El regreso fue tardío: Ana ya lo había decidido todo.
Andrés, con gesto sombrío, enroscaba los espaguetis en el tenedor. Ana, observándolo, intentaba ocultar su inquietud, pero al final no pudo contenerse:
—¿No está bueno, Andrés?
Él frunció el ceño y siguió comiendo en silencio.
—Lo hice siguiendo la receta…
—Está bien —masculló, sin mirarla a los ojos.
—Entonces, ¿qué pasa? ¿Qué te ocurre?
Andrés arrojó el tenedor, exhaló ruidosamente y comenzó a dar vueltas por la cocina.
—¡Estoy harto de todo! —estalló—. ¡La vida se ha convertido en un pantano! Trabajo, casa, tú con la bata, la comida, el niño. ¡Esto no es vivir, es una condena!
Ana se quedó inmóvil. Las palabras de su marido dolían más que bofetadas. Él continuó:
—¡Mírate! Antes eras hermosa, y ahora… —calló, buscando la palabra—. Una ama de casa cansada. La mujer de Miguel es un torbellino: aunque está de baja maternal, va al gimnasio, trabaja y además luce estupenda.
—A ellos les ayuda la abuela, y tú duermes los fines de semana. No tengo tiempo —intentó explicar Ana con voz queda.
—¡Siempre excusas! En realidad, te has acomodado y has dejado de esforzarte. ¡Necesito espacio! ¡Respirar! Me voy. Solo. No sé por cuánto. Tal vez para siempre.
—¿Y qué pasa con Marcos?
—Te mandaré dinero como toca. Y vendré a verlo. No estarás desamparada.
Andrés se levantó. Ana, como despertando, se interpuso:
—¿Y mi respiro? ¿Acaso no soy persona? ¿Por qué solo tú puedes huir de las responsabilidades?
Él se acercó, irritado:
—¡Tú eres la madre! Y punto. Quédate con tu hijo.
Dicho esto, salió, dejando tras de sí un silencio espeso. Ana permaneció en la cocina, ahogada en lágrimas. Su mente zumbaba: ¿cómo seguir? Sí, Andrés era frío, pero al menos estaba ahí. Y ahora, el apoyo, la estabilidad… todo se derrumbaba.
Se fue sin despedirse siquiera de su hijo. Era evidente: se dirigía a su piso de soltero.
La primera noche, Ana no durmió. Pero al amanecer, exhausta, decidió: no se humillaría rogándole que volviera. Ella sola saldría adelante.
Y lo logró. Sorprendentemente, todo fue más fácil. Sin tener que recoger tras un hombre, complacer caprichos o lavar montañas de ropa. El dinero que Andrés enviaba alcanzaba, aunque justo.
El dolor era solo moral. Sobre todo al ver en las redes a Andrés riendo con otra mujer, sonriendo a la cámara. Su amiga la consolaba: “No merece la pena”. Luego llegó su madre, que pidió vacaciones para ayudarla. Sin reproches, pero a veces apretaba los puños al recordar a su yerno.
Con ella, Ana revivió. Fue a la peluquería, renovó su armario. Hasta volvió a sonreír. Los regalos de su madre le recordaban que merecía alegría.
Andrés, como prometió, no visitó a su hijo. Solo en fotos se veía lo bien que estaba sin su familia. Ana esperó, deseando que recapacitara, pero cada día entendía más: no era un hombre, sino un cobarde que huyó de sus obligaciones.
Tres meses después, llamaron a la puerta. Andrés. Con sus maletas. Orgulloso, como un vencedor.
—¡Hola, cariño! He vuelto. ¿Qué hay para cenar?
Pero Ana bloqueó el paso:
—Aquí ya no vives.
—¿Cómo? ¡Soy tu marido!
—Ya no. Pedí el divorcio. Espera la citación. No visitaste a tu hijo, como prometiste. Tus cosas están empacadas.
Andrés se enfureció:
—¡Tengo derecho a ver a mi hijo!
—Claro. El juez fijará las visitas. Les contaré cómo olvidaste a Marcos durante tres meses. Y les mostraré tus fotos de fiesta.
Al final, vio al niño. Marcos lo miró con desconfianza. Ni alegría, ni emoción.
Andrés esperaba que su esposa solo quisiera darle un escarmiento. Pero Ana fue firme. El apoyo de su madre, el amor por su hijo y el valor que recuperó la hicieron más fuerte.
Ahora, ella y Marcos empezaban una vida nueva. Y Andrés se quedó con sus cacerolas, que debía lavar solo, y sus camisas, que nadie planchaba. Menudo descanso.