La doble vida de mi pareja

Oye, qué locura con Diego, ¿sabes? La cosa fue así: “Anoche otra vez no viniste, Diego” – lo dije tranquila, casi fría. Pero por dentro ardía como si me hubieran escaldado.
“Es que… ya sabes, Lucía, en la clínica había un pastón de trabajo. Un paciente urgentísimo…”
“¿Paciente?” – me reí sin gracia – “¿Y por qué tu camisa huele a perfume de mujer? Y en el móvil vi que entraste en Instagram a las tres de la mañana.”
Se quedó callado. Bajó la mirada. Luego, como siempre: se frotó la nariz, suspiró, empezó a buscar excusas.
“Te lo explico todo. Pero no empieces. Por favor, ahora no.”
No empecé. Aunque me moría por gritar, por lanzarle esa camisa a la cara, por herir su orgullo. Pero… no lo hice.
Llevamos nueve años casados. Lo normal, ¿no?: hipoteca, nuestra hija Paola en tercero, cuenta corriente conjunta y la costumbre de hacernos café por las mañanas. Pero desde hace medio año ese café me lo preparo sola, pa’ mí.
Él o se va pronto, diciendo que al hospital, o llega tarde. Y a veces ni aparece, “de guardia”. Pero mi instinto me decía: no es ningún héroe de bata blanca. Es un mentiroso. Y tiene… a alguien.
En la cocina silbaba el hervidor. Miraba por la ventana cómo nuestro vecino besaba a su mujer al irse al trabajo, cómo le acariciaba el pelo a su niña. Y me entró una pena tan tremenda que hasta temblaba: ¿y a mí? ¿A mí nada? ¿Por qué yo no tengo eso?
Las primeras señales no las pillé. Fue hábil, muy hábil. Primero quitó la geolocalización: “el móvil va fatal”. Dejó de dejar cosas en el baño: “esterilidad, tú sabes, soy cirujano”. Ni soltaba el móvil ni en casa.
“Lucía, no te montes películas” – me decía. “Sabes que te quiero. ¿Otra mujer? Si no tengo fuerzas ni pa’ ti, imagínate pa’ otra.”
Mientras se duchaba, cogí su móvil. El pin lo sabía hasta el gato de casa… Pero en los mensajes, nada. O lo borró todo, o hablaban por otro lado. ¿Instagram? Solo seguía páginas de fútbol y unos cuantos cirujanos.
Pero yo, ¿crees que nací ayer? No soy de las que se dejan tomar el pelo.
“Si no puedes pillar la verdad, busca a quien la sepa.”
Y decidí que esa verdad podía tenerla… su hermano pequeño, Javier. El que últimamente Diego siempre quedaba por las noches.
“Hola, Javi. Tengo un par de preguntas.”
“¡Lucía! ¿Qué pasa?”
“¿Quedaste con Diego ayer?”
“Em… sí… un poco…” – vaciló el chico.
Claro. “Un poco”. Sí, sí.
“Javi, no me vengas con lo de ‘somos familia’. Dime, ¿estaba contigo?”
“No” – soltó. “Lo siento, pero ya no puedo taparle más.”
Me quedé helada. Ahora sí, todo iba a salir.
“¿Entonces hay otra mujer?”
Javier apartó la vista.
“No exactamente…”
“¿Pues qué entonces?”
Dudó.
“Lucía… ¿estás segura de que quieres saberlo todo?”
Sentí la sangre subírseme a la cabeza.
“Habla. Ahora mismo. Sin más.”
“Él no solo está con otra… Lucía, tiene una doble vida. En Carabanchel… otra familia. Una mujer. Y… un niño. De tres años.”
Me petrifiqué. Como si me metieran al vacío.
Me quedé muda y sorda a la vez. Javier seguía hablando, explicándose, pero sus palabas llegaban como a través de algodón.
Un hijo. Diego tiene un hijo.
Así que lleva tres años mintiendo. TRES AÑOS. Y yo mientras llevaba a nuestra Paola a extraescolares, le planchaba las camisas, le hacía su lasaña preferida y creía que era sólo una mala racha en el trabajo. Ingenua. Ridícula. La esposa con el certificado de tonta del culo.
“¿Dónde vive?” – le pregunté a Javier, ya sin lágrimas ni temblores.
“Lucía… no hagas tonterías.”
“¿Dónde. Vive?” – repetí, mirándole fijo a los ojos.
Cedió.
“Tienen un piso en Carabanchel. Lo alquila. Cuando te dice que se queda conmigo… va allí.”
“¿Y ella sabe de mí?”
“Claro. Pero… le dijo que vivíais como compañeros de piso. Que aguantabais por el niño.”
Ah, sí, “aguantabais”. Escúchame bien, Dieguito, ya verás tú cómo “aguanto”. Por dentro hervía, estaba como loca. Tuve que contenerme.
Por la noche hice la cena como siempre. Paola hacía los deberes en la cocina mientras yo cortaba lechuga. Parecía un anuncio de felicidad familiar. Solo que yo ya era otra persona.
Cuando Diego llegó del trabajo, le recibí como siempre: con un beso en la mejilla. Solo que ahora lo hacía para ver de cerca la cara del traidor.
“¿Cómo estuvo la guardia?”
“Agotadora” – refunfuñó, sentándose. “Tuvimos un chico con una perforación de estómago. Muy feo…”
“Dieguito… ¿no tienes que ir a ver a tu hijo de tres años después de cenar?”
Se paralizó. La cuchara a medio camino. Cara de póker. Luego le temblaron los párpados.
“¿Qué has dicho?” – preguntó bajito.
“Lo que has oído. Lo sé todo. Lo de Carabanchel, lo de la mujer, lo del niño. Y lo de las mentiras, y lo de la traición.”
Dejó la cuchara. Calló un momento.
“Lucía… quería decírtelo…”
“¿Cuándo? ¿El viernes? ¿O cuando las ranas críen pelo? ¿O cuando el crío llamara para decirme ‘tía, mi papá no ha venido’?”
Seguía callado.
“Diego, dime la verdad, ¿la quieres?” – solté la pregunta clave.
“No sé…”
“¿Y a mí?”
Guardó silencio y miró hacia otro lado.
Ya está. Ese “hacia otro lado” fue suficiente.
Esa noche no dormí. Imposible, claro. Él seguro que tampoco. Se quedó en el sofá del salón, porque lo eché de la habitación sin contemplaciones. Por la mañana le hice la maleta.
“¿Te vas?” – preguntó.
“No, me qu
Y mientras Guillermo preguntaba si tomaríamos un café después del cole, la sonrisa de Ana, sincera por primera vez en mucho tiempo, brotó suave como una flor al sol.

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