**La Felicidad Inesperada de Ramón**
En aquel pueblo perdido al borde del mapa, donde el tiempo no corría en horas sino en estaciones, la vida de Lucía se arrastraba entre inviernos helados, primaveras embarradas, veranos sofocantes y otoños grises. A sus treinta años, todo en ella parecía hundirse en el peso de sus propios kilos, como si su cuerpo fuera una fortaleza que la separaba del mundo. No era solo gordura, sino cansancio acumulado, una tristeza silenciosa que creía tener raíces en algo roto dentro de ella, algo que jamás se atrevió a revisar con médicos. Demasiado lejos, demasiado caro y, al final, quizá inútil.
Trabajaba como auxiliar en la guardería municipal “Campanita”. Sus días olían a talco para bebés, puré de patatas y suelos siempre mojados. Sus manos grandes, pero tiernas, sabían consolar lloros, tender camitas y limpiar accidentes sin hacer sentir culpa. Los niños la adoraban, pero fuera de allí, la esperaba la soledad.
Vivía en una vieja casa de vecinos, un edificio que crujía de pena, con goteras en invierno y un calor asfixiante en verano. El peor tormento era la estufa de leña, que devoraba su sueldo en troncos cada invierno. Las noches las pasaba mirando las llamas, como si también se llevaran sus sueños, convirtiéndolos en ceniza fría.
Hasta que una tarde, cuando el crepúsculo pintaba su cuarto de melancolía, llamaron a su puerta. Era su vecina, Esperanza, la limpiadora del ambulatorio, con dos billetes arrugados en la mano.
Lucía, perdona. Toma. Doscientos euros. No me los reclamaste, pero yo no olvido las deudas.
Lucía, sorprendida, intentó rechazarlos. Hacía años que daba ese dinero por perdido. Pero Esperanza insistió, emocionada:
¡Es que ahora tengo dinero! Escucha esto…
Y bajando la voz, como si revelara un secreto de estado, le contó que unos inmigrantes marroquíes habían llegado al pueblo buscando mujeres para matrimonios de conveniencia. A cambio de quince mil euros.
A mí ya me casaron con uno, Rashid. Se queda en casa “para aparentar”, pero luego se va. Mi hija Lola también aceptó, para comprarse un abrigo. Y tú ¿quién te va a querer casar de verdad?
La frase no fue cruel, solo real. Y Lucía, con un pinchazo en el pecho, aceptó.
Al día siguiente, Esperanza trajo al “candidato”. Lucía abrió la puerta y retrocedió, avergonzada de su cuerpo. Era un chico joven, alto, delgado, con ojos oscuros y tristes.
¡Dios mío, es casi un niño! exclamó.
Tengo veintidós años respondió él, con un suave acento meloso.
En el registro civil, les hicieron esperar un mes, “para reflexionar”. Pero antes de irse, Ramón así se llamaba le pidió su número.
Es duro estar solo en un sitio extraño dijo.
Y empezó a llamarla. Cada noche. Primero tímido, luego con confianza. Le habló de su tierra, del sol de Marruecos, de su madre, a quien adoraba. Le preguntó por su vida, por los niños de la guardería, y Lucía, sin darse cuenta, reía como una niña al teléfono.
Al mes, volvió. En el registro, todo fue rápido. Pero después, en su casa, Ramón le dio el sobre con el dinero y una cajita de terciopelo. Dentro, una cadena de oro.
Quería un anillo, pero no sabía tu talla. No quiero irme. Quiero que seas mi mujer de verdad.
Lucía se quedó sin palabras.
Este mes escuché tu alma por teléfono. Es amable, pura, como la de mi madre. Te quiero, Lucía. De verdad.
No era un contrato. Era una declaración.
Y así, poco a poco, su vida cambió. Ramón venía cada fin de semana. Cuando Lucía quedó embarazada, vendió parte de su negocio en la ciudad, compró una furgoneta usada y se quedó en el pueblo para siempre. Trabajó duro, transportando mercancías.
Tuvieron dos hijos. Dos niños morenos, con sus ojos y su sonrisa. La casa se llenó de risas, de ruido, de vida.
Y Lucía, sin darse cuenta, adelgazó. No por dietas, sino porque la felicidad le quitó peso del alma.
A veces, mirando a sus hijos jugar y sintiendo la mirada cálida de Ramón, recordaba aquella noche, los doscientos euros, la llamada a su puerta. El milagro no había llegado con trompetas, sino con un desconocido de ojos tristes que le regaló, sin saberlo, una vida nueva.