**Domingo, 15 de marzo**
María se sobresaltó al oír el grito brusco:
—¡Eh, mocoso! —Víctor alzó una bolsa pesada sobre el cachorro y luego se encaró con ella—: ¿Te has vuelto loca? ¿Dándole mi comida a los perros de la calle?
Un día de primavera, María sintió de repente una punzada de nostalgia por el amor.
Se paró frente al espejo, contemplando su reflejo con melancolía. *«Cómo vuela el tiempo— suspiró—. Ayer misma era una joven margarita fresca, y ahora… bueno, más bien un crisantemo maduro. Bonita, pero con un toque de otoño. Pronto será invierno, y luego… ¡hay que tomar las riendas!»*
Treinta y siete años: la edad en que la sabiduría ya está presente, pero la belleza aún perdura. El momento perfecto para decisiones audaces. Pero, ¿dónde buscar ese amor? En el trabajo solo había mujeres, los encuentros casuales no eran lo suyo, y las citas por internet le daban desconfianza.
Aunque dicen que el que busca, encuentra.
Y así fue: en Recursos Humanos llegó un nuevo empleado, Javier Martín. Alto, con unos kilos de más, sonrisa afable y gafas de mirada seria. De su edad. María notó al instante su temperamento tranquilo y su seguridad contenida.
La competencia no era poca. Solo Sofía, la asistente junior de personal, era un hueso duro de rogar: joven como una gacela, piernas largas, labios carnosos y unas pestañas que, con un parpadeo, podrían provocar un huracán.
María casi se desanima. ¿Cómo iba ella, discreta y hogareña, a competir con semejante belleza? Seguro que Javier ni la miraría, rendido ante el atrevido encanto de Sofía.
Pero se equivocó. Sofía revoloteaba alrededor de Javier como un pavo real, enseñando escotes y piernas, pero él permanecía imperturbable:
—Sofía, ¿necesitas algo? Ahora termino y te ayudo.
Y la miraba directo a los ojos, ignorando sus artimañas.
Sin embargo, cuando María llevó una vez su tarta de manzana casera al trabajo, Javier se iluminó:
—María, ¡eres una hechicera! Mi abuela hacía una tarta igual. Esto me trae recuerdos de la infancia.
Era un cumplido extraño. No pretendía parecerse a la abuela de un hombre, quería un compañero, no un niño nostálgico. Pero, tras pensarlo, decidió que era un buen comienzo. Mejor eso que nada.
Además, entendió algo: Javier apreciaba la comida casera. Y ella cocinaba bien, aunque le pasaba factura—antes llevaba una talla 40, ahora rozaba la 46. Así que empezó a llevar sus platos a la oficina: alegría para los compañeros y menos tentación para ella.
Con tartas y cocidos, María encontró el camino al corazón de Javier. Sencillo, predecible, pero efectivo: a través del estómago. Pronto floreció el romance: flores, elogios, largas charlas íntimas.
—Es increíble, Javier— confesó María un día—. Justo cuando soñaba con amor, apareciste tú. Tan… auténtico. Y yo, lo admito, al principio creí que no tenía oportunidad. Sobre todo con Sofía, que casi bailaba delante de ti.
—¿Sofía? —se sorprendió él—. Bah, ¿de qué hablas? Es como todas: pestañas postizas, uñas largas, piernas siempre en exhibición. Creen que los hombres caemos rendidos. No, gracias, no es lo mío. Una mujer debe ser verdadera: amable, acogedora, hacendosa. Como tú, Mari.
*«¡Es mi felicidad! —pensaba María—. Tardó en llegar, pero al fin me encontró.»*
Javier parecía perfecto. Pero nadie lo es…
Su romance llevaba seis meses, y la boda parecía segura. Hasta aquella noche lluviosa de noviembre.
El clima se volvió loco: lluvia torrencial, aguanieve, vientos cambiantes. María y Javier, cogidos del brazo bajo un paraguas, apuraban el paso hacia casa.
—¡Mira, un gatito! —exclamó María, deteniéndose.
Bajo una farola, tiritando de frío, había un pequeño gato negro. Empapado, sucio, desvalido.
—Déjalo, Mari, ¡vamos! Tengo frío y hambre —Javier la jaló del brazo.
—Un momento —María se agachó—. Ven aquí, pequeño.
—¿En serio? —refunfuñó él—. ¡Tu prometido está helado, y tú jugando con gatos callejeros!
—Nos lo llevamos —dijo ella con firmeza, envolviendo al gato en su abrigo—. No protestes, él está peor que nosotros.
—Loca de los gatos —masculló Javier, avanzando rápido.
María siguió, acunando al gato.
—No temas, es bueno, solo gruñe —susurró.
Pero en casa, la bondad de Javier se esfumó.
—Dale de comer, si tanto te importa, y échalo —ordenó.
—¿Echarlo? ¿A la calle? ¡Está nevando! ¡Es solo un bebé! —se indignó ella.
—Mari, no seas tonta. Hay miles así. ¿Vas a recogerlos a todos? Ya hiciste tu buena acción, basta. ¡Échalo, que tengo hambre!
—No lo haré. ¿Cómo no lo entiendes?
Pero Javier no quería entender.
—¡Odio los gatos! —espetó—. Los animales deben ser útiles: carne, leche, lana. ¡Un gato solo es un parásito! ¡No lo quiero aquí!
María vio entonces su verdadero rostro: frío, egoísta, calculador.
—Primero, esta es mi casa —dijo firme—. Y a mí me gustan los animales. Segundo, dime, Javier: ¿también elegiste novia por «utilidad»?
—¿Y qué? —vaciló—. Quiero una mujer que no solo se arregle, sino que lleve la casa. ¡Es normal!
—Ajá —musitó María—. O sea, yo soy «útil». La hacendosa. Sofía es egoísta, y no te sirve. Quieres que todo gire en torno a ti. Vete, Javier.
—¿Así que no me darás de cenar? —bufó—. Acabarás sola con un montón de gatos, como una solterona.
—Vete.
Y se fue. Esperaba que María reflexionara, echara al gato y lo llamara. Pero no lo hizo.
El Año Nuevo lo pasó con el gatito, al que llamó Carbón. Creció, se volvió esponjoso y majestuoso como una pantera en miniatura. La consolaba en sus tristezas, ronroneando en su regazo.
Llegó otra primavera. LasY al llegar la siguiente primavera, con Carbón y Rosquilla—el perro que rescató después—a su lado, María comprendió que el amor verdadero no se busca, sino que llega cuando el corazón está preparado.