**Miércoles, 15 de marzo**
La odiamos en cuanto cruzó el umbral de nuestra casa.
Rizos, alta, delgada.
Su blusa no estaba mal, pero sus manos no se parecían en nada a las de mamá. Tenía los dedos más cortos y gruesos, siempre entrelazados como un candado. Y las piernas más flacas, con pies más largos.
Mi hermano Carlos y yo, él con siete años y yo con nueve, la mirábamos lanzándole rayos con la mirada.
¡Larga Milagros, que parecía un poste, y nada de “Mila”!
Papá notó nuestro desprecio y nos reprendió: —¡Portaos como gente educada! ¿Qué os habéis creído?
—¿Y ella se queda mucho tiempo? —preguntó Carlos con tono caprichoso. A él se lo permitían, por ser pequeño y niño.
—Para siempre —respondió papá con un deje de irritación.
Si se enfadaba, sabíamos que nos la íbamos a ganar. Mejor no provocarlo.
Una hora después, Milagros se preparó para irse. Al calzarse, Carlos, astuto, le puso la zancadilla.
Casi sale volando por el portal.
—¿Qué ha pasado? —preguntó papá, alarmado.
—Nada, tropecé con los zapatos —dijo ella, sin mirar a Carlos.
—¡Lo recojo todo! —se apresuró él a prometer.
Y ahí lo entendimos. Él la quería.
Por más que lo intentamos, no logramos sacarla de nuestras vidas.
Una vez, cuando Milagros estaba en casa sin papá, ante otro de nuestros comportamientos deplorables, nos dijo con voz serena:
—Vuestra mamá murió. Así pasa, por desgracia. Ahora está en el cielo, viéndolo todo. Y seguro que no le gusta cómo os portáis. Sabe que lo hacéis de rebeldía. ¿Así guardáis su memoria?
Nos quedamos quietos.
—Carlos, Lucía, ¡sois buenos chicos! ¿Es así como se honra a una madre? Las acciones dicen quién eres. No creo que de verdad seáis tan ariscos como erizos.
Poco a poco, con esas charlas, nos quitó las ganas de ser desagradables.
Una vez la ayudé a guardar la compra. ¡Cómo me elogió Milagros! Me acarició la espalda.
Sí, sus manos no eran las de mamá, pero… aún así se sentía bien.
Carlos, celoso, colocó las tazas limpias en la estantería. Ella también lo alabó.
Y esa noche, con entusiasmo, le contó a papá lo buenos ayudantes que éramos. Él se puso contento.
Su extrañeza nos costó aceptarla. Queríamos abrirle el corazón, pero no podíamos.
¡No era mamá, y punto!
Al año, ya no recordábamos la vida sin ella. Y tras un suceso, nos enamoramos de Milagros sin remedio, igual que papá.
…Carlos, en segundo de la ESO, lo pasaba mal. Un chaval, Roberto “el Faraón”, lo acosaba. Era de su misma estatura, pero más gallito.
Roberto competía con él solo porque le dio por ahí.
Su familia era completa, y el Faraón se sentía respaldado por su padre, quien le soltaba: «Eres un hombre, pega primero. No esperes a que te machaquen». Así que eligió a Carlos como blanco fácil.
Mi hermano llegaba a casa sin decirme nada, ni a mí, su hermana mayor. Esperaba que se solucionara solo. Pero esas cosas no se arreglan solas. Los matones se crecen con la impunidad.
Roberto ya le pegaba abiertamente: un rodillazo cada vez que pasaba junto a él.
Logré sacarle la verdad cuando vi los moratones en sus hombros. Él pensaba que los hombres no debían cargar sus problemas en las hermanas, aunque fueran mayores.
No sabíamos que Milagros escuchaba tras la puerta.
Carlos me suplicó que no le dijera nada a papá, o sería peor.
Y me rogó que no fuera a arañarle la cara a Roberto en ese instante. ¡Pero qué ganas tenía! ¡Mataba por mi hermano!
Tampoco convenía avisar a papá. Acabaría a golpes con el padre del Faraón, y eso podía acabar muy mal…
Al día siguiente, Milagros nos acompañó al colegio, como si fuéramos de compras, y en secreto me pidió que le señalara a Roberto.
Se lo señalé. ¡Que se entere el cabrón!
Lo que pasó después fue épico.
En mitad de clase, Milagros asomó la cabeza por la puerta, impecable, con manicura y peinado elegante, y con voz dulce pidió que Roberto saliera, porque tenía un asunto con él.
La profesora, sin sospechar, accedió. El chaval salió tranquilo, creyendo que era la nueva coordinadora. Iba a recibir claveles para el homenaje a los héroes de guerra.
Milagros lo agarró del cuello, lo levantó del suelo y le escupió:
—¿Qué le quieres a mi hijo?
—¿A q-q-quién? —balbuceó él.
—¡A Carlos Martín!
—N-nada…
—¡Pues que siga siendo nada! Porque si vuelves a tocarlo, a acercarte o incluso a mirarlo mal, te reviento, cerdo.
—Señora, suélteme —chilló Roberto—. ¡No lo haré más!
—¡Largo! —lo soltó—. Y si se te ocurre mencionarme, meteré a tu padre en la cárcel por criar un delincuente. ¿Entendido? A la profesora le dices que soy tu vecina y que necesitabas la llave. ¡Y después de clase, le pides perdón a Carlos! Yo misma me aseguraré…
El Faraón entró de un salto, arreglándose el uniforme. Farfulló algo de la vecina.
…Desde entonces, no volvió a mirar mal a Carlos. Más bien lo evitaba. Se disculpó ese mismo día, cortante y nervioso, pero lo hizo.
—No le digáis a vuestro padre —nos pidió Milagros. Pero no aguantamos y se lo contamos.
Quedó admirado.
Ella también me enderezó a mí.
A los dieciséis, me enamoré como una tonta, con ese amor donde las hormonas nublan el juicio y ansías lo prohibido.
¡Qué vergüenza recordarlo! Bueno, os lo cuento: me lié con un pianista borracho y sin trabajo, ignorando lo obvio. Me llenaba los oídos con que era su musa, y yo me derretía en sus manos como cera. Era mi primer hombre.
Pues bien, Milagros fue a verlo y le preguntó: «¿Estás sobrio alguna vez? ¿Y de qué planeáis vivir?».
Si tenía un plan de vida estable, consideraría nuestra relación. Claro, siempre que él se hiciera cargo de mí. Porque un piso lleno de humo no bastaba para demostrar seriedad.
Él era cinco años menor que ella y veinticinco mayor que yo. Milagros no se anduvo con rodeos.
No repetiré sus respuestas, pero jamás me había sentido tan avergonzada. Sobre todo cuando me dijo: «Pensé que eras más lista».
Así terminó mi historia de amor, de forma cutre y fea. Pero al menos ni el pianista ni papá acabaron en la cárcel. Milagros llegó a tiempo…
Han pasado años. Carlos y yo tenemos familias donde priman el amor, el respeto y el coraje para corregir cuando alguien se equivoca. Todo gracias a ella.
No hay mujer en el mundo que haya hecho más por nosotros. Papá es feliz a su lado, cuidado y amado.
Milagros también tuvo su tragedia. Carlos y yo no lo sabíamos. Papá no nos contó nada.
…Ella dejó a su marido por nuestro padre. Antes tuvo un hijo, pero murió por culpa de su ex. No pudo perdonarlo.Y aunque su dolor nunca desapareció del todo, nosotros, su nueva familia, le dimos razones para sonreír de nuevo.