Llegué a la sala de partos del Hospital Universitario La Paz para observar la cinta del latido fetal durante el alumbramiento. El electrocardiograma del bebé estaba perfectamente normal. Mientras la cinta serpenteaba por la pantalla, me acordé de que la niña de la enfermera de guardia había enfermado gravemente y la había dado de alta a casa. Ahora debía coordinarme con otra enfermera de ginecología para cubrir la urgencia en la planta de admisión.
¿Está todo tan mal? Dígame, por favor me preguntó la embarazada, con la mirada cargada de preocupación. ¿Algo está raro en el monitor? Usted parece tan concentrado.
En nuestra profesión lo más difícil es saber «mantener la cara». Toda la vida aprendemos a diagnosticar, a juntar pedazos para formar un todo. Aprendemos a observar, a esperar con paciencia, a no intervenir cuando no hace falta y a tomar decisiones precisas al instante. Nunca nos han enseñado a actuar como actores.
Eso es crucial: después de una operación complicada, de madrugada, con los ojos empapados de agua helada, sin haber podido secar la sangre que se coló por la suela del calzado, bajar a la planta y, con una sonrisa sincera, recibir al nuevo paciente con amabilidad. Esa sonrisa debe transmitir al enfermo traído en la ambulancia que está a salvo, que lo esperan para aliviarlo, ayudarlo y curarlo.
Nunca nos enseñan que al enfermo le da miedo. Por muy profesionales que seamos y por muy bien que manejemos situaciones difíciles, debemos saber mantener la cara, porque el miedo distorsiona la realidad, tanto la nuestra como la ajena. En la puerta del hospital tus padres están enfermos, tus hijos han perdido las llaves y se quedan en la escalinata esperando a alguien; en la unidad de cuidados intensivos la embarazada no se estabiliza y el feto aún no sobrevive, mientras en el quirófano la enfermera sufre una crisis hipertensiva.
Todo gira en tu cabeza, pero más allá de tu semblante Mantener la cara es tremendamente complicado, sobre todo cuando sabes que faltan quince minutos para una catástrofe. Superar el propio temor, dar todas las indicaciones necesarias, explicar con claridad y calma a la paciente lo que ocurre y por qué hay que apresurarse, tranquilizarla a ella y a sus familiares, obtener el consentimiento para la cirugía y correr al quirófano, desvestido de un paso al otro con la cara inmutable.
Luego, «salir del escenario sin ir al salón, sino a los bastidores». Lo peor es cuando la catástrofe ya ha ocurrido; entonces también hay que mantener la cara, olvidar el frío en el corazón, hablar, hablar, hablar. Con los pacientes, con sus familiares, con desconocidos, con uno mismo, con Dios, con los pensamientos inmóviles, con los superiores, de nuevo con los familiares, de nuevo con uno mismo hasta que el insoportable dolor en el pecho ceda y se logre respirar de lleno, comprendiendo que el turno, tu propia marca en el pecho, ya está grabada.
Una hora después, al bajar a la consulta del nuevo paciente, seguir manteniendo la cara, aferrarse con fuerza, frotar sutilmente la piel bajo la clavícula izquierda, porque
Los médicos cometemos errores. Todos. Incluso los que dicen «seremos enviados por Dios». Porque somos humanos. Sólo quienes no trabajan no se equivocan. La tecnología de alta precisión también falla, pues está hecha por manos humanas. Errar es propio de la naturaleza humana.
Lo más aterrador es reconocer que nos hemos equivocado. Vuelves una y otra vez en la cabeza al instante en que podrías haber actuado distinto. Pero nunca sabrás cuál habría sido el resultado, y esa incertidumbre nunca desaparecerá.
¿Has mirado una cardiografía perfectamente normal con la vista nublada por el cansancio? Tus ojos se acostumbran a esa fatiga con los años. ¿No has prestado atención a un análisis perfectamente normal que nadie más notó? ¿Has calculado la dosis de un fármaco tal como indica el protocolo? ¿Llegaste tarde o, al contrario, antes de lo necesario? ¿Has observado una radiografía y no has visto nada, o has visto algo que no estaba allí? Tu visión sigue siendo la misma que ayer o hace un mes. ¿Se te ha torcido la mano con el bisturí y has desprendido una pinza de una vena? ¿Por qué ayer, anteayer o hace un año no ocurrió lo mismo? Quizá seis guardias en dos semanas son mucho, mientras en casa tu madre padece un ictus.
En medicina el tiempo es relativo, y los seres queridos ya llevan años en el último asiento de honor. Lo peor es no entender qué hiciste mal, porque entonces puede volver a repetirse. ¿Cuántos libros, cursos y noches sin dormir quedan por delante para que no vuelva a suceder? Nadie puede responder. Y ¿cómo ahuyentar la idea de que existen estadísticas? La temible estadística médica, con su voz deshumanizada, dice que de cada mil partos, cirugías o procedimientos, deben ocurrir tres, cinco o diez complicaciones, en todo el mundo, cada día, cada mes, cada año. Alguna vida, alguna salud, alguna tragedia.
Así es, «alguna». ¿Qué debe hacer un médico cuando su nombre aparece en esa estadística? Pararse frente a personas devastadas por el dolor y decir: «Ese soy yo, su asesino». ¿Puedes imaginarte en esa posición, con cientos, miles de personas sufriendo y tú allí, frente a ellas, siendo la única causa de su sufrimiento? Ese soy yo. Destruir.
¿Y por qué cuando un médico falla una vez se borran y se olvidan las miles de veces en que tuvo razón? Porque los médicos son humanos. Los dioses no se equivocan. Ese es su mundo, su creación, su estadística. Cuanto más trabajo, más entiendo que solo unos pocos pueden comprender el plan divino. Nosotros no somos elegidos; somos gente corriente, médicos comunes.






