Lo que comenzó como una discusión acalorada cesó abruptamente, seguido por un sonoro portazo que dejó un eco de silencio en el aire. Una gran gata gris levantó las orejas con inquietud, se bajó del sillón y se dispuso a inspeccionar el apartamento. Lo que vio no le gustó nada. Ana yacía en el sofá, llorando en silencio.
Lola, siempre preocupada cuando su querida dueña se sentía triste, saltó a su lado e hizo todo lo que una gata podía hacer para consolarla. Comenzó a ronronear con voz dulce, amasar con sus patitas, hacerle cosquillas con los bigotes en la cara y acurrucarse a su lado. Pero Ana no reaccionaba y continuaba llorando.
Lola estaba sorprendida; normalmente sus mimos siempre conseguían una respuesta. La casa olía a problemas…
Ana y Luis adoraban a su gata, y la esponjosa belleza los adoraba de igual manera. Ella era la protagonista de aquella pequeña familia y consideraba su deber proteger y alegrar a quienes eran su mundo.
Muchos años atrás, una fría tarde otoñal, Luis llegó a casa con un gatito mojado debajo de la chaqueta. No pudo ignorar a aquella bolita gris que temblaba en las escaleras del edificio. Un par de manos amables recibió al animalito sin hogar y empezaron los cuidados: comida, baño, calor…
El gatito resultó ser hembra, y como al principio dormía mucho, fue ceremoniosamente llamada Lola. La pequeña fue mimada y consentida, se le perdonaban travesuras y desobediencias. Tenía la mejor comida, divertidos juguetes y un verdadero palacio felino de varios pisos. Prefería dormir en la cama de sus dueños, al lado de quienes amaba con todo su corazón.
Pasaron varios días y Luis no volvía a casa, mientras Ana seguía llorando en el sofá. Lola se dio cuenta de que algo muy malo le había sucedido a su amada familia. Se sentó en el alféizar de la ventana, mirando pensativa la lluvia otoñal que caía afuera. El clima le recordó el día en que Luis la llevó a casa por primera vez, un pequeño desvalido callejero, y cómo ambos la cuidaron…
“Debo salvar a mi familia. ¡Es hora de tomar cartas en el asunto!”, pensó la gata gris y decidió actuar.
Ana no podía recordar cuántos días llevaba en ese estado de letargo. El día se transformaba en noche, y la noche en día, entre lágrimas y más lágrimas. Luis se había ido… Se separaron… Y todo por una tontería… Los pensamientos se atropellaban, se acumulaban y desmoronaban.
Dándose cuenta de que no podía seguir así, Ana se levantó del sofá y se dirigió a la cocina. Sus ojos vagaron hasta encontrarse con los platillos de comida para gatos. La comida no había sido tocada.
— ¡Lola! ¡Lolita! ¡Dios mío, pequeña mía! ¿Dónde estás?
La apatía abandonó a Ana en un instante. Despotricando contra sí misma, comenzó a buscar a la gata.
Como un trapo de peluche, Lola estaba tendida en el sillón favorito de Luis, sin reaccionar ante la voz de su dueña. Su lujosa cola caía desanimada, su pelaje sedoso estaba opaco; sus ojos verdes carecían de vida. Ana la alzó en sus brazos y comenzó a recorrer el apartamento, angustiada.
— Pequeña mía, ¿qué te pasa? ¡Perdóname! ¿Cómo pude ser tan insensible?
Sin soltar a la gata, Ana cogió el teléfono.
— ¡Luis! Escucha… Lola… Está muy mal… No sé qué le ocurre. La llevaré al veterinario. Sí, ven cuanto antes.
El veterinario, un hombre mayor, examinó concienzudamente a su paciente, revisó los análisis y se acarició el bigote pensativo.
— Sinceramente, no sé qué decirte. No veo ningún problema en el animal. Según los análisis, la gata está sana. La ecografía no mostró nada extraño. Todo está acorde con su edad.
— Pero, ¿qué le pasa entonces? ¡Doctor, mire cómo está!
— Lo veo… Puedo hacerle una pregunta…
— Sí, por supuesto, doctor.
— Dígame, ¿ha habido algún cambio reciente en su hogar, en su familia? Tengo la impresión de que su gata no aceptó esos cambios y ha decidido renunciar de alguna manera. Piénselo. Por ahora, solo puedo recomendar que cuide su alimentación y le dé vitaminas.
Con delicadeza, Luis colocó a Lola en el sillón, sentándose a su lado en el suelo, acariciando su suave pelaje.
— Perdóname. He sido un tonto, qué tonto fui.
La gata levantó la cabeza, lo miró atentamente y hundió su hocico en su mano.
— ¿Me has perdonado? ¡Gracias! Ahora es momento de pedir perdón a Ana.
Las voces se silenciaron y el apartamento quedó en calma. La gata gris bajó cuidadosamente del sillón y se dirigió al sofá. Acurrucada, Ana dormía abrazada a Luis…
“¡Bien hecho! —pensó la gata—. ¡Soy toda una actriz! Pero esta dieta forzada no le hace bien a mi figura.”
Orgullosa, con la cola esponjada y los ojos verdes brillando con picardía, Lola se dirigió a la cocina. La guardiana del hogar necesitaba reponer fuerzas.