La decisión maduró de repente
Eva y su madre vivían solas. Desde que tenía memoria, la niña nunca había visto a su padre. De pequeña ni siquiera se preguntaba quién era o dónde estaba. Ahora, con el tiempo, imaginaba que quizás habría sido un “héroe piloto”. No tenían más familia porque su madre había crecido en un orfanato desde los seis años.
Su madre nunca llegó a contarle la verdad sobre su relación con aquel hombre. Probablemente ni siquiera habían estado casados, y ahora ya no quedaba nadie a quien preguntar.
**La vida en el orfanato**
A los trece años, Eva sufrió el golpe más duro de su vida: su madre falleció a causa de un corazón débil. La niña recordaba cómo se agarraba el pecho con dolor, haciendo muecas de sufrimiento.
“Y yo ni siquiera entendí que le dolía el corazón, que era algo grave”, se reprochaba Eva en silencio. “Pensé que, como siempre, se le pasaría y volvería a estar alegre”.
Pero su madre se fue, y con ella, las alas que la protegían del mundo cruel. Eva tuvo que madurar antes de tiempo. Terminó en un orfanato.
Allí sufrió lo indecible, especialmente por las noches. Nadie vigilaba los dormitorios, y los niños podían ser despiadados. Aunque Eva intentaba pasar desapercibida, las burlas y los golpes de los mayores no tardaron en llegar.
Su aspecto no ayudaba. A los trece, parecía una niña de diez: delgada, con nariz respingona y pecas. Lo único que se le daba bien era estudiar.
**Una nueva familia**
No estuvo mucho tiempo en el orfanato, quizás un año, pero para ella fue una eternidad. Afortunadamente, una antigua amiga de su madre, Alba, que también había crecido en el mismo hogar, no permitió que la niña se quedara allí.
“¿Qué hay que hacer para hacerse cargo de Eva?”, preguntó Alba al director cuando fue con su marido, Roberto, a buscarla.
El director los observó con atención, pareció encontrar su aspecto adecuado y les pidió los documentos.
“¿Conocían a la niña o a su madre antes?”.
“No a Eva, pero su madre y yo crecimos juntas”, respondió Alba, mientras su marido asentía. “Me enteré hace poco de su muerte y quise encontrar a su hija”.
Tras completar los trámites, se la llevaron a su casa. Ya tenían dos hijos: Javier, de casi dieciséis años, y Lucía, de doce. Eva intentó conectar con ellos desde el primer día, pero no fue fácil. No la aceptaban. Peor aún, celaban el cariño que sus padres le demostraban.
Cuando Eva le hacía una pregunta a Javier, él se limitaba a girarse y encerrarse en su habitación. Lucía tampoco le hablaba, y si su madre no miraba, le sacaba la lengua o ponía caras.
“Quizás la culpa es mía por no saber ganármelos”, pensaba Eva, mirándose al espejo. “Soy fea. Ojitos pequeños, pecas… ¿A quién le puede gustar alguien así?”.
En realidad, no era tan horrible. La adolescencia le jugaba malas pasadas, pero ella solo veía defectos. Sobre todo al compararse con Lucía, que era bonita, con rizos que a Eva le habrían encantado tener en lugar de su lacio pelo castaño.
Los padres creían que todo iba bien.
“Qué suerte que nuestros hijos hayan aceptado a Eva”, decía Alba a veces, y Roberto asentía.
“Sí, otros tienen problemas mayores. Los niños no siempre se llevan bien”.
No se daban cuenta de la tensión que había bajo la superficie. Eva nunca se quejaba, y los otros dos tampoco hablaban. Pero en sus corazones ardían emociones encontradas.
**Sus pensamientos más profundos**
A los trece años, Eva aprendió que la vida no era justa.
“Ya no tengo el calor de mi madre. Ya no me dice que me abrigue en invierno, que no me resfríe. Ya no me lee cuentos por la noche. Ahora sé lo duro que es vivir sin ella, incluso en una familia que te acoge”.
Eva evitaba las discusiones con Javier y Lucía. Respetaba mucho a Alba y a Roberto, agradecida por haberla sacado del orfanato. La vestían y alimentaban igual que a sus hijos.
“Alba es buena, pero nunca será mi madre. Nunca será esa persona cercana”, pensaba Eva antes de dormir. “Pero intento caerles bien”.
Y lo intentaba. Ansiaba afecto, y a veces buscaba el abrazo de Alba, sin darse cuenta de que eso molestaba a los otros dos. Cada vez que Alba la abrazaba, Javier y Lucía fruncían el ceño y se marchaban. Con el tiempo, Eva aprendió a esconder sus sentimientos.
Al acabar el instituto, Eva, siempre buena estudiante, le dijo a Alba:
“Voy a estudiar Magisterio”.
“Me alegro, Eva. Es una buena decisión. Nosotros te ayudaremos”.
**La universidad y el trabajo con niños**
Entró en la facultad y siguió destacando. Tras el primer año, se enteró de que buscaban monitores para un campamento de verano. No lo dudó. Prefería eso antes que volver a casa, donde Lucía la miraba con desdén.
En el campamento había niños de orfanatos. Eva los entendía como nadie. Cada gesto de cariño que les daba—una caricia, una palabra amable—los conmovía profundamente.
“Es increíble cómo responden al más mínimo afecto”, le contaba a una amiga. “Los acaricias una vez y ya te siguen a todas partes”.
Eso la marcó.
“Cuando me case, adoptaré a un niño de un orfanato. Al menos a uno le daré el amor que yo no tuve”.
Año tras año, volvió como monitora. Le encantaba trabajar con niños.
**El amor en el último año**
Al terminar la carrera, empezó a salir con Miguel, un compañero de otra clase. Tímido, se sonrojaba cada vez que la veía. En una fiesta universitaria, la invitó a bailar y desde entonces no se separaron.
Para entonces, Eva ya no se veía fea. Se había convertido en una joven atractiva, delgada y seria.
“Le debo mucho a Alba”, le confesó a Miguel. “Ella me enseñó a arreglarme, me llevó a la peluquería, me aconsejó sobre el maquillaje. Hasta me llevó al psicólogo, aunque le pidió a Lucía que no lo supiera. Me dijo: ‘Tú entiendes, Eva, mi hija es muy celosa’. Y yo siempre lo supe”.
“¿Alba sabe de mí?”, preguntó Miguel.
“Claro. Fue la primera en saber que te amaba. Hasta le prometí que, si tenía una hija, la llamaría Albita”.
“Eva, nos graduamos en un mes. Casémonos”, propuso Miguel. Él tampoco tenía familia—había crecido en un orfanato desde los ocho—. “Tú eres mi única familia”.
Eva aceptó. Se casaron, y al año nació Albita, llamada así en honor a Alba.
**Cumpliendo su sueño**
Cuando Albita tenía dos años, Eva navegaba sin rumbo por internet y encontró la foto de un niño de siete años, Adrián. Le sorprendió su parecido con Miguel. Recordó entonces su promesa: adoptar a un niño.
“Miguel, ven. Mira lo