rara vez cogía una cámara. Pero con los años, algo se acumuló. Luego, la vida se aceleró: móviles rotos, discos duros obsoletos, carpetas perdidas con nombres raros. Los álbumes que podían tocarse, hojearse, recordarse, se esfumaron.
Mientras rebuscaba, Alicia encontró una foto de su graduación —con aquel vestido que le regalaron sus abuelos desde Caracas—. Otra de sus prácticas en el hospital al terminar tercero. Y ahí, el primer comunión de su hijo mayor, su sonrisa tensa y su propio orgullo. De pronto, una foto pegada a otra. La separó con cuidado. El corazón se le detuvo. Laura. Y ella, junto a ella, con un vestido verde esmeralda en la fiesta de La Toma.
No se habían visto en casi treinta años.
Laura irrumpió en su grupo de residentes hacia el otoño, tras cambiarse de cardiología a medicina interna. Delgada, pelo corto y ojos enormes, parecía una chiquilla hasta que hablaba. Entonces quedaba claro: no era solo lista, era brillante. Emigrante de Bogotá, llegó con su madre y su marido —su profesor de tesis, diez años mayor—. Aprobó los exámenes a la primera, y le ofrecieron cualquier especialidad. Eligió cardiología: prestigio, cerca de su marido. Pero tras seis meses de guardias nocturnas, no aguantó y se pasó a medicina interna.
Con Alicia conectaron al instante. Y cuando la madre de Laura se convirtió en la niñera del hijo de Alicia, fueron como hermanas. El final de la residencia se acercaba, y las dos hablaban cada vez más del futuro.
—¿Y si me decido por endocrinología? —pensaba Alicia en voz alta.
—¿Para qué? —Laura se reía—. Otros tres años estudiando, y luego esperar pacientes. ¡En medicina interna entras en acción desde el primer día!
Al final, Alicia se quedó en medicina interna, y Laura se fue a endocrinología. Y se mudó a Tánger.
Laura tenía la familia perfecta: madre, marido, hermana pequeña… todos la adoraban. Solo una cosa se le resistía: un hijo. Años de intentos, lágrimas, clínicas. Hasta que, de pronto, el milagro. Una niña, justo antes de graduarse. Laura decidió quedarse en Tánger, entre la comunidad colombiana.
La despedida fue desgarradora. Hablaban por teléfono a menudo, la madre de Laura siempre al teléfono preguntando por “su niño”, el hijo de Alicia. Pero con el tiempo, las llamadas se espaciaron, la vida las alejó. Hasta que, de repente, la invitación a La Toma, la celebración colombiana del primer año del bebé.
Laura describía el evento con entusiasmo: vestido de diez mil euros, estilista de París, peinados de doscientos euros… ¡y eso en los noventa! Alicia entró en pánico, pero su peluquera, Loli, la tranquilizó:
—Con ese pelo, ni te preocupes. Cepillo, secador, laca… y parecerás una reina.
En las rebajas, Alicia compró el vestido verde esmeralda, escotado por la espalda, un traje para Javi, una maleta enorme y autobronceador. No había tiempo para tomar el sol, y su piel pálida de sevillana no estaba hecha para el clima marroquí.
Llegaron el viernes por la noche. El sábado, paseo por Tánger. Alicia se puso zapatillas cómodas, Javi una camiseta con “Sevilla no es tan mala” escrito, y se lanzaron a conquistar la ciudad.
El plan era ambicioso: el estrecho de Gibraltar, la mezquita, el zoco, el paseo marítimo. Pero la realidad fueron atascos, multitudes, un zoco demasiado ruidoso y la mezquita en obras. Eso sí, comieron algo moderno, caro y no muy rico. Javi refunfuñaba, pero lo grabó todo con el móvil.
Luego vino el estrecho, las gaviotas, el olor a mar, los músicos callejeros y el aroma del café marroquí. Y el paseo por la avenida Pasteur, donde cada escaparate parecía sacado de una película.
—Aquí, creo, tomó café Antonio Banderas —dijo Alicia.
—Bueno, puede que no fuera él, pero alguien muy parecido —rio Javi.
En la Torre de la Calahorra entró en una boutique, se probó gafas de tres mil euros, se roció con un perfume de mil y salió dejando un aura de lujo. Como la protagonista de una telenovela.
Y llegó el domingo. Tras un desayuno que merecía más atención, Alicia se lanzó a prepararse. El autobronceador, aplicado rigurosamente, se secó en manchas. Resultado: una cebra naranja.
Rechazó la ayuda de Javi, que, animado por el mojito mañanero, podía empeorar las cosas. Las peluquerías estaban cerradas. La única abierta estaba en la parte antigua. El peluquero, sin hablar español, le enrolló el pelo en rulos y lo empapó de laca hasta dejarlo como un casco.
Alicia se atrevió a mirarse: cara naranja, enmarcada por un peinado de los ochenta. Apartó la vista inmediatamente, jurando no volver a hacerlo.
Javi se ofreció para el maquillaje:
—Siempre te quedas corta. ¡Hoy vas como en el cine!
Trabajó como un artista: se alejaba, entrecerraba los ojos, volvía. Resultado: párpados azul eléctrico, pómulos dorados, labios escarlata. AliciaQuedó horrorizada, mientras Javi la miraba orgulloso, convencido de haber creado una obra maestra.