La cuidadora de la pequeña

**Mamá para Ani**

—Pablito, ven a comer —dijo con dulzura la cuidadora Tania.
—No —respondió él, clavando la mirada en la ventana—. No.
—Pablito, ven.
—¡Nooo! —gritó, pataleando con sus piernecitas delgadas enfundadas en medias marrones—. ¡Nooo, quiero a mamá!
—Mamá vendrá más tarde, ven.
—¿Qué pasa aquí? Tania Mijáilovna, ¿qué está pasando? ¡Al comedor ahora mismo!

La mujer severa agarró al niño por el cuello de la camisa y lo arrastró hacia la mesa. Le metía a la fuerza unos macarrones fríos y grises. Pablo gritaba y se retorcía, pero ella seguía empujando la comida.
—¡Come, mocoso, come! —escupió.

Los otros niños comenzaron a golpear sus cucharas contra los platos de aluminio.
—¿Por qué lo hace así, Elena Dmítrievna? Son solo niños —susurró Tania, con los ojos húmedos.
—¿Niños? —bufó la mujer—. ¡Futuros delincuentes, como sus madres! Ladronas, asesinas…

—¡Aaah! —Pablito cayó al suelo, rojo, revolcándose—. ¡Quiero a mamá! ¡Mamáaaa!
—¡Cállate, mocoso asqueroso!

—¿Qué es este alboroto? —preguntó otra mujer de voz cortante. Incluso Pablito dejó de gritar.
—Este no quiere comer.
—¿De quién es?
—De la Dúbtseva.
—Ah, de esa loca. Sácalo, ha llegado su madre.

Pablito lanzó un chillido y corrió hacia la puerta antes que la cuidadora, abrazándose a unas rodillas flacas y huesudas.
—¡Mamá, mamá!

Su madre se sentó en el suelo, besando el cuerpecito delgado de su hijo, abrazándolo con sus brazos frágiles como ramas. Le susurraba palabras que solo ellos entendían.

—No puedo ver esto —lloraba la vieja cuidadora, la abuela Shura, que había visto tanto en la vida que daría para diez novelas—. ¿Será que me estoy haciendo mayor? ¡Cómo lo quiere! Y ella…

Aunque loca y desesperada, otras madres deberían aprender de esta chiquilla. Apenas salida de la tierra, pero lo ama con todo su ser.
—¡Pff! Lo que ama son los privilegios. Pronto se lo quitarán, y ella traerá otro. Las conozco…
—Eres muy dura, Elena.
—¿Acaso miento? Buscará a otro, y otra vez tendrá concesiones.
—Eres mujer, ¿cómo puedes hablar así?
—No tiene hijos, no lo entiende —murmuró alguien del personal.
—¿Y qué? Tania tampoco tiene a nadie, pero no se ha vuelto de piedra. Perdónala, Tania.
—¡Bah! ¡Santurronas! A ellas les da igual cuántos hijos tengan o de quién.

Mientras esté aquí, lo quiere. Pero cuando cumpla tres años… ¿Por qué no hizo que algún familiar se lo llevara en lugar del orfanato? Porque no lo necesita, eso es todo.

Al salir del trabajo, Tania reflexionaba sobre las palabras de Elena. ¿Tendría razón? Dicho de forma cruel, pero… ¿era la verdad? Se había encariñado con el niño. Le gustaba Pablito… y su madre, Ani, esos ojos grandes. Ana Dúbtseva, condenada por un delito grave.

Pobrecilla.

Tania había trabajado lo suficiente, ya era hora de jubilarse. Dinero no le faltaba. Iría a su casita, que la esperaba desde hacía tiempo. Antes vivía su madre allí, pero ahora… La abuela Shura tenía razón. Estaba sola en el mundo. Sin hermanos, sin madre…

Pero no se había vuelto de piedra.

Años cuidando a los hijos de las reclusas, sin encariñarse con nadie. Solo trabajo. Pero Pablito… se le había metido en el alma.

Pablito miraba por la ventana. Esperaba a su madre. Su corazoncito siempre lo sabía. Pronto, muy pronto… llegaría.
—Mamá…
—Pablito…

Se abrazaron, llorando. ¿Qué podía hacerse con ellos?

—Ani —llamó Tania. La chica giró la cabeza, su mirada fría. La sonrisa se desvaneció—. Ani, necesitamos hablar.

La chica no confiaba en nadie.

—¿Y a usted qué le importa ayudarme? —preguntó, inclinando la cabeza tras escuchar atentamente.

—No es por ti. Es por mí. Estoy sola, Ani. Tu Pablito… es como un nieto para mí. Y tú… podrías ser mi hija. No, no pienses mal —se apresuró a decir—. No quiero imponerme. Solo… quiero ayudar. Será duro para Pablito. Es pequeño, se olvidará…

—Lo pensaré —dijo secamente, y se fue.

Dos días y dos noches pensó Ani.

—¿Qué pasa, Dúbtseva? ¿Te has vuelto loca? ¿No sabes que pronto llevarán a tu niño al orfanato?

Ani no respondió. Solo la miró pensativa. Nada usual en ella.

—¿Estará enferma? —cuchicheaban las mujeres.

—¿Era… verdad lo que dijo? ¿O solo palabras?

—Verdad, Ani.

Ani tembló. “Abuelita”… así la llamaban de pequeña.

—¿Y cómo lo hará? Usted no es nadie para mí.

—Nos ayudarán, Ani. Intentémoslo. Si no funciona, iré tras Pablito. Trabajaré en ese orfanato y estaré cerca. Todo el tiempo que haga falta.

—¿Por qué lo hace? No tengo nada para pagarle.

—Ya te lo dije, Ani… Pablito me paga… con su amor.

—Bueno… intentémoslo.

Ni una sonrisa, ni una palabra amable.

Tania hizo todo lo posible, usó todos sus contactos… y al final, lo consiguió. Se quedaron con Pablito.

—Gracias —susurró Ani con los labios secos.

—Mamá, me voy con la abuela en el tren… luego volveré a verte.

Ani se secaba las lágrimas, forzando una sonrisa para su hijo.

Y así, los días se volvieron aún más grises para la chica. ¿Era esto lo que había querido para su vida?

Un día la llamaron para una visita.

—Dúbtseva, tienes una visita larga.

Por primera vez en tres años… ¿sería él?

—Es tu madre. Ve.

—¿Mamá? No iré. No, no… díganle que estoy enferma. O mejor, que he muerto.

—Ve, loca. Te esperan. ¿Quieres ir al calabozo?

Caminó con paso pesado. Una guardiana corpulenta la empujó por la espalda, haciéndola entrar en la habitación…

—¡Mamá, mamá!

—Pablito, hijo mío…

Entonces lo entendió. Era la cuidadora, Tania.

Pasaron tres días juntos. Al anochecer del tercero, Ani comenzó a hablar.

—Vivía con mi abuela. Mi madre tenía su vida. Cuando la abuela murió, vendió la casa, aunque era mía por testamento. Pero yo solo tenía trece… me llevó con ella.

Al principio era hasta divertido. No me prohibía nada. ¿No quieres ir a la escuela? No vayas. ¿Quieres fumar? Fuma.

Luego conoció a un hombre. Al principio era bueno. Nos compraba cosas, nos llevaba a la playa.

Pero después… empezó a “educarnos”. A pegarnos… a ella y a mí.

A los dieciséis conocí a Ígor. Tenía dieciocho.

Estuvimos juntos un añoTiempo después, en un pequeño pueblo junto al mar, los tres —Tania, Ani y Pablito— aprendieron que el amor verdadero no tiene sangre, pero sí raíces profundas que los unieron para siempre.

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MagistrUm
La cuidadora de la pequeña