**Culpa de Nadie, o Así Se Alinearon las Estrellas**
Javier sostuvo la puerta del restaurante para que su esposa pasara primero. La puerta se cerró suavemente, ahogando el ritmo de la música y el bullicio de las voces ebrias. A lo lejos, una franja de luces titilaba en la ciudad, y una hilera serpenteante de farolas atravesaba la oscuridad.
—Estás pálido… ¿Seguro que no cogemos un taxi? —preguntó Lucía.
—No hace falta, llegamos solos. Solo es el calor del local. En un momento me recupero y nos vamos. —Javier la abrazó.
—Pero has bebido… —insistió Lucía.
—Solo un par de copas al principio, ya se me ha pasado. Además, a estas horas hay poco tráfico. No te preocupes —la tranquilizó Javier.
—Mamá llamó. Lucas no se duerme sin nosotros, nos espera —suspiró Lucía—. Estoy agotada.
—Pues vámonos. En media hora estamos en casa. —Javier sacó las llaves de su chaqueta y pulsó el botón del llavero. En el fondo del aparcamiento, su **Seat** respondió con un pitido y un par de ráfagas de las luces.
Javier salió del aparcamiento del restaurante de moda en las afueras y condujo con seguridad hacia la ciudad. A su lado, Lucía estiró las piernas cansadas y recostó la cabeza en el reposacabezas, sin preocuparse ya por el peinado.
—Buena boda la de Paco, ¿eh? Pero la nuestra fue mejor —dijo Javier, mirando por el retrovisor las luces del restaurante que se alejaban.
—La verdad, apenas la recuerdo —respondió Lucía, cerrando los ojos.
—Yo tampoco.
—Nadie recuerda su propia boda. Por eso parece mejor que las demás —murmuró ella.
—Cierto —Javier esbozó una sonrisa.
—Creo que mamá debería quedarse a dormir en casa. Para cuando lleguemos, para que luego la lleves… —Lucía bostezó.
—Claro, que se quede. A mí también me pesan los párpados.
—Te lo dije, deberíamos haber cogido un taxi. Nunca me haces caso —protestó Lucía con voz débil.
—Demasiado tarde, ya estamos en camino. No quiero volver mañana a buscar el coche.
Lucía no contestó. Se quedó con los ojos cerrados, soñando con llegar a casa, cambiarse, deshacerse de los zapatos ajustados que le habían dejado los pies en carne viva, ponerse las zapatillas y darse una ducha…
Si los hubiera abierto, habría visto cómo Javier apretaba el volante, mirando con tensión la carretera. Su frente pálida perlada de sudor, la respiración entrecortada. Lucía no vio nada de eso.
Javier no se lo confesó, pero ya se arrepentía de haber conducido. Sentía su corazón apretarse, bombeando sangre a duras penas. Con cada latido, el dolor aumentaba. ¿Parar? No, mejor llegar pronto a casa y acostarse…
Los árboles formaban una pared oscura junto a la carretera, y la ciudad, en lugar de acercarse, parecía alejarse. Javier pisó el acelerador, pero en ese instante, un dolor desgarrador le atravesó el pecho, la vista se le nubló. El estruendo sacudió las afueras dormidas, pero Javier ya no lo oyó.
El conductor del camión saltó de la cabina y corrió hacia el coche aplastado bajo las ruedas. Supo al instante que el conductor estaba muerto. A su lado, una mujer. Intentó abrir la puerta —atascada. Metió la mano por la ventana rota, buscando el pulso en su cuello. Imposible. Le temblaban los dedos.
Llamó a la ambulancia y esperó.
Lo absolvieron. La autopsia reveló que el conductor del **Seat** había muerto de un infarto masivo antes del impacto, enviando el coche al carril contrario…
El camionero fue al hospital para saber de aquella mujer. Le habían hecho dos operaciones, pero necesitaba otra para reemplazar la cadera destrozada con una prótesis. Si no, quedaría inválida. Pero la prótesis costaba dinero.
***
—Álvaro, por fin. Encontré un piso perfecto. Tiene todo lo que soñamos: quinto piso, ascensor, en pleno centro, buena distribución. Necesita reformas, pero negocié bien el precio. Mañana lo vemos. ¿Cuánto tenemos ahorrado? Si no tocaste nada, debería bastar —parloteó Sofía mientras él se lavaba las manos.
Se interpuso en su camino, buscando su mirada.
—Espera, Sofía —la apartó y salió del baño.
—¿A qué esperar? Un piso así se va volando. Convencí al dueño de no enseñárselo a nadie más. No pude llamarte, tenías el móvil apagado.
—No cojo el móvil conduciendo, ya lo sabes —se sentó a la mesa—. Dame de comer —murmuró, evitando su mirada.
Ella tomó un plato, abrió la sartén y se detuvo con el cucharón en alto.
—¿Te echaste atrás con el piso? —Se volvió bruscamente—. ¿O cambiaste de planes? Dejaste un buen trabajo por ganar migajas como taxista… ¿Tienes otra? ¿Por qué callas?
—No digas tonterías. No hay nadie. Tampoco hay dinero —susurró.
—¿Cómo? —Sofía se desplomó en una silla con el plato vacío—. ¿Dónde está? ¿Le compraste un piso a tu amante?
—¡Basta ya! —él alzó la voz—. Se lo di a esa mujer, al hospital, para su operación.
—¿La del accidente? ¿Pero qué tienes que ver tú? Te absolvieron. No lo entiendo.
—No tuve culpa. Él tampoco. Solo fue mala suerte. Él murió, ella quedó inválida, con un hijo…
—¿Y nos tienes lástima a nosotros? Ahorramos años, no salías del camión. Vivimos en un pisito toda la vida. Yo buscando muebles, ilusionada… Estás loco. —Arrojó el plato con estrépito y salió corriendo.
Álvaro suspiró y la siguió. Estaba en el sofá, brazos cruzados, mirando por la ventana. La tocó en el hombro. Ella se encogió.
—Perdona no hablarlo contigo. Pero ese dinero lo gané yo. Estamos sanos. Ella no puede ni andar, con un niño… Aunque no tuve culpa, tampoco me siento inocente.
—¿Por qué tú? —lo interrumpió Sofía, con voz entrecortada.
—Lo decidí así.
—Nunca volveremos a ahorrar tanto.
—¿Para qué queremos un piso grande? Si hubiera niños…
—¿Me reprochas no tenerlos? Yo quise adoptar —gritó, sollozando.
—¿Adoptar? Me jubilo en tres años. Soy muy viejo para criar. Tú tampoco eres una niña.
Sofía gritó, lo culpó de egoísta, arrojó cosas. Luego le arrojó una almohada y lo echó al sofá de la cocina.
Álvaro no dormía, daba vueltas. ¿Cómo explicarle que estaba harto de carretera, de noches en vela? Lo absolvieron, pero él no se perdonaba. Revivía una y otra vez el accidente.
Iba saliendo de la ciudad cuando el coche apareció de la nada. Solo tuvo tiempo de frenar. El camión pesado no se detuvo al instante. Nada más pudo hacer. El otro conductor ya estaba muerto.
Dejó el trabajo. Se hizo taxista. Menos dinero, más paz.
Fue al hospital. La mujer dormía siempre, sedada. ElCon el tiempo, las heridas se cerraron y las risas de Lucas llenaron de nuevo la casa, mientras Álvaro y Lucía encontraron en su compañía mutua la paz que tanto habían anhelado.