**La Elección Inevitable**
María se estremeció ante el grito brusco:
—¡Eh, desgraciado!— Víctor alzó una bolsa pesada sobre el cachorro, luego se volvió hacia ella—: ¿Te has vuelto loca? ¿Darle de comer a los perros callejeros con mis provisiones?
En uno de esos días primaverales, María sintió de pronto una añoranza aguda de amor.
Se quedó frente al espejo, observando su reflejo con melancolía. *”Qué rápido pasa el tiempo— suspiró—. Ayer aún era joven, fresca como una margarita, y ahora… bueno, más bien un crisantemo maduro. Hermosa, pero con ese aire otoñal. Pronto el invierno, y después… ¡es hora de tomar las riendas!”*
Treinta y siete años: la edad en que la sabiduría ya se ha acumulado y la belleza aún no se ha marchitado. Era el momento de ser valiente. Pero, ¿dónde buscar el amor? En el trabajo, solo mujeres; los encuentros casuales no eran lo suyo, y las citas por internet le inspiraban desconfianza.
Aunque dicen que quien busca, encuentra.
Y así fue. En el departamento de personal apareció un nuevo empleado: Andrés Serrano. Alto, algo robusto, con una sonrisa afable y gafas de montura seria. Más o menos de su edad. Desde el primer día, María notó su calma y esa seguridad discreta.
Claro, la competencia era feroz. Solo Sofía, la auxiliar de recursos humanos, ya era un obstáculo: joven como una gacela, con piernas largas, labios carnosos y unas pestañas que, al batir, parecían capaces de desatar un vendaval.
María estuvo a punto de rendirse. ¿Cómo iba a competir, sencilla y discreta como era, con semejante belleza? Seguro que Andrés, sin siquiera mirarla, caería rendido a los pies de Sofía, cegado por su juventud y descaro.
Pero se equivocó. Sofía revoloteaba alrededor de Andrés como un pavo real, mostrando escotes o piernas, pero él permanecía imperturbable:
—Sofía, ¿tienes alguna consulta? En un momento te ayudo.
Y la miraba directamente a los ojos, ignorando sus artimañas.
Sin embargo, cuando María llevó una vez su famosa tarta de manzana, Andrés se iluminó:
—¡María, eres una hechicera! Mi abuela hacía una tarta así. ¡Me has devuelto a la infancia!
El halago fue extraño. No quería que la asociaran con su abuela. Necesitaba un hombre, no un niño nostálgico. Pero, reflexionando, decidió que era un buen comienzo. Mejor eso que nada.
Además, comprendió: Andrés era débil ante la comida casera. Y ella cocinaba bien, aunque eso le había hecho pasar de la talla 42 a la 46. Así que empezó a llevar sus creaciones culinarias: alegría para los compañeros y menos tentación para sí misma.
Fue a través de tartas y cocidos como María encontró el camino al corazón de Andrés. Sencillo, trivial, pero efectivo: a través del estómago. Pronto, su relación floreció: flores, halagos, largas charlas.
—Qué curioso, Andrés— confesó ella—. Justo cuando empecé a desear amor, apareciste. Tan… auténtico. Y yo, lo admito, creí que no tenía oportunidad. Sobre todo con Sofía, que casi bailaba delante de ti.
—¿Sofía?— se sorprendió él—. No sé de qué hablas. Como ella hay miles: pestañas postizas, uñas largas, siempre enseñando piernas. Creen que los hombres caemos rendidos. No, gracias, yo no quiero eso. Una mujer debe ser auténtica: tierna, hogareña, práctica. Como tú, Mari.
*”¡Ahí está, mi felicidad!— pensó ella—. Aunque tardó, al fin me encontró.”*
Parecía que Andrés no tenía defectos. Pero, ay, nadie es perfecto…
Su romance duró seis meses y ya planeaban la boda. Quizá se habría celebrado, de no ser por aquella noche de noviembre oscuro.
El tiempo estaba furioso: lluvia, nieve húmeda, viento cambiante. María y Andrés, cogidos del brazo bajo un paraguas, apuraban el paso.
—¡Mira, un gatito!— exclamó María al ver un pequeño felino negro, tiritando bajo la luz de una farola.
—Déjalo, Mari, ¡vamos! Tengo frío y hambre— tiró de su manga.
—Un momento— se agachó hacia el animal—. Ven, pequeño.
—¿En serio?— rezongó Andrés—. ¡Tu futuro marido está helado y muerto de hambre, y tú te entretienes con gatos callejeros!
—Nos lo llevamos— dijo ella, envolviéndolo en su abrigo—. No protestes, él lo pasa peor.
—Loca de los gatos— refunfuñó él, avanzando.
María lo siguió con el gatito en brazos, susurrándole que Andrés solo era gruñón. Pero en casa, la amabilidad de él desapareció.
—Dale de comer y échalo— ordenó.
—¿Echarlo? ¡Afuera hace frío, es solo un bebé!
—María, no seas tonta. ¿Vas a recoger a todos los gatos de la calle? Con esto basta. ¡Ya tengo hambre!
—No lo echaré. ¿No lo entiendes?
Pero él no quiso entender.
—¡Odio los gatos!— espetó—. Los animales deben ser útiles: carne, leche, lana. Esos bichos no sirven para nada. ¡No los quiero aquí!
María vio entonces su verdadero rostro. Frío, egoísta, calculador.
—Primero, esta es mi casa— dijo con firmeza—. Y me gustan los animales. Segundo, dime, Andrés: ¿también elegiste esposa por su “utilidad”?
—¿Qué tiene de malo?— balbuceó—. Quiero una mujer que no solo se arregle, sino que lleve la casa. ¡Es normal!
—Ya veo— murmuró ella—. Así que para ti soy útil. Práctica. Sofía se quiere a sí misma, y esa no te sirve. Lo que quieres es que todo gire en torno a ti. Vete, Andrés.
—¿Así que me quedo sin cena? Mira, Mari, acabarás sola con un montón de gatos, como una solterona.
—Vete.
Se fue, esperando que ella rectificara, echara al gato y lo llamara. Pero no lo hizo.
La Nochevieja la pasó con el gatito, al que llamó Carboncillo. Creció, se volvió esponjoso y majestuoso como una pantera en miniatura. Él la consolaba cuando la tristeza la invadía, ronroneando en su regazo.
Llegó así a la siguiente primavera. Las esperanzas de cambio se desvanecían. Hasta que apareció su nuevo vecino: Sergio.
La antítesis de Andrés: bajito, fornido, con entradas y mirada severa. Tras su divorcio, se instaló en el piso de enfrente.
—Hola, vecina— gruñía al cruzarse con María—. ¿Necesitas ayuda? Soy manitas.
Al principio rechazaba sus ofertas, hasta que se le estropeó la cafetera.
—¿Sabes de esto?— preguntó.
—¡Nivel experto!— se rió él—. ¿Qué pasa?
Tras una hora de palabrotas, la cafetera funcionó. Ella le invitó a cenar, y así empezó todo.
—Cocinas de maravilla, María— elogiaba Sergio—. Y yo tampoco me quedo atrás: cocino, limpio, reparo cosas. Mi ex no lo valoraba…
*”Así que no solo soy su empleada doméstica,”* pensaba ella. Además, Sergio se llevaba bien con CarboncilloPero cuando Sergio le gritó al perro callejero y María lo abandonó también, comprendió que el verdadero amor, paciente y sin condiciones, ya lo tenía en casa, con Carboncillo y Rosquilla, esperando juntos el atardecer.