La edad no es una condena: La vida en un torbellino de pasiones
Isabel se preparaba para su sesenta cumpleaños. El número sonaba como una sentencia, y pronunciarlo en voz alta le resultaba insoportable. Antes, los sesenta eran sinónimo de vejez, el inicio del ocaso, e incluso hoy, con criterios más indulgentes, seguía siendo el paso a la categoría de “tercera edad”. Solo de pensarlo, el corazón se le encogía.
La última vez que lo había vivido con tanta intensidad fue al cumplir treinta. Entonces creía que la juventud se había esfumado para siempre, dejando apenas un rastro de su antigua libertad. Pero ahora, viendo a sus hijos ya adultos, Isabel sonreía con amargura al recordarlo.
Se detuvo frente al espejo del dormitorio, estudiando su reflejo con atención:
—No estoy tan mal —murmuró, girándose de un lado a otro—. Parezco de cuarenta y me siento igual. Nada me duele, todo funciona… ¡Toco madre!
Guiñó un ojo a su imagen, como retando al tiempo, y salió a cumplir con el encargo de su marido.
Habían decidido celebrarlo a lo grande: en la costa de Marbella, rodeados de amigos y familiares. Al principio, Isabel se resistió —decía que esa fecha era para reflexionar, no para festejar—. Además, era caro, lejos y un lío. Pero su voz se ahogó en el entusiasmo colectivo. Su esposo, Rafa, al que todos llamaban Rafi, juró que se encargaría de todo: desde el vuelo hasta el montaje de fotos con los éxitos de Joaquín Sabina. El video lo haría su hijo menor, pero las fotos… esas eran cosa de Isabel.
Se acomodó en la alfombra del salón y, con un suspiro, abrió un viejo cómoda. Las fotos no eran tantas —huellas de dos emigraciones y mudanzas interminables—. Las imágenes de su infancia casi no habían sobrevivido: cuando, con poco más de veinte años, dejó su Sevilla natal, no hubo lugar para sentimentalismos. Algo recuperó de sus padres, pero tampoco tenían mucho. Su primer matrimonio, el divorcio… de ahí solo rescató un puñado de retratos: los suyos, los de los niños, los de los amigos. Lo demás quedó atrás, en un pasado que nunca llegó a ser.
Rafa, a diferencia de su primer marido —aficionado a la fotografía—, casi no tocaba una cámara. Pero con los años, igualmente se acumularon imágenes. Luego, la vida se aceleró: móviles rotos, discos duros obsoletos, archivos perdidos en carpetas con nombres crípticos. Los álbumes físicos, esos que se podían hojear y tocar, desaparecieron en el olvido.
Mientras revisaba las fotos, Isabel encontró una de su graduación —con aquel vestido que le regalaron sus abuelos desde Barcelona—. Otra, de sus prácticas en el hospital al terminar tercer curso. Y otra más: la comunión de su hijo mayor, su sonrisa tensa y su propio orgullo. De pronto, descubrió una foto pegada a otra. La separó con cuidado. El corazón le dio un vuelo. Laura. A su lado, Isabel vestida de verde esmeralda en la fiesta del primer cumpleaño de la hija de Laura.
No se veían desde hacía casi treinta años.
Laura llegó a su grupo de residentes casi en otoño, tras cambiarse de cardiología a medicina interna. Delgada, pelo corto y ojos enormes, parecía una chiquilla hasta que hablaba. Entonces todos entendían: no era solo lista, era brillante. Emigrante de Granada, llegó con su madre y su marido —su tutor académico, diez años mayor—. Aprobó los exámenes a la primera, y le ofrecieron cualquier especialidad. Eligió cardiología —prestigio, cercanía con su esposo—. Pero tras seis meses de guardias nocturnas, no aguantó y cambió a medicina interna.
Con Isabel conectaron al instante. Y cuando la madre de Laura empezó a cuidar al hijo de Isabel, se volvieron casi hermanas. Los estudios terminaban, y las amigas hablaban cada vez más del futuro.
—¿Y si me decido por endocrinología? —pensaba Isabel.
—¿Para qué? —respondía Laura—. Otros tres años de teoría y luego esperar pacientes. ¡La medicina interna es acción desde el primer día!
Al final, Isabel se quedó en medicina interna, y Laura se fue a endocrinología. Y se mudó a Valencia.
Laura tenía la familia perfecta: madre, marido, hermana pequeña… todos la adoraban. Solo una cosa se le resistía: un hijo. Años de intentos, lágrimas, clínicas. Hasta que, de repente, el milagro. Su hija nació justo antes de su graduación. Laura decidió quedarse en Valencia, entre la comunidad granadina.
La despedida fue desgarradora. Las amigas hablaban a menudo por teléfono; la madre de Laura solía agarrar el auricular para preguntar por “su niño” —el hijo de Isabel—. Pero con el tiempo, las llamadas se espaciaron, y la vida las distanció. Hasta que, de pronto, llegó la invitación al cumpleaños de la niña.
Laura describía la fiesta con entusiasmo: un vestido de mil euros, un estilista de Madrid, peinados de ciento cincuenta euros… ¡y eso en los noventa! Isabel entró en pánico, pero su peluquera, Marisa, la tranquilizó:
—Tienes un pelo espectacular. Un poco de secador, laca y listo.
En las rebajas, Isabel compró un vestido verde esmeralda de espalda descubierta, un traje para Rafa, una maleta enorme y crema autobronceadora. No tenía tiempo para tomar el sol, y su piel pálida no aguantaría el Mediterráneo.
Llegaron el viernes por la noche. El sábado, paseo por Valencia. Isabel llevaba zapatillas cómodas; RafaY ahora, mirando esa foto ridícula y maravillosa, Isabel sonrió al pensar que, a pesar de las arrugas y los años, la vida seguía ofreciéndole momentos para reírse de sí misma y celebrar cada locura.