La Cosecha Final

– No consentiré que lo hagas, Lucía. ¡Ni aunque tuviera que enterrar mi propia tumba! – gritó Gabriel, bloqueando el camino hacia el huerto.
– ¡Atrás, madre! La decisión está tomada. Mañana llegará la grúa y todo será demolido. Los papeles están firmados – suspiró Gabriel, evitando mirarla a los ojos.
– ¿Qué papeles? ¿Quién te otorga el derecho de disponer de esta tierra que tu padre labró cuarenta años con sus propias manos? ¿De la que yo arrodillé mi espalda cada primavera? – murmuró Lucía, apretando sus manos arrugadas, mientras el viento revolvía su cabello canoso.
– No exageres. Ya no tienes edad para trabajar con esta tierra. Y ¿quién necesita tus calabacines o tomates caros? En Madrid hay de todo. – Gabriel intentó abrir la cancela, pero su madre volvió a interponerse.
– ¿En Madrid? – escupió Lucía, con desdén –. Eso no son alimentos, sino veneno. Tu padre rodaría en su tumba al oírte.

La discusión bajo la vieja manzanera, cuya fruta maduraba bajo el sol, se convirtió pronto en un enfrentamiento. Alrededor, los cultivos de boniatos y fresas saludaban al cielo azul de Puente Arzobispo, donde los caseríos silenciosos observaban la escena como testigos mudos.
Gabriel, alto y con primeros rizos grises en las sienes, sentía bullir la impaciencia. Había venido desde Madrid con un plan claro: vender la finca a un urbanizador y llevar a su madre a la capital. Años inundaban la casa familiar, que se aplanaba bajo el peso del tiempo, y a Lucía, cuyo cuerpo cada día le decía que la vida rural se volvía risible. Pero ella persistía.
– Mamá, razona. Tienes setenta y dos años. Pases y repases por estos campos como si dependiera de ello tu supervivencia.
– Así sea – contestó Lucía, suavizando el tono –. Esta es mi vida. ¿Qué haría en tu piso de Madrid? ¿Delante de la televisión? Me ahogaría.
– Nadie se ahogará – refunfuñó Gabriel, quitándose las gafas y frotándose la nariz –. Estarás con nosotros. Andrea ya tiene la habitación lista, y Sofía cada día pregunta cuándo vendrás.
– Andrea es una joya – admitió Lucía, una sonrisa fugaz rozando su rostro –. Pero no abandonaré esta casa. Es mi historia, mi raíz. Cada rincón conserva la sombra de tu padre.

Gabriel suspiró. Su madre siempre era terca. Decirle no era imposible, dejarla sola en el viñedo, inadmisible. La residencia de ancianos era inaceptable; las luces de ciudad no parecerían más que luces del infierno en sus ojos. Pero la vida rural en su edad se tornaba peligrosa.
– ¿Aunque sea me ayudas a recoger la última cosecha? – rogó ella, cambiando el tono –. Este año las manzaneras dieron lo mejor. Sería pecado dejarlas.
Gabriel aceptó, buscando aprovechar el trabajo para convencerla del traslado. Juntos caminaron hacia el cobertizo a por cestas y escalera.

– Recuerdas cuando tu padre te obligaba a regar estas manzaneras cada amanecer? – inquirió Lucía al llegar al huerto –. Tú te cabreabas entonces. Ahora mires cómo fructifican: manzanas Antonovka, siempre tus preferidas.
– Sí, pero eso fue hace mucho, mamá. Los tiempos cambian – contestó, tragando saliva.
– Los tiempos cambian, pero el alma es la misma – meditó Lucía, entregándole una cesta –. No olvides tus orígenes, hijo.

El sol se hundía en un cielo carmesí mientras cosechaban juntos. Gabriel observaba cómo las arrugas de su madre marcaban un mapa de fatiga, pero en sus ojos ardía el espíritu inquebrantable que siempre la caracterizó.
– Tu padre solía decir que la tierra es viva – comentó Lucía, alargándole la cesta –. Siente y recuerda. Si le das amor, ella te lo devolverá.
– Mamá – replicó Gabriel, plantando la cesta en el suelo y mirándola con seriedad –. No vendí la tierra por dinero. Me preocupo por ti. Aquí estás sola, sin ayuda, sin asistencia médica digna. ¿Y si te pasa algo?
– No va a pasar – negó con un gesto –. Engracia del pueblecito acude cada día. Y el viejo Martín, que el perro de Dios lo conserve, siempre brinda su ayuda. Por cierto, eles vivos son más fuertes.
– Engracia y Martín tienen su edad – rebatió, aunque ya conocía la respuesta.
– No menosprecies a las ancianas – fulminó Lucía, histérica –. La buena Engracia me trajo fresas recién cosechadas. Y Martín, ¿qué si tiene huesos flojos? Su tarta de fresas no tiene rival.

Gabriel negó con la cabeza. Su madre vivía en un mundo donde los vecinos eran inmortales y el huerto era más que alimento. Cómo explicar que lo único que quería era su bienestar? Que cada excursión a Madrid lo inquietaba con la imagen de su madre resbalando en el umbral helado o enojándose mientras trabajaba.
– ¿Sabes que tu cuñada llamó hoy? – preguntó Lucía, colocando cuidadosamente las manzanas en la cesta.
– Sofía. ¿Para qué?
– Para pedirme que influyera en ti. Dijo que trabajas como si el demonio te persiguiera. Se preocupa.
Gabriel soltó una risita. Sofía siempre apoyó a su madre, incluso durante las peleas.
– Propuso que vosotros dos, Andrea y yo, vinierais durante el verano – continuó Lucía –. Dijo que a la niña haría bien el aire fresco y olvidar esas mañadas con los teléfonos. Pensé: quizás sería conveniente. Ustedes invaden mi hogar en verano y yo sus paseos en invierno. La casa no puede quedar sola.
– La estás improvisando – señaló Gabriel, escéptico.
– Tú mismo pregunta a Sofía, si no me crees – replicó Lucía, enojada.

Cuando la luz se quedó en penumbra, coronaron la cosecha. Las cestas rebosaban fruto, y Gabriel luchó por traerlas al piso, mientras su madre se afanaba con el hornillo, preparando pastel y te.
– Siéntate, hijo. Hablamos claro – ordenó ella, ofreciéndole una taza.

El té, lúgubre como siempre, con sauces negros y menta, evocó en Gabriel los domingos de infancia, cuando regresaba del colegio sabiendo que el hogar lo esperaba con comida recién hecha.
– Entiendo tus planes – comenzó Lucía, mirando con fijeza a su hijo –. Pero entiende, Gabriel, por qué me niego. Esta casa la construyó tu padre de sus propias manos. Cada tablón, cada clavo, portan su memoria. ¿Cómo podría abandonar esto?
– Mamá, nadie te aparta de aquí. En verano, quedas. En invierno, vienes con nosotros. Será mejor.
– ¿Y el huerto? ¿Las manzaneras? ¿Quién cuidará de ellas?
– Mamá – cogiendo su mano –, el huerto no es tu todo. Tú misma dijiste que es la última cosecha. ¿No quizás es hora de perder peso?

Lucía guardó silencio, mirando por la ventana, donde el viento acariciaba los olivares.
– ¿Recuerdas cuando tenías miedo de dormir solo, de niña? – preguntó de repente.
– ¿Cómo te relaciona? – frunció el ceño Gabriel.
– Tu padre dijo entonces: *Hágale acostumbrarse a la autonomía. No de tanto acariciarle*. Pero yo siempre iba a tu habitación y me quedaba con vosotros. – Sonrió –. ¿Crees que no noto cómo el Madrid te chupó el alma? Tu sonrisa se volvió farsa. Como si cada instante fuera ya de oficinas y reuniones.
– ¿Cómo? ¿Mi sonrisa? – titubeó.
– Falsa. Cohibida. Tal como lo estás, trabajando aunque estés en casa. ¿Cuándo fue la última vez que caminaste con Andrea sin un informe en la mano?

Gabriel se quedó callado. Nunca pensó en ello. Madrid era noches de urgencias, videoconferencias, y Andreas durmiendo con su madre mientras él tecleaba. ¿Cómo sabía su madre la verdad?
– Mañana cancelaré la venta – dijo, inesperadamente –, pero con una condición: pasarás este invierno con nosotros. Sofía estará contenta, y Andrea la vida misma.
– ¿Y el huerto? – preguntó, alarmada.
– Volverás en primavera. Yo te ayuda.
– ¿Y tu trabajo? – escrutó, incrédula.
– Aprovecharé vacaciones. Ya era hora.

Al amanecer, el olor a pan recién hecho lo despertó. Lucía canturreaba una canción antigua en la cocina.
– ¿Por qué tan temprano? – bostezó.
– No te olvides, los fresas aún no las recogemos – sonrió ella, sirviéndole el café –. Si hay que acelerar antes de marcharte, no debemos descansar.

Pasaron la jornada juntos, y a Gabriel le sorprendió cuán simple era la vida rural. Allí, el reloj no existía, ni correos electrónicos, solo el ritmo del sol y la naturaleza.
– Prueba esto – le alargó Lucía, con una fresa aún cubierta de rocío –. No es como las de la tienda. Esto es auténtico.
Gabriel la comió. El dulce con un toque ácido recordó a días antaños donde recogían fresas con su padre, y ella las transformaba en galletas. ¿Por qué le picaban los ojos?
– ¿Qué te pasa? – preguntó Lucía, preocupada.
– Nada, mamá. Solo recordé como trabajábamos aquí con papá.
– Te quería, aunque fuera rígido. Todo fue por ti –.

A la hora meridiana, habían llenado varias cestas de fresas. Lucía pretendió que parte las haría galletas y otra la conservaría.
– Mañana pasamos a recoger las papas – dijo –. O por Dios, la lluvia puede arruinarlo.

Al anochecer, sentados en el porche, Gabriel llamó a Sofía para anunciar la cancelación.
– Estoy tan feliz – contestó ella –. Fue la decisión justa. Madrid no era lugar para ti.
– Pero invierno la pasará con nosotros – advirtió Gabriel.
– ¡Perfecto! Andrea y yo ya la preparamos habitación. Incluso compré las violetas que tanto ama. –

Colgando, Gabriel observó a su madre, tranquilamente clasificando fresas. Tenía el aspecto de paz.
– Mamá – dijo, – quizás no solo vacaciones, sino también en agosto. Vendré con Sofía y Andrea, ayudarte con la cosecha.
– Muy bien – aceptó ella –. A Andrea le hará bien saber de dónde vienen los alimentos. No piensa que vienen de la tienda.
Gabriel rió, abrazándola.
– Tienes razón, mamá. Siempre lo eres.

Los días siguientes transcurrieron dedicados a los labores del campo. Desenterraron patatas, recogieron vegetales restantes, prepararon conservas y mermeladas. Gabriel notaba cómo el estrés urbanita se desvanecía, cómo una conexión ancestral resurgía.
– ¿Lo ves? – comentó Lucía, señalando las cajas llenas –. Todo vino de esta tierra, nuestras manos. ¿Cómo dejarla así?
– No la dejarás, mamá. Estás en lo cierto.

El día de partida, Lucía salió muy temprano. Le preparó un regalo: cajones de mermelada, patatas salteadas y panceta que el viejo Martín había aportado.
– Dáselas a Sofía y Andrea. Les harán bien. Y invierno traeré más.
– Bien, mamá.

Antes de montar el camión, Lucía lo abrazó, tal como cuando era niño.
– Gracias, hijo. Por escucharme. Por ayudarme. Sería difícil hacerlo sola.
– Mamá – respondió con cariño –. Gracias a ti. Por estar. Por ser como eres…
– ¿Como? – sonrió.
– Verdadera. Como tus fresas.

El camión lo llevó de vuelta a Madrid, donde lo esperaban Sofía y Andrea. A los meses, visitarían su madre, cansadas del invierno, pero rebosantes de ideas para nueva siembra. Gabriel sabía de antemano que tomaría un permiso para ayudarla. Porque olvidar los orígenes era como abandonar al propio corazón. La tierra, al fin, seguiría produciendo, siquiera porque quien la cultivaba seguía teniendo raíces entrelazadas con sus sueños.

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