La cosecha final

– ¡No voy a permitir que lo hagas, Diego! Solo sobre mi cadáver.
– Anda, mamá, deja de dramatizar. Ya está decidido. Mañana vienen los chicos a demoler la finca. El contrato está firmado.

– ¿Qué contrato? ¡Tu padre aró estos campos con sus propias manos durante cincuenta años!
– ¡Deja de hablar de papá ahora! Tú ni siquiera te levantas a las seis de la mañana, y ¿a quién le importan tus ajíes y tomates? En el mercado todo es más barato.

Mariana, con el pelo blanco revoloteando al viento y las manos aún temblorosas de edad, se interpuso entre Diego y el portón de la huerta. El aroma de las aceitunas y el ajo recién cortado flotaba en el aire. El sol de Villarrubia, aquel mismo que abrazaba las viñas de sus viñedos, teñía de dorado las fresas casi maduras.

– ¿Barato? ¡Eso no es comida, es química! – retrucó ella, clavándose a tierra como un olivo centenario.

Diego, con corbata desabrochada y el pelo ya cano rozando las sienes, apretó la mandíbula. Había venido desde Madrid con el mejor de los planes: vender la finca a un especulador y llevar a su madre a una urbanización acogedora. El mundo había avanzado, incluso las viñas necesitaban modernización.

– Mamá, ten seso. Tienes ochenta. No puedes seguir pasando la siega como si fueras empadronada. Lucía ya quiere ir al cole sin su abuela.

– ¡Lucía me necesita! – bramó Mariana, aunque sus ojos revelaban el alivio de oír mencionar a su nieta. – Pero también te necesito a ti. Este olivo, aquí – señaló el gigante con la mirada –, lo plantó tu abuelo. Y estas viñas, ¿quién más las entendería como yo?

Diego miró la flota de furgonetas aparcadas en el caminito de tierra. El ruido de un rastrillo ajeno a la finca lo empujaba, como quien empuja un reloj justo cuando uno lleva días sin mirar la hora. Quizá por eso, sin convencer a nadie, terminó ayudándola a empacar las últimas fresas en cestas de mimbre.

– ¿Te acuerdas cuando papá nos mandaba podar viñas de madrugada? – preguntó Mariana, mientras cortaba ciertos racimos con demasiado cuidado.

– ¿Cómo olvidarlo? – Diego sonrió. – Me escondí una vez debajo de un olivo para no despertar. Pero tú me encontraste. No te moviste en toda la noche, tapándome con tu chal.

– Pareces no entender, hijo. Este suelo no solo soporta viñas, soporta a tu padre hablándote de sus vinos, a ti jugando por aquí, a mí… – sus ojos brillaron algo más, como acordeones inflados por un recuerdo.

La tarde se extendía sobre las viñas, y entre la charla de ambas generaciones, surgieron propuestas: ya no se hablaría de demolición, pero tampoco de total abandono. Diego haría un pacto. Madrid seguiría siendo su refugio profesional, pero Madrid ya no sería su único hogar.

– Mi niña empieza a tocar el violonchelo – le contó Mariana al final. – Yo le enseñaré a cultivar albahaca. Algo tierra a tierra.

– Está bien – accedió Diego, poniendo una cesta con fresas en el coche. – Pero no te olvides del rastro de Villaconejos.

Y así, entre viñas y recuerdos, entre fresas y secretos de vino cosechado, se escribió un nuevo capítulo en la historia de los viñedos de Villarrubia. Porque si algo entendió Diego aquel día, fue que no todo puede comprarse en el almacén del pueblo, y que, a veces, los mejores contratos se firman bajo las ramas de un olivo centenario.

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La cosecha final