La vieja Dolores se secaba las lágrimas que corrían por sus mejillas pálidas, marcadas por profundas arrugas. A veces agitaba las manos y murmuraba palabras ininteligibles, como un niño balbuceante. Los hombres del pueblo se rascaban la nuca, mientras las mujeres que la rodeaban intentaban entender a la anciana.
Desde el amanecer, loca de dolor, Dolores había corrido por el pueblo, golpeando ventanas y llorando. Siempre había sido muda y, según decían, no estaba bien de la cabeza. Por eso los vecinos la evitaban, aunque nunca la maltrataban. Sin saber qué hacer, mandaron a buscar a Fernando, un borracho y bromista, el único que entraba en su casa y la ayudaba con las tareas, a cambio de cena y una botella de aguardiente.
Al fin apareció, despeinado y aún medio borracho de la noche anterior. Se abrió paso entre la gente que rodeaba a Dolores. La anciana se lanzó hacia él, gimiendo y ahogándose en lágrimas, agitando las manos con desesperación. Solo él podía entenderla. Cuando terminó, Fernando palideció. Se quitó la gorra y miró a los expectantes vecinos.
—¡Venga, cuéntanos! —gritó alguien desde la multitud.
—¡Rosita ha desaparecido! —anunció, refiriéndose a la nieta de siete años de Dolores.
—¿Cómo? ¿Cuándo? —exclamaron las mujeres.
—Dice que su madre se la llevó anoche —murmuró Fernando, asustado.
Un murmullo recorrió la multitud. Las mujeres se santiguaron, los hombres encendieron nerviosamente sus cigarrillos.
—Pero ¿acaso una muerta puede robar a un niño? —dijo uno, incrédulo.
Todos sabían que hacía tres meses, la madre de la niña, Lucía, se había ahogado en el pantano. Como su abuela, era muda de nacimiento. Había ido con otras mujeres a recoger bayas y allí ocurrió la desgracia. Nadie sabía cómo. Se perdió, quedó atrapada en la ciénaga y, al no poder pedir ayuda, nadie la oyó. Rosita quedó huérfana, una carga pesada para Dolores. Si hubiera tenido padre, habría sido distinto, pero Lucía llevó su secreto a la tumba. Ni siquiera su madre supo quién era. Corrían rumores: ¿sería Fernando el padre? Al fin y al cabo, era joven, soltero y entraba en esa casa.
Pero él siempre lo negó. ¡Nunca había pasado nada!
Dolores volvió a gemir y agitó las manos.
—¿Qué dice ahora? —susurraron las curiosas.
—Cuenta que cada noche venía la difunta a la casa. Dolores encendía velas, hacía cruces en las puertas y ventanas para protegerse de los malos espíritus. Pero Lucía no se daba por vencida, golpeaba el umbral, miraba por las ventanas y llamaba en susurros a su hija. Anoche estuvo mucho rato bajo la ventana, pálida a la luz de la luna, con ojos sin vida, susurrando a Rosita.
La anciana la ahuyentaba, apartando a la niña curiosa de la ventana. Pero en un descuido, la pequeña apartó la cortina. Y ya fuera por brujería o distracción, Dolores se durmió y no se dio cuenta. ¡La muerta se llevó a Rosita, engañando a la inocente niña! —Fernando se secó el sudor de la frente con la manga—. ¡Hay que buscarla!
Los hombres se dispersaron, unos por sus escopetas, otros por los perros. Hasta Fernando, olvidando la resaca, fue corriendo a prepararse.
Pronto se dividieron en grupos. Primero revisaron las calles, luego el cementerio. Nada. Solo quedaba el bosque y, después, el maldito pantano donde Lucía descansaba. Tras un cigarrillo, partieron.
En el borde del bosque encontraron huellas de pies descalzos. Los perros ladraron y se adentraron entre los árboles. Durante horas zigzaguearon, agotando a sus dueños, como si algo los confundiera a propósito.
Al caer el anochecer, los perros, jadeantes, se desplomaron. Igual que sus dueños. Los más jóvenes siguieron buscando en el pantano.
La esperanza se desvanecía.
Fernando caminaba con cuidado, temiendo hundirse en la ciénaga. Tan concentrado estaba que no notó cuándo se separó de los demás. Pero conocía bien el pantano y siguió adelante.
—¿Dónde estás, Rosita? —musitó, escudriñando las sombras.
A unos metros, un graznido rasgó el aire. Un cuervo enorme, posado en un pino, lo observaba con ojos brillantes.
—¡Crro! ¡Crro!
El corazón de Fernando latió con fuerza. Algo en ese sonido lo atrajo. Apresuró el paso hacia el árbol.
Entre el musgo, acurrucada, estaba la niña.
—Rosita —susurró, temiendo asustarla.
La niña abrió los ojos y lo miró fijamente.
—¡Estás viva! —exclamó aliviado.
Se quitó la camisa y la envolvió.
—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó, sin esperar respuesta.
Pues, como su madre y abuela, era muda.
—Vine con mamá —respondió de pronto.
Fernando se sobresaltó.
—¡Milagro! —La levantó en brazos y se alejó del pantano—. Dime algo más, niña.
—Mamá se casó con el espíritu del pantano. Quería llevarme a su nuevo hogar, pero él no la dejó.
—¿Quién? —preguntó, confundido.
—El abuelo. Muy viejo, pero fuerte y sabio. Nosotros lo llamamos el Hombre del Bosque. Regañó a mamá: «No se hace daño a los hijos». Dijo que yo aún sirvo a los vivos, al bosque y a él. Luego sopló, y un aire ardiente tocó mis labios. Y las palabras fluyeron. ¡Ahora lo sé todo!
—¿Qué sabes? —tragó saliva.
—Que los árboles hablan y las hierbas susurran. ¡Y que tú eres mi padre!
Fernando se quedó petrificado. La bajó suavemente y, arrodillándose, le preguntó:
—¿Eso también te lo dijo el Hombre del Bosque?
—¡Sí! —asintió, abrazándolo.
Él la rodeó con torpeza. *¿De verdad será mía?*, pensó.
Con Lucía solo hubo una noche. Después, ella lo evitó. Luego se fue a otro pueblo y volvió con la niña.
—¡Los rumores tenían razón! —comprendió al fin.
Rosita retrocedió y le mostró una baya roja en la palma.
—¡Cómela! —ordenó—. El Hombre del Bosque lo mandó.
Fernando obedeció.
—Agria —frunció el ceño.
—¡Ya no beberás! —anunció ella, tirando de su mano hacia casa.
Fernando sonrió incrédulo. ¿Dejar el alcohol? No le creyó, pero se equivocó.
Dejó la bebida, enderezó su vida. Reconoció a su hija, la crió y la educó.
Y ella cumplió la profecía. Se hizo curandera, ayudando a gente y animales. Buscaba hierbas medicinales en el bosque y el pantano, siempre volviendo sana y salva.
Como si un protector la cuidara de todo mal.