La decisión inevitable

La Elección Inevitable

Marisol se sobresaltó ante el grito brusco:

—¡Eh, mocoso! —Víctor alzó una bolsa pesada sobre el cachorro y luego se giró hacia ella—: ¿Te has vuelto loca? ¿Darle de comer a perros callejeros con mi comida?

Un día de primavera, Marisol sintió de pronto una punzada de nostalgia por el amor.

Se quedó frente al espejo, examinando su reflejo con melancolía. «Cómo pasa el tiempo —suspiró—. Ayer parecía ser una margarita fresca, y ahora… bueno, más bien un crisantemo. Bonita, pero con el aroma del otoño. Pronto llegará el invierno, y después… ¡es hora de tomar las riendas de mi vida!».

Treinta y siete años. La edad en que la sabiduría ya se ha acumulado y la belleza no se ha marchitado del todo. ¡El momento perfecto para actuar! Pero, ¿dónde buscar ese amor? En el trabajo, solo compañeras; los encuentros fortuitos en la calle no eran lo suyo, y las citas por internet le inspiraban desconfianza.

Pero dicen que quien busca, encuentra.

Y así fue: en su departamento de recursos humanos llegó un nuevo empleado, Álvaro Martínez. Alto, con algo de barriga, sonrisa afable y gafas serias. Más o menos de su edad. Marisol notó al instante su temperamento tranquilo y su seguridad contenida.

La competencia, claro, no era poca. Solo Sofía, la asistente de personal, era toda una amenaza: joven como una gacela, con piernas largas, labios carnosos y unas pestañas que parecían capaces de provocar huracanes con un simple parpadeo.

Al principio, Marisol se desanimó. ¿Cómo iba ella, discreta y hogareña, a competir con semejante belleza? Seguro que Álvaro ni siquiera la miraría, rendido a los pies de Sofía, deslumbrado por su juventud y su audaz encanto.

Pero se equivocó. Sofía revoloteaba alrededor de Álvaro como un pavo real, mostrando escotes y piernas, pero él permanecía impasible:

—Sofía, ¿necesitas algo? En un momento termino y te ayudo.

Y la miraba fijamente a los ojos, ignorando sus tácticas.

En cambio, cuando Marisol llevó una vez su tarta de manzana casera al trabajo, Álvaro se animó de repente:

—Marisol, ¡eres una hechicera! Esta tarta me recuerda a la de mi abuela. ¡Como volver a la infancia!

El cumplido fue extraño. A Marisol no le hacía gracia que la compararan con la abuela de un hombre. Quería un compañero, no un niño nostálgico. Pero, pensándolo bien, decidió que era un buen comienzo. Mejor eso que nada.

Además, Marisol entendió: Álvaro era un apasionado de la comida casera. Y ella cocinaba bien, aunque eso le pasaba factura: antes usaba talla 38, y ahora llevaba la 44. Así que empezó a llevar sus creaciones culinarias al trabajo: alegría para los compañeros y menos tentaciones para ella.

Fue así, a través de empanadas y pucheros, como Marisol conquistó el corazón de Álvaro. Un camino simple, pero efectivo. Y pronto su relación floreció: flores, halagos, largas conversaciones.

—Es increíble, Álvaro —confesó Marisol un día—. Justo cuando empecé a soñar con el amor, apareciste tú. Tan… genuino. Y yo, lo admito, pensé que no tenía oportunidades. Sobre todo con Sofía, que casi bailaba delante de ti.

—¿Sofía? —Álvaro frunció el ceño—. Pero ¿qué dices? Hay millones como ella: pestañas postizas, uñas largas, siempre enseñando las piernas. Creen que los hombres caemos rendidos. No, gracias, eso no es para mí. Prefiero una mujer auténtica: amable, hogareña, hacendosa. Como tú, Marisol.

«¡Este es mi destino! —pensó Marisol, radiante—. Quizás tardó en llegar, pero al fin me encontró».

Parecía que Álvaro no tenía defectos. Pero, ay, nadie es perfecto…

Su romance duró seis meses, y todo apuntaba a una boda. Quizás hubiera ocurrido, de no ser por aquella gélida tarde de noviembre.

El clima estaba desatado: lluvia torrencial, aguanieve, viento cortante. Marisol y Álvaro, cogidos del brazo, se apresuraban hacia casa bajo un paraguas.

—¡Mira, un gatito! —exclamó Marisol, deteniéndose.

Bajo una farola, tiritando, había un pequeño felino negro. Empapado, sucio, lastimero.

—Déjalo, Marisol, ¡vamos! Tengo frío y hambre —Álvaro tiró de su manga.

—Un momento —Marisol se agachó—. Ven aquí, pequeño.

—¿En serio? —gruñó Álvaro—. ¡Tu futuro marido está helado, y tú pendiente de un gato callejero!

—Nos lo llevamos —dijo Marisol con firmeza, envolviendo al gatito en su abrigo—. No protestes, él lo está pasando peor que nosotros.

—Loca de los gatos —refunfuñó él, caminando hacia adelante.

En casa, la amabilidad de Álvaro desapareció.

—Dale de comer y échalo a la calle —ordenó.

—¿Cómo? ¿Ahora mismo? ¡Está nevando! ¡Es solo un bebé!

—Marisol, no seas tonta. Hay miles como él. ¿Vas a recogerlos a todos? Ya hiciste tu buena acción. ¡Échalo, que tengo hambre!

—No lo haré. ¿Cómo no lo entiendes?

Pero Álvaro no quería entender.

—¡Odio los gatos! —espetó—. Los animales en casa son un estorbo. Solo valen si son útiles: carne, leche, lana. ¡Tus gatos no sirven para nada!

Marisol vio entonces su verdadero rostro. Frío, egoísta, calculador.

—Primero, esta es mi casa —dijo con calma—. Y me gustan los animales. Segundo, dime, Álvaro: ¿escoges a las mujeres por su «utilidad»?

—¿Y qué? —farfulló—. Sí, quiero una esposa que no solo se pinte las uñas, sino que cuide la casa. ¡Es normal!

—Ah, ya veo —murmuró Marisol—. Para ti soy útil. Hogareña. Y Sofía, en cambio, es egoísta. Necesitas que todo gire alrededor tuyo. Vete, Álvaro.

—¿Así que no hay cena? —bufó—. Acabarás sola, rodeada de gatos, como una solterona.

—Vete.

Y se fue. Esperó que Marisol recapacitara, echara al gato y lo llamara. Pero no lo hizo.

Marisol celebró el Año Nuevo con el gatito, al que llamó Carbón. Creció peludo y majestuoso como una pantera en miniatura. Él la consolaba en sus momentos de tristeza, ronroneando en su regazo.

Llegó la siguiente primavera. Marisol casi había perdido la esperanza. Pero el cambio llegó con un nuevo vecino, Sergio.

Bajo, fornido, con entradas y mirada severa. Tras su divorcio, se mudó al piso de enfrente.

—Hola, vecina —saludaba con brusquedad—. ¿Necesitas ayuda? Soy manitas.

Al principio, Marisol declinó sus ofertas. Hasta que se le estropeó la cafetera.

—¿Sabes de electrodomésticos? —preguntó.

—¡Como un profesional! —contestó él.

En una hora, entre palabrotas, la cafetera funcionaba. Marisol le invitó a cenar. Y así comenzó su historia.

—Cocinas de maravilla —elogiaba Sergio—. Yo tampoco me defiendo mal: limpio, reparo,Y así, entre risas y un café humeante, Marisol comprendió que el amor verdadero no busca utilidad, sino compañía sincera.

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La decisión inevitable